Dom 11.01.2009

SOCIEDAD  › LOS VENDEDORES AMBULANTES, PARTE DEL FOLKLORE DE LAS PLAYAS MARPLATENSES

Hay pareo, barrilete y vincha

Cada verano, las playas se convierten en un shopping al aire libre. Llegan buscavidas de todos lados que conviven con los locales y hasta con turistas que así pagan parte de sus vacaciones. No les va mal, pese a la crisis: aquí cuentan sus historias ambulantes.

› Por Carlos Rodríguez

Desde Mar del Plata

Raúl y Fernando son padre e hijo. Los dos son del barrio Camet de Mar del Plata y viven, todo el año, de la venta ambulante. En el verano fabrican 30 mil barriletes, que no son los tradicionales, los de caña y papel. “El que hacemos es un producto típico, exclusivo de la ciudad de Mar del Plata”, explica Raúl a Página/12, con orgullo explícito. “Lo hacemos en telgopor” y muestra, desarmado, que ese aparato que vuela sin descanso consta de dos piezas: un círculo con una ranura en el medio y una especie de ala, rectangular, que va encastrada en la parte redonda. “Funciona como una turbina. Tiene dos tiros, uno a cada extremo del círculo, en cada punta de la ranura. El vuelo está garantizado.” Raúl y Fernando son apenas dos de los vendedores ambulantes que caminan las playas marplatenses, que funcionan a veces como un supermercado y otras como un shopping al aire libre. La oferta va desde hamburguesas, gaseosas, choclos hervidos, hasta pareos, bikinis, polleras, aros, collares, sandalias, pañuelos de gasa o baratijas ofrecidas por silenciosos vendedores nacidos en Ghana o Senegal que odian salir en las fotos.

Natalia y Gisella, acompañadas por su amiga Débora, son dos gemelas que viven con su familia en Santa Fe y a las que les gusta comprarse ropa liviana y práctica en la playa. Antes, la leyenda aseguraba que los viajeros venían sin valijas y se abastecían en tienda Los Gallegos, que como decía la propaganda: “Tiene de todo”. Ese comercio sigue abierto y no le va mal, pero la moda anda por otro lado. “Es feo venir de vacaciones a comprarse ropa. A nosotras nos gusta la playa y si te ofrecen algo sin tener que meterte en la ciudad, es mucho más fácil.” Las chicas eligen pareos y vestidos, mientras el viento hace recordar aquella imagen de Marilyn Monroe, con su vestido blanco, que levantaba vuelo y la mostraba de la cintura para abajo, mientras pasaba sobre la rejilla del metro de Nueva York.

Las gemelas no sueñan con ser actrices, aunque se prestan sin dramas para las fotos. Una de ellas acaba de recibirse de bioquímica, pero cualquiera de las dos bien podría subirse a la pasarela o simplemente hacer lo que hacen tan bien: tomar sol en las playas del sur. El vendedor de turno es Jorge, un vecino de Mar del Plata que durante la temporada ofrece vestidos livianos, hindúes, pareos y blusas de buena calidad, a precios que oscilan entre los 25 y los 80 pesos. “En invierno también vendemos, pero lo que salimos a ofrecer son guantes, bufandas, gorros de lana y otras prendas para enfrentar el frío.”

Jorge considera que “si hay chicas, la venta está garantizada. Ellas no pueden resistir, vienen, miran y casi siempre se compran algo”. Mientras atiende a las clientas o busca cambio, el que se ocupa de cuidar el carrito ambulante que parece un barco de vela cuando se mueven las telas, es Marcelo, con 13 años y una cara que lo hace mucho más chico. “Yo soy el verdadero dueño”, bromea, mientras Jorge también lo hace, como abriendo un paraguas: “Esto no es explotación infantil”. En verano, además de vendedores y clientes, en las playas hay multitudes de inspectores municipales y provinciales, que andan a la caza de infractores.

“Otros que siempre están son los policías coimeros”, se queja Pablo, que vende ojotas de suela, con tacos y detalles de piedras marinas, en valores que van de los 25 a los 40 pesos. “Recién pasaron los canas, pero no les dimos ni un peso. Si le empezás a dar, no te los sacás nunca de encima. Son como una plaga.” Pablo tiene experiencia en estas lides porque, durante el resto del año, es vendedor en la calle Florida. “Allá vendo ropa, pero tenés que andar con mucho cuidado, porque la persecución que sufrís es a veces mucho más dura, pero igual subsistimos bien, no me quejo.”

Marcela vende pareos y pañuelos de seda en las playas del norte. “Son baratos: 10 pesos, 20, algunos 30, pero no más allá de eso. La verdad es que soy empleada administrativa, no soy vendedora de profesión. Lo que pasa es que en verano, la venta me sirve para cubrir lo gastos del hotel o al menos el de la comida. Con algunas amigas lo hacemos desde hace un par de años, acá o en Pinamar, donde la gente tiene mayor poder adquisitivo. Por favor, no me saquen fotos, porque no me quiero quemar con mi familia. Nadie sabe que hago esto”, se excusa como si estuviera cometiendo un pecado imperdonable.

Martín es muy joven, está por cumplir los 20. Hace artesanías junto con un hermano y un primo mayores que él. “Somos de Buenos Aires, pero desde fines de diciembre y hasta marzo, nos venimos a la costa a vender. El resto del año andamos por Corrientes, por Plaza Italia, por la zona de la Facultad de Medicina.” Lo que trajeron a la playa son aros de todos los tamaños, realizados en nácar. “Es lo que más sale en la playa. Los más chicos cuestan entre 10 y 15 pesos, los más grandes entre 20 y 40 pesos. Es buen laburo”, afirma mientras permite que Página/12 mire y aprecie la calidad del producto. Al lado de Martín está Mariana. Se conocieron en la playa. Ella vende collares de caracoles y semillas, a precios que van de los 10 a los 30 pesos. “Baratos, buenos y vistosos”, es el lema que esgrime Mariana. Ella es de Mar del Plata, pero suele trabajar en Necochea y también en Las Grutas, en la provincia de Río Negro.

Los que siguen rondando la zona son los vendedores de barriletes “estilo Mar del Plata”, Raúl y Fernando, el padre y el hijo, que no necesitan vocear sus productos para que se les compren. Los chicos los rodean y los padres pagan, en forma religiosa o resignada, los diez pesos que cuestan. Ya vienen con el hilo y con los “tiros” anudados al cuerpo del objeto volador, de manera que sólo falta que haya viento, algo que abunda en la costa argentina, en invierno y en verano. El que sí promociona sus productos es Miguel Angel y cuando lo hace, apela al golpe bajo: “Lloren chicos, lloren, y pídanle a papá y mamá que les compren un pirulín”. De tan antiguos, pero siempre efectivos, el padre o la madre también se compran un “pirulín” para ellos y saborean la infancia, al menos por un ratito.

Aunque nadie, al menos en presencia de Página/12, denunció a los vendedores por acoso comercial, el desfile es incesante, como durante todo el año en los trenes del área metropolitana. Ramón ofrece milanesas que impresionan un poco porque, como se sabe, no hay mucha diferencia –de color– entre el pan rayado y la arena que vuela todo el tiempo. Claro que se sabe lo molesto que es ese ruidito que hace la arena entre los dientes y que parecen no tener en cuenta los que almuerzan debajo de la sombrilla. Los cubanitos con dulce de leche que ofrece Rodolfo, que se vino hace un año de su Montevideo natal, tienen una salida categórica, rotunda. “Ayer vendí cerca de 300 en una tarde. Es una pegada. Si sigo así, la semana que viene me traigo a mi mujer y a los botijas. Para comer vamos a tener.”

En Punta Iglesias, don José, poco amigo de la prensa y de las notas, refunfuña que el negocio “marcha bien”. Ni falta que hace que lo diga: las tortas fritas, los panes caseros y las flautitas vuelan sin dejar huella. Por menos de cinco pesos “comen toda la tarde”, dice José y se encoge de hombros, mientras los adolescentes, sobre todo, arrasan con lo que hay en las cuatro cestas de mimbre. “Es rico, es barato y es un buen alimento, aprobado por mi mamá”, grita Facundo, 16 años, que se vino de vacaciones desde Bahía Blanca, acompañado por unos tíos y varios de sus primos.

La de los vendedores ambulantes, en verano, es una troupe vociferante que llena las playas con sus cantos de sirena. El único que permanece silencioso, acodado al muro del balneario Saint Michel, es Antonio, un vecino del barrio Alvarado, que comenzó este año su peregrinaje playero: “Me quedé sin trabajo en el puerto. Salí a vender los libros que teníamos en casa y los que me regalaron algunos amigos. La gente compra, ayuda, comprende. Algo es algo”, dice y sonríe, con apenas media risa.

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