SOCIEDAD • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Luciana Peker
La prostitución no es el sueño dorado que adoraron los poetas y que Eliseo Subiela describió con una prostituta (Sandra Ballesteros) elevando a Darío Grandinetti porque ella sí que sabía hacer el amor –no como las otras que él tenía que expulsar con un botón después de acabar y queriendo acabar con ellas– en la película El lado oscuro del corazón. El cliente no es un santo. ¿Pero qué es? Hay posiciones terminantes: un cómplice. Como dice el lema de los abolicionistas: “Sin cliente no hay prostitución”.
No hay dudas de que, sin que la televisión hable de gaterío y recorra Cocodrilo como si fuera un paseo por un zoológico con caño, whisky y calentura la prostitución no estaría tomada tan a la ligera. También que Internet multiplicó la oferta y que ahora los muchachos recomiendan quién es la mejor petera como antes discutían en Polémica en el bar sobre Bilardo o Diego. Y, mucho más, que la corrupción policial no sólo es tolerada sino que también es machista. Tanto, que los policías de la Costa se acostumbraron a matar a las ¿trabajadoras sexuales, prostitutas, mujeres en situación de prostitución? que no les pagaban una coima y después inventaron al “loco de la ruta” para encubrir el gatillo sexual institucional. También mataron a Natalia Melmann por resistirse cuando la violaban en Miramar.
No creo que la prostitución callejera –forzadas por el desempleo y la violencia asimilada hacia las mujeres– sea igual que la de las chicas vip (las escorts), que si no lo hacen por elección, es cierto que tienen otras alternativas a la trata de personas: que en la Argentina crece e increíblemente es tolerada como un subsuelo nacional, en donde hay secuestro, desaparición de mujeres, torturas, violencia sexual y complicidad judicial, política y policial sobre la esclavitud abolida en 1813 y que ahora está más vigente que nunca. Sin demasiado ruido. Ni intención de ayudar a las desaparecidas a romper las cadenas que las atan a ser sometidas en centros clandestinos de prostitución.
No todos los prostíbulos son iguales, hay que decirlo. La trata de personas es un delito de lesa humanidad que no se puede asimilar a una bailarina que quiere sacarle más whiskies a un cliente. Pero también es cierto que esos sótanos en donde el sexo se paga –y no se elige– naturalizan y reproducen ese subsuelo de desapariciones que la Argentina no debería –por memoria y presente– permitirse.
También, claro, que sin la resistencia de los hombres a la trata y estos tratos, ni la prostitución ni la esclavitud sexual se van a terminar. El sueño del cliente superhéroe -que salva a la chica empantanada entre las sábanas sucias- no existe, es una ilusión, igual que las películas de Subiela. Se necesitan varones con agallas. Pero no machos. Hay clientes malos –como fueron malos los que cumplieron órdenes para ejecutar los vuelos de la muerte– y otros que son pobres tipos. Tampoco víctimas, ni menos que menos, santos o ingenuos.
Sí pienso que son, aunque no lo sufran de igual modo y a muchas feministas pueda darles urticaria también pensar en ellos, víctimas del machismo que los obliga a rendir, rendir y rendir. Pero, a diferencia de muchas mujeres, ellos no ven al machismo como su enemigo. Nunca como ahora los varones tuvieron el sexo tan sencillo –porque la mayoría de las mujeres asumimos que el sexo es un deseo y estamos gozosas de vivirlo–, pero sin embargo la prostitución y la trata crecen.
¿No es inexplicable? Salvo que se piense en dos mecanismos masculinos claves: el poder (el poder de mandar qué es lo que ellos quieren y no hacerle caso a Santa Rampolla sobre cómo hacer gozar a una mujer o detenerse en averiguar dónde queda ese clítoris que la televisión les muestra como si fuera una guía de autos que tienen que aprender a armar para que arranque) y la presión no sólo de rendir (que se les pare), sino de hacer gozar (el punto G que rebasó el pene).
Por eso, el Viagra no es para casos de emergencia, sino para varones que tienen –o sienten que deben– parecer erguidos. Y la prostitución, seguramente, es una salida para los que no quieren demostrar nada y en vez de buscar parejas (ocasionales o permanentes) donde liberarse, sentirán que se liberan de sus presiones pagando sólo por su propio goce.
Igual, la prioridad debe ser liberar a las mujeres. Pero también hay que pensar en despojar a los hombres de las presiones que los empujan a oprimir. Las dos son estrategias para no volver a tolerar, como ahora, otra generación de argentinos derechos –o erguidos– y humanos.
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