Jue 06.11.2003

PSICOLOGíA • SUBNOTA  › PATOLOGIAS DE UNA EPOCA EN QUE “EL GOCE ES PROCLAMADO UN IDEAL”

Mundo que se angustia en el despertar

Por Mario Pujó*

Una colega bromeaba con que pronto habrá que retirar el diván de la consulta, dada la preferencia cada vez mayor de los pacientes por la posición cara a cara. ¿Por qué? La respuesta la sugirió una analizante al observar que “cada vez más la gente necesita saber que hay alguien allí, constatar que alguien la ve, una mirada que la sostiene”, frente a lo que vivencia en la vida diaria como una experiencia de vacío. No se trata de cuestionar los beneficios del empleo del diván –en una práctica perfectamente compatible con la posición sentada–, sino de reconocer lo que en ello se insinúa como un signo de nuestra época.
El término “patologías de época” señala el incremento de ciertas expresiones desembozadas de goce como la toxicomanía, el alcoholismo, la bulimia o la anorexia; comportamientos de tipo impulsivo como el juego, la cleptomanía, la compra compulsiva; conductas violentas como el maltrato infantil, conyugal y familiar; aumentan las denuncias de ataque sexual, paidofilia y violación. Vemos aflorar, por otra parte, denominaciones que se ponen en boga –ataque de pánico, trastorno obsesivo-compulsivo–, “nomenclaturas de época” que reformulan viejas cuestiones en nuevas categorías, inscribiendo antiguos síntomas en otras coordenadas y otras estrategias. Correlativamente, se produce un desdibujamiento de muchas demarcaciones diagnósticas, cierto flotamiento que ha conducido, incluso, a la revalorización por parte de algunos analistas de nociones antes desechadas, como la de estructura borderline.
El conjunto de esas cuestiones constituye de por sí una expresión sintomática de la falta de fijeza y de certezas que caracteriza a nuestra época.
Pero, ¿cómo precisar aquello que le confiere a un determinado estado de la cultura su estatuto de época? Los escritos más sociológicos de Freud, como Psicología de las masas, Malestar en la cultura y El porvenir de una ilusión, ponen en juego, bajo el término “ilusión”, un análisis de las formaciones culturales orientado por la detección y la denuncia de su carácter ilusorio. Tal como la clínica nos lo enseña, la ilusión sólo se revela como tal retroactivamente, una vez caída, es decir una vez perdida su potencia ilusionante.
Las formas de la ilusión que predominan en un determinado contexto histórico constituyen un modo culturalmente activo de renegar de aquello que en última instancia denominamos castración, encontrando cada época el modo de resolverse en su límite para renovarse bajo la forma de una nueva ilusión. Si la época es el tiempo de una ilusión colectiva, el cambio de época está necesariamente signado, subjetivamente, por un sentimiento de decepción. Algo que quizá pueda orientarnos en relación con nuestro tiempo, que se asume como de incertidumbre, desasosiego e increencia.
La civilización se sabe ahora poseedora de los recursos materiales y tecnológicos para erradicar la desnutrición, el analfabetismo y una enorme cantidad de enfermedades, pero se sabe también con capacidad para destruirlo. Y la opción destructiva, la obstinación de Tanatos, aparece a nuestra intuición mucho más plausible que la voluptuosidad de Eros y su eventual redención universal. Lo que seguramente no constituye más que un espejismo, un espejismo de época, el espejismo de un cambio de época. Vale decir, una crisis forzada de la subjetividad ante la nostalgia de lo que se sabe se pierde y la incertidumbre de lo que no se sabe está por advenir.
Con la caída de ese sueño que el siglo XVIII bautiza con su nombre de progreso, esa entusiasta fe en la prosperidad y la convicción de un futuro mejor, la razón moderna atraviesa su relato constituyente, confrontándonos con una historia que no tiene asegurado un sentido final, mucho menos la certeza de un final feliz. Tal vez por ello, eso que ha dado en llamarse posmodernidad suele ser celebrado con un entusiasta panegírico del fin (el fin de la historia, de las ideologías, de los grandes relatos, de los Estados nacionales, del sujeto...), antes que con un elogio al porvenir. Y así como un sueño que toca su real tropieza con la angustia del despertar, cuando un relato se confronta con su propia imposibilidad emerge un vacío que nos interroga por el deseo que, en el Otro, parece concernirnos. Lo que torna legítimo preguntarnos por el deseo que habita el logos que gobierna nuestro tiempo.
Las patologías expresan algo de la época cuando el goce es proclamado un ideal y bajo el nombre de mercado se expande a nivel mundial como una voluntad que, socavando los legados particulares y desestabilizando las tradiciones, fragiliza las redes simbólicas que albergan al sujeto en el seno de una comunidad, una nación o una etnia. El sujeto queda entonces expuesto a la experiencia del sinsentido, cuando las insignias sociales revelan su carácter de semblante, y su capacidad elaborativa flaquea ante incidentes que, en esas condiciones, adquieren fácilmente un carácter traumático.
El exitismo devalúa cualquier perspectiva de renuncia –necesariamente en la base de toda constricción ética–, de modo que las exigencias imperativas de triunfo social incentivan esa misma corrupción que discursivamente la propia cultura condena. La civilización se amenaza a sí misma al aproximarse a su culminación, por cuanto la fetichización mercantil del consumismo, la sobreabundancia de la oferta y la tentación, demuestra promover una impulsividad que se revela capaz de desconocer los límites de la integridad física del otro y los pactos socialmente fundantes de la diferencia entre generaciones y la prohibición del incesto.

* Fragmento del artículo “Mal de época”, que se publicará en Psicoanálisis y el Hospital, Nº 24, de próxima aparición.

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