PSICOLOGíA
› LA VIOLENCIA, LA SEGREGACION Y LA
PALABRA DESDE UNA PERSPECTIVA PSICOANALITICA
Ese mero cuerpo sobre el cual todo puede ejecutarse
La noción de “bando” –esos mensajes que puede emitir cualquier Führer– permitiría vislumbrar una “indeseable solidaridad” entre el totalitarismo y la democracia y arroja cierta luz sobre los campos de concentración y exterminio, ayer como hoy.
Por Roberto Harari *
En “Fantasmas histéricos y su relación con la bisexualidad”, Sigmund Freud señala que puede esclarecerse el porqué de los desastres cometidos por los césares romanos como gobernantes –matanzas gratuitas, carnicerías sanguinarias, incendios masivos deliberados, etcétera–: lo ocurrido se debe, a su juicio, al poder omnímodo detentado por ellos. O sea: la motivación no debe recalar en las características patológicas que pudiesen llegar a poseer eventualmente tales gobernantes, sino en la delegación indiscriminada e ilimitada de las atribuciones propias del ejercicio de sus funciones realizada en ellos por sus gobernados. Y esta condición absolutista del ejercicio del poder fue la responsable, enseña Freud, del levantamiento de las trabas que, hasta ese entonces, habían logrado coagular la puesta en obra de los fantasmas de los futuros césares. Por eso, pues, los mismos llegaron a su realización, a su efectividad, teñida por el sesgo del goce sádico de tales fantasmas.
Pensemos entonces qué se mienta cuando se alude al denominado “sensualismo del poder”: se trata de la articulación privilegiada de este último con el orden del fantasma, y con la posibilidad, por lo tanto, de llegar a constituirse, mediante el desencadenamiento realizativo de dicho orden, en un cabal jefe fetichizado. Vale decir: falicizado imaginariamente, encarnando de consuno, por consecuencia, una cara real del Ideal.
Pero entonces, ¿cómo retorna este protopadre anhelado, este jefe fetichizado? Me parece que a través del Führer. Entendámonos: no digo tan sólo de Hitler, sino de lo que se juega a través del lugar del Führer y, en particular, por el modo mediante el cual éste se relaciona con la ley.
En efecto, basta que el Führer diga su palabra, y esa palabra es ley. Mas lo interesante es que ello acontece no por el hecho de tratarse de un dictador feroz o de un advenedizo que se hubiese apropiado ilegítimamente del poder contra la voluntad del pueblo, por cuanto el Führer –ejemplifiquémoslo con Hitler, ahora sí– “era” el intérprete genuino del pueblo alemán. En consecuencia, a través de su discurso hablaba ese pueblo, obteniéndose –creencialmente, claro– una identidad poco menos que perfecta y consolidada entre los actores sociales así convocados. Por otra parte, lo emitido como normas por el Führer, ¿qué eran?
Vamos a intentar responder este interrogante crucial centrándonos en puntuaciones derivadas del notable filósofo italiano Giorgio Agamben (Homo Sacer, Pre-Textos, Valencia, 1998). Sin duda, la lectura de muchos tramos de la obra de este pensador se torna imprescindible para procurar comprender y esclarecer fehacientemente la cuestión de los campos. Pues bien, él insiste –y creo que nos sirve de modo mayúsculo a nosotros como psicoanalistas preocupados por la violencia y por la segregación–, insiste, decía, en que lo marcante del Führer es justamente la condición revelada por la característica propia de lo emitido por él: se trata, en efecto, de los bandos.
El bando es, en tal caso, el referido vehículo que transporta la emanación de la verdad del pueblo alemán. Una categoría harto distinta del amargo, resentido y resignado “yo me someto porque no tengo más remedio”. No se trata de sometimiento ni de un cálculo de conveniencias y/o de consecuencias, porque lo traído a la luz por medio del bando del Führer es el advenimiento de una bienvenida iluminación beatífica, epifánica. No se considera, siquiera, la posibilidad de la oposición al mismo, paradójicamente ilustrada por sintagmas de este tipo: “Bueno, soy un soldado, cumplo órdenes, más allá de que concuerde, o no, con ellas”. Por cierto, es lo que dio en llamarse en la Argentina, durante la última dictadura militar, “obediencia debida”. Pues bien, el bando soberano es otra cosa: no se trata de seguirlo a pie juntillas debido a la ausencia de alternativas, o al diseño de una estrategia para sobrevivir, porque los receptores del mismo mantienen un acuerdo basal e indiscutible con el Führer en tanto emisor soberano, único y privilegiado. De tal modo, hasta los bandos instigadores de la comisión de crímenes se sustentan en la marcada desimplicación subjetiva de sus receptores, lo cual estimula su puesta en acto acrítica, esto es, carente de los escrúpulos que, de manera eventual, podrían ser inhibitorios de la acción correspondiente. Por supuesto: aludo a la tan mentada “banalidad del mal”. Así cabe concebir, entonces, otra de las caras reales de la identificación –que es Eros– de la masa con su Ideal aglutinante.
El bando, entonces, difiere de la ley: tal es la puntuación de Agamben, para la cual releva desarrollos de Jean-Luc Nancy volcados en el libro El imperativo categórico. Señala que, en lo referente al bando, no hay intermediación, no hay deliberación, no hay poderes diferenciados que pudiesen llegar a acotarse mutuamente la presupuesta ilimitación de sus goces respectivos mediante el diálogo, las negociaciones y las concesiones recíprocas, ya que no hay debate ni controversia posibles. El bando, entonces, no es una ley simbólica. En ese sentido sostengo que se puede establecer una correlación antinómica entre el bando y la noción lacaniana de ley simbólica.
Agamben se aparta también, pues, de la clásica idea de Rou- sseau acerca de que el Estado se funda en un contrato social. De tal modo, el Estado no consolida una identidad ni otorga una pertenencia. Llevado a nuestra disciplina: como recién afirmé, tampoco se trata de la conocida ley simbólica que tan a menudo esgrimimos como vehículo de un orden liberador, apaciguante y sedativo, por cuanto, en la economía distributiva de los goces, más bien se evidencia que la relación con el bando no es de aplicación sino de a-bando-no.
El bando, por lo tanto, es un mandato, es la enseña del soberano, es un edicto solemne e inductor de band-erías diferenciales. También, por supuesto, se categoriza a los excluidos por el bando como band-idos. Por lógica deducción, entonces, al generar banderías, el bando muestra su condición facciosa, su notoria vocación exclusionista y concentracionaria. Vale decir: al inducir facciones, proscribe, segrega e instiga a la violencia “legítima” contra los segregados.
Mero cuerpo
La relación política originaria, en consecuencia, no es la ley sino el bando. Por cierto, de tal forma aludimos a un mecanismo oculto, a una facticidad en el sentido lacaniano, la cual grafica la presencia de una indeseable solidaridad –y esto es difícil decirlo– entre la democracia y el totalitarismo.
¿Adónde lleva el bando? Aquí insisto en acompañar a Agamben, a lo que él entiende que el campo ha venido a reactualizar. En efecto, delimita y estudia una extraña figura localizable en el antiguo derecho romano: es la designada como homo sacer, el “(...) hombre cuya vida consagrada a Júpiter, separada del resto de las vidas de la polis, no puede ser sacrificada en el sentido religioso o ritual (...)”. Como se aprecia, el sacrificio, concebido con rigor en estos términos, implica la atención a cierta regulación normativa, la cual exige la ofrenda con la que, muchas veces, los hablantes así implicados –esto es, los sacrificables– incluso concuerdan. Es por esto que el término “holocausto” –utilizado para lo que sabemos debe ser llamado Shoah, o exterminio– es totalmente inconducente para caracterizar la barbarie asesina nazi. En efecto, en la cuestión considerada no hay ningún sacrificio voluntario en juego, y creo que utilizar el vocablo “holocausto” implica, simplemente, la instrumentación de un término renegatorio, cuando no exculpatorio del crimen organizado de manera masiva. Porque en el sacrificio el lugar del Otro resulta definitorio; en cambio, en la Shoah se procuró borrar toda presencia de testigos: era, por eso, la “solución final”, cuyo designio radicaba en no dejar vestigio alguno de su proceder.
Retornemos a la puntuación referida: “(...) éstos están separados, no son sacrificables, pero lo que sí puede el homo sacer, porque está fuera de la ley, es ser asesinado sin que ese asesinato constituya delito, por lo tanto queda reducido, por la pérdida de todos sus derechos, como sucede con aquel que entra en el campo, a (...)” lo que llama entonces Agamben “(...) la nuda vida, que sería la traducción moderna del homo sacer”. Es decir: no la vida regida de acuerdo con el contrato social, sino la vida abandonada.
Y avanza lo siguiente: “Este mero cuerpo es aquel sobre el cual todo puede ser ejecutado, pero del que nadie va a decir que ha sido sacrificado”. Así, no se reconoce el sacrificio ritual. Por otro lado, puede aseverarse que homo sacer es aquél a cuyo respecto los demás, todos los demás, obran como soberanos. Cabe considerar, en tal sentido, el eslógan-bando emitido por la mencionada dictadura militar argentina tendiente a encubrir el aniquilamiento sistemático y planificado regulador de su accionar, el cual, como se sabe, “desapareció” los cadáveres de los presuntos subversivos. Se trata del siguiente dictum: “Tan sólo se han cometido ciertos excesos en la guerra antisubversiva, tal como sucede en cualquier guerra. Además, se trata de una guerra sucia”. Por lo cual obviamente, agregaban, “no hay desaparecidos”, ya que éstos “no están”, según afirmase –no sin sarcasmo– el genocida ex dictador Videla.
Pues bien, este “todo es posible”, este “todo vale” –sin sacrificio alguno en juego– caracteriza cabalmente una biopolítica totalitaria, en la cual el hablante, por supuesto, pierde todos sus derechos como ciudadano. O sea: el ciclo en cuestión se inicia mediante un estado de excepción, pero el punto central radica –y esto es lo notable– en que dicho estado perdura sin una definición limitativa de sus alcances, lo cual pone en cuestión el estatuto de la aludida excepción. Citemos otra vez a los dictadores argentinos: “Nosotros tenemos objetivos, no plazos”. Ahora bien, el estado de excepción es violento y segregatorio por definición.
Lo reitero: con ocasión de promulgarse el estado de excepción se consigna su condición de transitorio; sin embargo, justamente ese avatar –por lo usual incumplido– sirve para agrupar a los segregados en el ámbito de los campos. De ahí surge la osada hipótesis, la mostración de Agamben: el campo de concentración es “(...) el paradigma biopolítico de Occidente”. Por lo tanto, dicho paradigma ya no es la ciudad, la polis, donde rigen los derechos de los ciudadanos. Digámoslo de otro modo: el campo aparece como el “más-Uno” de los tres componentes organizadores de la modernidad, que son el territorio, el Estado y la nación.
Los campos
Ahora bien: al decir campos aludimos a los de concentración y de exterminio. Por cierto, la palabra nombrante no deja de encontrarse grávida de implicaciones. ¿En qué sentido? En que también la palabra “campo” requiere ser redefinida, por cuanto ha caído su significado primordial en cuanto orden situable por fuera de la ciudad, o vigente al concluir el trazado de la misma, según la clásica contraposición “ciudad/campo”. En efecto, no finaliza la ciudad y luego comienza –en términos generales– el campo porque, como bien lo sabemos los argentinos, se ha dado al respecto una suerte de retornamiento tórico (por referencia al “toro”, figura topológica) que ha puesto en crisis la cuestión de los límites entre el adentro y el afuera. Véase, si no: hubo campos de concentración y de exterminio dentro de la ciudad; hubo, por consecuencia, un fuera adentro. Este quizá constituya otro “invento” que forma parte de las atrocidades cometidas por algunos de nuestros compatriotas (?), desde el terrorismo de Estado, en contra de una ciudadanía carente de leyes a las que poder apelar para sofrenar el goce asesino de los violentos genocidas emisores de bandos omnímodos situados por encima de cualquier legalidad preexistente.
Cabe aseverar, por otra parte, que lugares en apariencia anodinos e inocentes –talleres, escuelas, garages, fábricas pequeñas, oficinas públicas, etcétera, todos ellos convenientemente “reciclados”– constituyeron sedes ocultas y disimuladas donde se desplegaron, de modo planificado, crímenes y torturas aberrantes. Se trató, por consecuencia, de una localización dislocante, en la medida en que no involucró a los campos tal como fuesen diseñados por los nazis, vale decir, como construcciones especiales destinadas a tales fines, si bien estos fines resultaban torpemente enmascarados mediante las apelaciones manifiestas a las virtudes del “trabajo” a ser desplegado en ellos.
Al respecto se podría decir: “Esto pasó solamente en la Argentina”; sin embargo, pasa también, y en la actualidad, en otros lugares “civilizados” donde la facticidad envolvente resulta concretada de otro modo. Por ejemplo, sucede en las salas de espera de los aeropuertos de los países altamente desarrollados cuando llegan extranjeros con documentación dudosa, y son mantenidos aislados, sin ningún derecho. O sea: sin derecho a peticionar, ni a protestar, ni a ser protegidos por nada, por cuanto se hallan en una zona de nadie: a-bando-nados, a veces durante días y días, y bajo condiciones de alojamiento y manutención usualmente calamitosas. En ese sentido puede decirse que allí se corporiza la facticidad de un campo de concentración. Lo propio sucede con los inmigrantes ilegales, quienes padecen penurias y afrontan serios riesgos para encarar sus precarios viajes clandestinos hacia el país procurado. Si son capturados por las policías locales, también se los hacina segregatoriamente hasta ser “devueltos” sin mayores miramientos a su país de origen.
* Fragmento del trabajo “Palabra, violencia, segregación”, presentado en la jornada “El psicoanálisis ante la violencia”, organizada por REAL, México, DF, el viernes de la semana pasada.
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