PSICOLOGíA
› SACRIFICIO Y VICTIMIZACION EN LAS RELIGIONES MONOTEISTAS
El Dios satisfecho
Un teólogo católico, hablando en un congreso de psicoanálisis, se refirió a “los mecanismos victimarios presentes en el fenómeno religioso” y sostuvo que “la teología que se enseña en los seminarios” propone “un Padre que necesita sufrimiento, muerte y sangre de su Hijo para quedar satisfecho”.
Por José María Castillo *
Como sabemos, el odio es una experiencia de rechazo acompañada por el deseo del mal para alguien, que puede llevar a la confrontación y la agresión. No es la mera antipatía; no se trata de que una persona me resulte antipática. El odio es rechazo que acompaña un deseo de mal para alguien. No digo “para otro”: digo “para alguien”, porque el problema es más complejo.
El odio es una pulsión de muerte sobre sí mismo, sobre el propio sujeto, que el sujeto canaliza sobre otro objeto. Nadie se odia conscientemente a sí mismo. Se canaliza, principalmente, hacia una persona o grupo de personas, algún colectivo o una causa política o religiosa. Es una pulsión de muerte que el sujeto expulsa de sí y canaliza hacia otro objeto, persona o causa. Tampoco estoy en condiciones de establecer una definición. Al fin de cuentas, mi dedicación es la teología y por tanto el tema religioso, Dios, la Iglesia.
En primer lugar, hay una conexión muy honda entre el odio y los mecanismos victimarios que están en el centro del fenómeno religioso. René Girard aportó mucho en cuanto a la relación entre religión y violencia en sus análisis del fenómeno victimario como elemento central en lo religioso (por ejemplo, La violencia y lo sagrado, Anagrama, 1983; El chivo expiatorio, Anagrama, 1999; La ruta antigua de los hombres perversos, 1999). El pensamiento de R. Girard se centra en cómo esa pulsión de muerte se canaliza hacia una víctima cuya muerte –que es el sacrificio, el acto central de la religión– aporta la pacificación al grupo y presuntamente la salvación.
Les recomiendo también un trabajo de Raymund Schwager, ¿Necesitamos un chivo expiatorio? (Must there be scapegoats?: violence and redemption in the Bible, Crossroad Pub., 2000; sin traducción al español), donde este autor analiza la violencia en la Biblia y plantea hasta qué punto el Dios de la Biblia es un Dios de violencia.
No olvidemos que el acto central de las tres grandes religiones monoteístas, abrahámicas o religiones del Libro –Judaísmo, Cristianismo e Islam– es el sacrificio. Y el sacrificio es matar una vida, la de la víctima, sobre la que se descarga la violencia del colectivo, del grupo religioso.
En la actualidad, viene sucediendo que uno o más individuos realizan un acto de inmolación victimaria. Fue el caso del atentado contra las Torres Gemelas. Quienes lo cometieron sabían que, inmolándose, irían al Paraíso. Puede ser un acto terrorista, se lo puede llamar así, pero es un fenómeno mucho más profundo: es poner en práctica el fenómeno victimario para salvar a su pueblo, para aportar la salvación. Está funcionando el odio en la perspectiva del fenómeno religioso y victimario.
Nietzsche escribió que “ver sufrir produce bienestar, y hacer sufrir, más bienestar todavía. Esta es una tesis dura, pero es un axioma antiguo, poderoso, humano, demasiado humano, que, por lo demás, acaso suscribirían ya los monos; pues se cuenta que, en la invención de extrañas crueldades, anuncian ya en gran medida al hombre y, por así decirlo, lo preludian. Sin crueldad no hay fiesta: así lo enseña la más antigua, la más larga historia del hombre. Y también en la pena hay muchos elementos festivos” (Genealogía de la moral).
Este texto plantea la relación entre sufrimiento y satisfacción: “Ver sufrir produce satisfacción y hacer sufrir, más satisfacción”. No es trastornar el texto si decimos que “sin odio no hay fiesta”.
Y, repitamos: “... humano, demasiado humano, que (...) acaso suscribirían ya los monos”. En la medida en que esto sea verdad, no se trata de mero sadismo, no se trata de una perversión ética. Nietzsche habla de una pulsión de muerte que ya se da, acaso, en la especie animal más evolucionada, y que se da en nosotros.
Religiosamente, esta pulsión de muerte se traduce en el fenómeno victimario. Ese fenómeno se seculariza y tiene traducciones en la vida cotidiana: el individuo que viene del trabajo y el jefe le ha hecho una faena desagradable, lo ha humillado, le ha cometido una injusticia o lo ha agredido, y él no se ha atrevido a responder, o no ha tenido libertad, y llega a su casa con esa pulsión de agresión, de violencia y de odio, y le pega un puntapié al perro, o golpea la puerta, o le pega tres gritos a la mujer o al chiquillo... son víctimas sobre las que se descarga. El fenómeno victimario se reproduce secularmente; es lo que hacían los israelitas cuando descargaban todos los pecados de la comunidad o del grupo sobre el chivo, sobre el macho cabrío, y lo expulsaban al desierto para que se lo comieran las fieras: aquello reconciliaba y pacificaba al grupo.
En ese mismo tratado escribe Nietzsche: “Yo he apuntado más allá del bien y del mal cauteloso hacia la espiritualización y divinización siempre creciente de la crueldad que atraviesa la historia entera de la cultura”. Naturalmente, nadie dice que actúa por odio, porque el odio tiene sobre sí una censura social, religiosa. Quien desencadena el mecanismo del odio lo camufla, lo disimula, lo oculta ante sí mismo y ante los demás. Dos de los camuflajes mejores, de los disfraces más pertinentes en que se puede encontrar el odio, son el religioso y el político.
El disfraz político es bastante eficaz, pero el religioso lo es aún más: una pulsión de muerte que se traduce en agresión es tanto más peligrosa en cuanto el motivo por el que se hace es más noble para la conciencia del sujeto. Si se reviste de una motivación, por caso, política, entonces, ¡se hace por la Patria! Después de cometido el crimen, duermen a pierna suelta con la conciencia de haber cumplido con la Patria.
San Bernardo propone que matar a los infieles no es pecado porque es poner en marcha la venganza de Cristo crucificado sobre sus enemigos. Esto, desde el punto de vista de mis creencias y de mi religión, es una blasfemia. Aunque lo haya escrito un santo que está en los altares de las iglesias y aunque haya muchos frailes y monjas que lo siguen fervorosamente, es una blasfemia, en el sentido que en castellano se le da a esa expresión. Allí hay una experiencia de odio revestido de virtud.
Es lo que hizo Franco con la guerra civil, que los obispos españoles convirtieron en cruzada. La sacralizaron. Así como hay una secularización de experiencias sagradas, hay una sacralización de experiencias seculares.
Pero quiero referirme a algo más específico de la tradición del Cristianismo sobre esa relación que he apuntado de Nietzsche entre sufrimiento y satisfacción: efectivamente, su tesis es “dura”, pero, por desgracia, es muy real. En la tradición del Cristianismo, ha tenido una traducción patética: la relación literal entre el sacrificio –el sufrimiento, la muerte, el derramamiento de sangre– y la satisfacción, pero la satisfacción de Dios.
La satisfacción es sentirse bien; satis-facer, hacer lo suficiente, lo que hace falta para sentirse bien. Esta idea de la satisfacción es un concepto tomado del derecho romano. Fue introducido en la tradición del Cristianismo en el siglo III por Tertuliano, originario del norte de Africa, de la antigua Cartago. Fue un laico que estaba casado, un gran jurista, que conocía muy bien el derecho romano. En ese momento, el concepto no fue muy tomado en cuenta, pero en el siglo XI el monje inglés Anselmo de Canterbury elaboró un tratado que se titula Por qué Dios se hizo hombre.
San Anselmo elaboró el concepto de esta manera: la satisfacción, en el derecho romano, consistía en una normativa según la cual quien había cometido una ofensa contra alguien tenía que darle la debida satisfacción, en forma tal que el otro quedase pagado, satisfecho, en cuanto a lo que se le había sustraído: honor, dignidad, fama... lo que fuese, se le devolvía. Era una especie de devolución de lo que se había arrebatado. Tal era el “acto de satisfacción” según el Derecho Romano: la satisfacción es la compensación que hay que dar por una ofensa. Ahora bien: la gravedad de la ofensa se mide por la dignidad del ofendido. No es lo mismo ofender a un esclavo que a un hombre libre, y no es lo mismo ofender a un ciudadano cualquiera que al rey o al emperador. Si nos remontamos a Dios, cuya dignidad es por definición infinita, encontramos que la ofensa es de gravedad también infinita, viene a decir Anselmo.
El único acto de valor infinito que puede realizar el ser humano es el pecado. Según esta teología –y es la teología que se sigue enseñando en los seminarios y en las facultades eclesiásticas–, ya ven a dónde vamos a parar. Con la dignidad del ofendido se mide la gravedad de la ofensa, y, si el ofendido es Dios, la ofensa es de una gravedad infinita y necesita también una satisfacción de valor infinito. Quien satisfaga el pecado debe ser un hombre, por ser él quien ha cometido la ofensa; pero debiera tener capacidad de ofrecer una satisfacción infinita. Eso sólo puede hacerlo Dios... y por eso “Dios se hizo hombre”. Esta es una elaboración puramente jurídica, todo es discurso; no hay nada más que cabeza, no hay corazón, no hay humildad, sentimiento. Y tal es la primera gran objeción, la grandísima objeción que merece este discurso: resulta que Dios, del que el discurso cristiano no se cansa de repetir que es bueno, resulta que este Padre es un ser que necesita sufrimiento, muerte y sangre de su propio Hijo para quedar satisfecho.
* Teólogo jesuita. Texto extractado de la conferencia pronunciada en las Jornadas Hispanoamericanas de Psicoanálisis, Granada, 2003, y publicada en la revista Letrahora, www.letrahora.com.
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