SOCIEDAD › OPINION
› Por Juan Esquivel *
En una democracia, el Estado tiene la responsabilidad de garantizar una amplia gama de libertades; entre ellas, la libertad de conciencia. Ello supone el respeto por la pluralidad de convicciones –religiosas, filosóficas, etc.– que conviven en el seno de la sociedad. De modo complementario, la igualdad y la no discriminación son dos principios constitutivos de todo sistema que se precie de democrático.
Resulta contradictorio que el Estado abone a estos ideales si, al mismo tiempo, impulsa una doctrina religiosa en particular, independientemente del carácter mayoritario o minoritario de la misma.
Seguramente, el lector asociará estas incompatibilidades a los regímenes políticos confesionales situados en otras latitudes. Difícilmente imaginará que en la Argentina, tradicionalmente abierta para recibir inmigrantes portadores de variadas creencias y costumbres, una Constitución provincial discrimine y coarte la libertad de conciencia.
Pues bien, tal es el caso de la Carta Magna de la provincia de Santa Fe. En su artículo 3º, afirma que “la religión de la provincia es la católica, apostólica y romana, a la que le prestará su protección más decidida, sin perjuicio de la libertad religiosa de que gozan sus habitantes”. Más allá del atenuante final, resulta inconcebible y digno de un Estado totalitario la determinación de cuál es “la religión de la provincia”, un derecho que le corresponde a cada ciudadano.
La situación de Santa Fe no es justamente una excepción. En Catamarca, por ejemplo, permanece el anacrónico requisito de profesar el culto católico apostólico romano para poder ser elegido gobernador o vicegobernador (art. 131 de la Constitución provincial). De acuerdo con la reglamentación, un evangélico, un judío o un ateo, por ejemplo, se encuentran imposibilitados de conducir los destinos de la provincia. Y en la propia Constitución Nacional, continúa vigente el artículo 2º que estipula el sostenimiento oficial del culto católico apostólico romano.
Un recorrido por las Constituciones de las naciones vecinas, de Estados Unidos, México, Canadá y de la mayoría de los países europeos, nos señala rápidamente la singularidad del caso argentino. En ninguno de esos lugares, el Estado pretende definir la religión de sus ciudadanos.
El Bicentenario representa una óptima oportunidad para reformar nuestra legislación y armonizarla con los principios democráticos. El pleno ejercicio de los derechos ciudadanos en un marco de justicia, igualdad y respeto por la diversidad es aún una asignatura pendiente.
* Doctor en Sociología, investigador del Conicet.
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