SOCIEDAD › TARJETEROS, PATOVICAS Y MADAMAS CONTRA INCAUTOS CLIENTES DE PROSTITUCIóN
Las estafas son tan antiguas como los cabarets, pero en el microcentro aseguran que son cada vez más y que cuentan con connivencia policial y de inspectores. Allí se paga una fortuna por una gaseosa y los que no tienen dinero pueden terminar golpeados. Página/12 visitó uno de esos sitios.
› Por Emilio Ruchansky
Las historias se suceden y repiten hasta entablar una extraña competencia entre eventuales clientes de prostitución y “gateros”, en la que gana el que peor la pasó. Todos ellos, según relatan en un foro de Internet, acabaron maniatados por curiosidad o ambición sexual a las organizaciones criminales que los tienen como cómplices primero y víctimas después. “Yo terminé pagando 400 pesos por dar un sorbo a un vaso de gaseosa”, dice uno que se queja del precio, pero la sacó barata. Otros, los que no tenían esa plata en ese momento, ya arman planes para combatir lo que llaman la “mafia de los tarjeteros”. “A muchos los golpean y les roban todo”, asegura al respecto un testigo directo, un comerciante de la porteñísima peatonal Lavalle, donde se nuclean varias de estas whiskerías, también conocidas como “cazabobos”. Página/12 visitó uno de esos lugares y pudo comprobar buena parte de lo denunciado, como se cuenta en esta nota. Cansado de tanto escándalo en la galería donde tiene su local, el comerciante se acercó a la redacción de este diario para denunciar griteríos y golpizas. “Están protegidos por la policía y también por la administración de la ciudad”, comenta el hombre y para dar peso a sus afirmaciones entrega un papel impreso con algunos datos. Son apenas tres párrafos en los que se hace referencia a “una investigación independiente” del sitio www.foro-escorts.com.ar.
“Hay más de 25 cabarets truchos –dice uno de los párrafos– dedicados a la caza de turistas, jóvenes y ancianos, que mediante engaños son llevados a auténticos aguantaderos para ser robados o extorsionados, incluso con armas.” En el foro de esa página web hay un listado de los cazabobos, a los que se puede acceder aceptando la oferta de esas decenas de tarjeteros o tarjeteras que pululan por el microcentro. En general buscan hombres solos o en grupo que provengan del interior o del Gran Buenos Aires. Y si son extranjeros, mucho mejor.
En algunos de los relatos que aparecen en el foro, se cuentan historias que rebosan ingenuidad, como la de un peruano que caminaba por la peatonal Florida y acompañó al tarjetero de buena fe. “Me insistió con ir porque a él le daban una propina por llevarme y sólo era para ver”, dice y zafó de pagar los tragos que le sirvieron, agrega, huyendo “más rápido que apurado”. Otros, como un flaco que sí buscaba sexo, se negaron al ver a las chicas, pero era tarde: se ligaron un par de trompadas. Sólo uno salió ileso y con todo su dinero: un policía de la Bonaerense que puso su arma reglamentaria en la sien de uno de los dos guardias que lo apretaban. “Ya ven, nos pasa a todos”, dice el oficial.
Los “gateros” que escriben en el blog dicen que su preocupación es “defender al turista, prevenirlo”. Los que fueron estafados y apretados son los más duros. Proponen organizarse para recorrer lugar por lugar y reventarlos: “Hay que quemarlos para que los apaguen los bomberos y la policía tome cartas en el asunto”. El comerciante que trae el dato a este diario también asegura que la situación es insostenible. “Si no me creen, vayan y vean”, dice. “Cada vez hay más tarjeteros en las peatonales, esta gente está ensuciando la zona.”
Advertido de la situación, este cronista se traslada a la peatonal Lavalle y no lleva caminada una cuadra cuando aparece un tarjetero. Es un joven alto, pálido y pelirrojo que habla sin mirar a los ojos, con la voz cansada y para adentro. Hace calor en el microcentro y el día está nublado. Lo primero que pregunta es el lugar de residencia. “Soy de acá, de Paternal”, miente el cronista, quien aclara que planea ver otros lugares. “Pasá a conocer a las chicas, si te gusta te quedás”, sugiere el tarjetero, mientras baja apurado por la escaleras de la galería de Suipacha 472.
A la izquierda se ve un pequeño local con paredes de vidrio pintadas de negro y en letra cursiva dorada el nombre: Bar Tango Girls. Es uno de los cazabobos señalados en el foro de Internet. Al lado de la puerta, en fila vertical están las calcomanías de Visa, Mastercard, Dinners. El tarjetero entra sin golpear y enseguida aparece la anfitriona, una embarazada de unos treinta y pico de años, que invita a sentarse, porque “ya llegan las chicas”. Hay una barra, un pequeño comedor y una mesa para cuatro separada por un biombo. La anfitriona ofrece una tarjeta con una “invitación especial” para cinco amigos, que incluye dos tragos, válida por treinta días y firmada por ella. “Y no les cobramos entrada”, remata.
El tarjetero no se va. Está parado frente a la puerta principal y la cierra con llave. El cronista es el único potencial cliente del lugar, donde hay dos chicas más que prometen un baile sensual a quien esté dispuesto a pagar. Se llaman, o dicen llamarse, Anabella y Alicia. “Bueno, la verdad me gustaría seguir viendo otros lugares y si no encuentro algo más interesante vuelvo”, aclara el cronista a la anfitriona y amaga a levantarse, pero las chicas insisten en seguir conversando.
El lugar, pese a las luces bajas y la música melosa, transmite más tristeza que entusiasmo. Las chicas sonríen para pasar el tiempo, cuentan que hay pocos clientes y que ya tienen ganas de irse a casa. Detrás de la barra, la mujer embarazada hace cuentas y de vez en cuanto relojea lo que pasa en el diminuto living. Cuando la charla no da para más, Anabella suelta un consejo: “A dónde te vas a ir, con el calor que hace, quedate acá que está fresquito”. Mientras lo dice le caen gotas de sudor en la frente. No hay un solo ventilador en el local y el aire acondicionado no funciona.
Alicia, una morocha regordeta con varios piercings rodeándole la boca, pregunta sobre el estado civil del interesado. “Soltero y recién separado”, vuelve a mentir el cronista, que sin ser descortés promete pasar en un rato porque éste –y ahora no miente– es el primer lugar que vio en el día. No hay caso. Las chicas no aflojan y el tarjetero tampoco se mueve de la puerta. Todos transpiran, él no.
Consciente de las advertencias sobre violencia física y robos que constan en el foro de Escorts, el cronista concurre a la nota sin tarjetas bancarias ni documentos ni credenciales ni celular: sólo dinero en efectivo, 150 pesos. Y mientras intenta evadir a las dos mujeres que lo acompañan, la anfitriona reaparece con una bandeja y tres vasos. “Es jugo de pomelo, no tiene alcohol”, aclara. Sin quererlo, el cronista se ve obligado a consumir algo, aunque no era lo convenido con el tarjetero.
El jugo está frío y no tiene nada especial, es el que viene en esos sobrecitos que se diluyen con agua. Las chicas ni siquiera lo prueban. En el apuro por dejar el Tango Girls, el cronista pregunta cuánto debe por el pomelo. “Treinta pesos”, dice la anfitriona, que recibe uno de cincuenta y mira raro. “Treinta pesos sale el tuyo, tenés que pagar el de las chicas”, insiste. “Bueno, dame los 50 y te doy 100”, retruca el cronista. “Dame los 100”, ordena la anfitriona, sin soltar el de 50. Luego informa: “Tu trago sale 30, pero el de las chicas cuesta 60”.
Desconcertado, el cronista repregunta por el precio. Anabella y Alicia miran para otro lado. La anfitriona, sin perder la calma, ofrece el servicio de baile a cambio de todo lo abonado. Ya tiene los dos billetes en su bolsillo, cuando el cronista es acompañado hasta un costado de la barra, detrás de una cortina negra, a un cuartito que parece un cambiador de ropa. Las dos chicas vienen detrás, corren la cortina y mientras esperan que suene la música hace las preguntas biográficas de rigor.
Vaya a saber por qué, el cronista les miente que es editor de texto, como el jefe que lo envió a hacer la nota, y les pregunta por las edades. Anabella tiene 21, Alicia no responde. “Ella es mala”, dice Anabella, vestida con minifalda negra y un corpiño con relleno. Luego baila al ritmo lento del tema de Joe Cooker, “You can leave your hat on”, hasta que el disco salta y lo vuelven a poner. Alicia se sienta al lado e insiste al cronista: “¿No trajiste más plata? No mientas. ¿No tenés la tarjeta, la de débito? Salís y volvés y podés hacer algo más que mirar”. Repite la misma idea todo el tiempo. Para tener sexo, ahí mismo, informa la mujer en un momento, hay que llevar 300 pesos “y no incluye bebidas”.
Diez minutos después, sin un peso, salvo las monedas necesarias para volver a casa, el cronista se encuentra de nuevo en la esquina de Lavalle y Suipacha con una tarjetita de Bar Tango Girls que le dieron antes de despedirlo. De un lado hay una morocha en tanga con un jean, del otro una chica de rojo haciendo paso de tango y abriendo la piernas, tanto que se le ve la bombacha. “La permanencia en el local implica consumición mínima obligatoria”, dice al pie de la foto.
En la misma esquina otro tarjetero, más grande, insiste en invitar a “conocer” a sus chicas sin cargo. “No, gracias, ya me sacaron todo”, admite el cronista. El hombre se ríe: “¡Qué boludo! Ese lugar es para la gilada, yo te ofrezco empanada directa, entrás y la ponés”. En la cuadra siguiente dos tarjeteros vendrán a la pesca con la misma oferta. Uno de ellos, al escuchar la historia del cronista que gastó 150 pesos y vio un show con comentarista incluida, se muestra comprensivo. “Mirá, la mayoría termina entregando el reloj o el celular por tomar dos copas y si no les pueden sacar más guita, los fajan”, reconoce.
Mientras pasan las horas y la peatonal se va vaciando, en el horizonte persisten los tarjeteros. En la clandestinidad, cansadas y explotadas, cientos de mujeres en situación de prostitución esperan la hora de irse de esos pozos ciegos, como el Bar Tango Girls. En los foros de Internet, los gateros proponen, como un primer paso del “plan de acción”, escrachar los lugares, pegar carteles en la cercanías para advertir a los desprevenidos. Sólo uno, entre los cientos de comentarios del foro, le saca la careta al resto. “Estos burdeles de cuarta funcionan sin drama, con muertes de por medio, trata de blancas ¿y nosotros pensamos que les podemos llegar a hacer daño de alguna manera? (...) Somos superhipócritas, resulta que el máximo cafishio, rufián y proxeneta de la Argentina, el que regentea un boliche con nombre de reptil, es un ídolo popular que es invitado y mencionado en cuanto programa de radio y televisión haya... pero nosotros nos rasgamos las vestiduras porque nos sacaron un mango en una ‘whiskeria’.”
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