SOCIEDAD › OPINIóN
› Por Daniel Rosso *
Las cámaras de VideoMatch se mueven, rigurosas, de una escena a otra. Primeros planos de los concursantes, de los jurados, del conductor. No es un movimiento arbitrario. No es un desplazamiento sin dirección. Porque siempre terminan en Ricardo Fort. En su rostro imperturbable, en su mirada pétrea de prócer repentino. En una imagen –la propia– preproducida para la cámara. Una imagen terminada. De las que no requieren movimientos ni encuadres especiales. Fort es un producto de una serie de tecnologías de producción de imagen. Más de veinte cirugías estéticas que reconstruyeron parte de su cuerpo y de su rostro. Las tres horas de gimnasia diaria que ensancharon su físico y lo cubrieron de músculos. Los tatuajes esparcidos por toda su piel. La pose permanente que anticipa a la cámara y le ofrece la misma toma que se repite y repite. Es esa repetición acumulativa la que termina construyendo una especie de imagen televisiva retro. Porque las poses repetidas aparecen en pantalla como una serie larga de fotos de tres cuartos perfiles, más propios del registro fotográfico que del televisivo. Imagen retro del muñecote retro. La repetición de la pose lo condena al minimalismo facial: dos o tres movimientos. Lo que se dice una economía absoluta de retórica artística. Un arqueo de cejas, una media sonrisa, un pequeño movimiento ascendente en un mentón siempre elevado.
Entonces, esa pose repetida para la toma televisiva encuentra otro uso: la nueva serie de muñequitos para los chocolatines Jack. Muchos Ricardos Fort. Todos con la misma economía facial. Pero en distintas situaciones. Subido a su Rolls-Royce, montando una moto de altísima cilindrada, cantando, bailando o en posición de lucha. El producto televisivo masivo de Tinelli se transforma en un insumo masivo de la fábrica de chocolatines de la familia Fort. Nada nuevo: sólo eficaz comercialización del narcisismo. Lo que se dice una espontánea articulación de negocios: Fort le aumenta el rating –y los ingresos por publicidad– a Tinelli y los dos mejoran las ventas y los productos de la empresa familiar Felfort. Un periodista le informa a Ricardo: “Dicen que las ventas de tu empresa aumentaron un 62 por ciento”. Y Ricardo responde: “Voy a averiguar bien, porque si es así tengo que cobrarles más a mis hermanos”. Es decir: todo pasa sin que él lo sepa. El origen de su riqueza no es su trabajo. El destino de esa riqueza tampoco es la inversión. Es Esperanto, un lugar donde gasta 15 mil pesos por noche. O Miami, donde vive la mitad del año y conduce dos Rolls-Royce. O Mar del Plata, donde es reciente propietario de un teatro y de una playa donde busca replicar otra que visita en Miami.
Nada es necesariamente objetable en Ricardo Fort. Es su vida. Pero algo pasa en la cultura masiva argentina. En su centro de gravedad. En los grandes medios. Allí, Ricardo Fort es posiblemente un síntoma. Un síntoma de la falta de proyecto de país y de futuro que recorre las mentes ansiosas y presumidas de algunos sectores medios vernáculos. Los grandes medios –que hoy ocupan el lugar de la esfera pública– son actores centrales en la construcción de la dimensión simbólica de la nación. Tienen la responsabilidad de agregar al territorio, al soporte físico y geográfico, la construcción del modo de ser, actuar y pensar como argentinos. Teóricamente, los medios masivos son el lugar de reproducción de una identidad. Lo que el ensayista colombiano Omar Rincón llama “la construcción de las comunidades sentimentales”.
Ricardo Fort es un síntoma. Y ese síntoma dice que los grandes medios librados a su lógica interna construyen siempre el mismo modelo: el de los noventa, el del individualismo, el del narcisismo programático. Porque algunos de ellos se han concentrado en destituir simbólica y culturalmente las políticas públicas impulsadas por el actual Gobierno. Y en ese camino destitutivo tienden a arrasar con todas las creencias. Su lógica negativa intenta minar el diseño simbólico del proyecto de país y de futuro en curso. Pero no construyen otro alternativo. Para ellos, en el Estado no hay proyecto. Hay un grupo de autoritarios y facinerosos. Todos bajo sospecha. Todos sujetos a denuncias, juicios y peritajes. En el Estado no hay nada. Entonces, es lógico: una sociedad que no cree en nada cree en Ricardo Fort. Ese muchachote de la mirada perdida, en infinita pose, el exponente involuntario de un modelo individual no replicable o replicable para pocos. Un Isidoro Cañones, con cierto aire de rara tristeza: el feliz propietario de una vida en la que el dinero no procede del trabajo ni su destino es el ahorro o la inversión. Por eso, cuando las cámaras de los grandes medios buscan, frenéticos e incansables, su imagen repetida al infinito, sin querer, sin saber lo que están haciendo, revelan que lo único que pueden ofrecer es el narcisismo programático de un raro playboy de estilo retro que en los noventa era un adolescente. Un adolescente rico y con tristeza.
* Jefe de Gabinete de Asesores de la Secretaría de Medios de la Nación.
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