Jueves, 13 de diciembre de 2007 | Hoy
Un niño se quejaba reiteradamente de dolor de cabeza; los padres lo llevaron a la consulta con médicos, que no pudieron encontrarle causa valedera. Quizá guiados por el desconcierto, visitaron a una analista –se trataba de Françoise Dolto–, quien resolvió escuchar al niño. Luego de un rato de charla, entrados en confianza, le preguntó lo que parece una tontería, ya que los adultos creemos saber dónde la tenemos: “Decime, querido, ¿dónde te duele la cabeza?”. Tocándose una pierna a la altura del muslo, el niño respondió: “Acá”. Disimulando la sonrisa, Françoise Dolto volvió a preguntar: “¿Qué cabeza te duele?”. El niño contestó sin vacilar: “La de mi mamá”.
El acuse de recibo del pequeño indicaba que el dolor materno se le había encarnado. Hay dolores capaces de transferirse de madre a hijo, de uno a otro. Puede dolernos el dolor ajeno y es tal vez la forma más insidiosa del dolor, ya que no hay modo de aislar en un sujeto su razón, su causa. Flota a la deriva como un magma, hasta que un cuerpo se presta como anclaje y lo padece en una instancia que no es primera. En este breve ejemplo, un niño toma la palabra para manifestar la queja sorda del otro materno: carentes de dueño originario, queja y dolor son monedas que circulan hasta que alguien, declarándolos propios, se condena.
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