SOCIEDAD
› EL DIFICIL REGRESO A LA COTIDIANIDAD DE QUIENES FUERON SECUESTRADOS
Volver a vivir
Suelen mudarse, cambiar de teléfono y mantener un constante contacto con su familia. Algunos buscan obsesivamente el lugar donde fueron secuestrados. Todos tienen miedo. Página/12 habló con varios hombres que volvieron del secuestro.
› Por Alejandra Dandan
Antonio Echarri dejó su casa y el puesto de diarios donde trabajaba. Jorge Milito intentó tres veces encontrar el garaje y la fosa donde estuvo secuestrado. Guillermo Vaccaro vendió su maxikiosco y se despierta buscando las voces de sus secuestradores. Gino, su padre, también ex secuestrado, cambió la línea de teléfono y compró celulares para su mujer y sus otros hijos. Los Stefanich siguen en San Isidro, pero ya no confían ni en clientes ni en amigos. Todos corren a las páginas policiales de los diarios cuando escuchan algún nuevo caso de secuestro extorsivo. Conocen nombres, historias, datos, antecedentes, efectos y tejen hipótesis al mismo ritmo que los investigadores. Todos siguen con miedo, aunque lo traducen de distintas maneras. Página/12 habló con cada uno de ellos sobre el día después, sobre cómo construyen la vida después de un secuestro, o de ese encierro que en general parece perpetuarse después del rescate.
“¿Querés que te diga cómo es la vida después del secuestro?”, pregunta ahora María la mujer de Claudio Stefanich, empresario, metalúrgico, secuestrado el 19 octubre en La Matanza. “¿Querés que te diga? –insiste– Es una mierda, eso es.”
Los secuestros extorsivos existen en el país desde hace décadas, pero el antecedente que algunos sociólogos mencionan llega hasta los 30 mil desaparecidos producidos por el terrorismo de Estado de la última dictadura militar. Es ese imaginario el que vuelve a ponerse en funcionamiento, según algunos, ante los nuevos casos de secuestros. Ya no son las mismas víctimas, ni los motivos de las detenciones. Pero para quienes viven el cautiverio, la sensación de pérdida del dominio sobre el mundo propio y el entorno parece repetirse. “Yo tengo en casa un libro Nunca Más –dice Guillermo Vaccaro, que tiene 23 años y no conoce demasiado ni las secuelas de la dictadura ni la historia de muchos desaparecidos–. Muchas de las cosas que cuentan ahí eran parecidas a las pasamos nosotros.”
A Guillermo se lo llevaron el 6 de agosto con Gino, su papá. Hasta ese día, pasaba buena parte del tiempo administrando el maxikiosco de su familia en un barrio de clase media de Isidro Casanova, al oeste de la provincia de Buenos Aires. De los últimos secuestros, sólo había escuchado las historias del hermano de Riquelme, para muchos el caso más conocido. En su casa no tenía alarmas, en el negocio no había seguridad y su vida cotidiana no tenía precauciones. Todo eso cambió el día del secuestro: “Hacé de cuenta –dice– que después de eso firmás un contrato por tu vida con tipos que son delincuentes: vos pagás, claro, pero quién te asegura qué pasa después”.
¿Qué pasa después? Las respuestas son muchas. “¿Miedo? –se sobresalta Echarri padre–, no me quedé con miedo; no tiene sentido, creo yo, darse manija, y no digo que tenga poderes sobrenaturales pero controlo todo bastante con mi mente.” En cambio, para los Vaccaro las cosas no parecen resolverse con tanta facilidad. Ellos pusieron alarmas en la casa, pasaron del celular único a uno para cada integrante de la familia. Cambiaron el teléfono de línea, se retiraron de la guía y bloquearon la posibilidad de que el teléfono sea reconocido por un identificador de llamadas. Ya no dan el número particular y para encontrarlos hace falta la mediación de algún pariente menos preocupado. “¿Rejas? –pregunta Guillermo–, rejas tiene toda la familia, también los abuelos, pero con ellos no hay caso, cada vez que pasamos por la puerta los encontramos afuera.”
Los otros cambios de hábito son menos visibles pero de algún modo más estructurales. Desde aquel día, dicen, la familia está más junta casi como mutuamente vigilados: hablan por teléfono cuando llegan a destino, vuelven a comunicarse cuando salen camino al hogar y, finalmente, lo hacen otra vez, a dos metros de la puerta de entrada. “Fue un secuestro ex-tor-si-vo. ¿Sabés que significa? –pregunta ahora Vaccaro padre–: que a vos te tienen atado y los extorsionados son los de tu familia?”
La radio
Guillermo y Gino Vaccaro están ahora de visita en la casa de Jorge Milito. Durante un rato, escucharán al padre de los jugadores de fútbol hablar de esa otra vida que empezó el 24 de agosto, al mediodía, cuando estacionaba el auto frente a la casa de Bernal poco antes del secuestro. Entre el caso Milito y el de los Vaccaro pasaron veinte días. A los primeros los levantaron en el oeste del Conurbano, a Milito padre en la zona sur. Guillermo sabe que la provincia es grande y que, probablemente, sus secuestradores no sean los mismos que los del sur. Aun así, busca semejanzas, patrones comunes, coincidencias como para conocer algunos misterios que todavía rodean su encierro.
–Che –le pregunta a Milito–, ¿y a vos también te dijeron contá hasta tres minutos cuando te soltaron?
Milito dice que no.
–¿Y te pusieron la radio para que no escuches nada? –insiste.
–Si ¿qué? –dice Milito sorprendido–. ¿A vos también?
–Sí. Pero buscaban un walkman. ¿A vos te pusieron walkman?
–No, a mí me pusieron una radio. Evidentemente era una radio FM, no querían poner AM, por las noticias. Ellos mismos me decían a mí, ya están todos los medios en tu casa. ¿Qué, a ustedes igual?
Irse
En un escenario nacional que no mejora en el corto plazo, los secuestrados se plantean distintas alternativas, entre ellas los traslados definitivos al exterior. Así lo pensó Milito dos días después de su cautiverio. Ahora, a meses de aquel día, ya no quiere dejar el barrio, ni su tornería, ni a los empleados, ni a su madre. Pero sí tal vez a sus hijos: “Yo te digo una cosa –dice–, tengo a mis dos hijos y tengo que desear que les hagan un contrato para que se vayan a Europa, ¿y cómo es? ¿Te privas de tus dos seres queridos porque no te queda otra?”. A Milito padre lo tuvieron detenido poco más de veinte horas. Nunca supo dónde estaba, sólo sabe que desde su casa hasta el lugar del secuestro hubo unos 25 minutos de viaje. Como el resto, primero pensó que se trataba de un asalto y si-guió creyéndolo hasta que sintió el culatazo de un arma sobre la cabeza: “Ellos no te lo dicen –dice–, porque no saben cómo vas a reaccionar. ¿Te imaginás que te digan te estamos secuestrando?”.
Con el correr de los días, el tiempo fue desvaneciendo los dolores de los golpes, las burlas, pero no la urgencia por encontrar los detalles de su historia. Cada tanto, vuelve a escuchar las voces, el ruido de los zapatos golpeando un piso de parqué, imagina las dimensiones del lugar, los olores, el sonido del encierro, los silencios, a los que hablan todo el tiempo o a los que nunca se les oía la voz. Esa cadena de imágenes se repite y Milito las descubre cuando de pronto se sienta al volante del auto y se da cuenta de que intenta volver a un lugar que nunca reconoció: “Yo te lo voy a explicar –dice ahora–, apenas me soltaron agarré la Filcar y busqué donde estuve tirado, cuál era la zona: yo mismo hice la investigación... Volví por mi cuenta, como loco, fui como tres veces, no me sirve para nada porque no es que voy a lograr algo, no va a haber nadie ahí, pero yo mismo hasta se lo pedí al juez una vez”.
–¿Esa necesidad se vuelve obsesiva?
–No sabés cómo te trabaja la cabeza, terminás loco. Estuve con mi esposa y con la policía cuando me dieron una lista de teléfonos, miles y miles. Yo te digo, quiero reconocer uno, uno solo. Porque alguien pasaba los datos, que no me digan que no.
Vigilados
Durante los primeros cuatro días después de la liberación, Guillermo Vaccaro tomó pastillas antifóbicas, una cada seis horas. No encontraba la manera de salir de la casa. Tampoco podía dormir. El médico le recetó calmantes para la noche. Cuando volvió al kiosco, canceló todos los compromisos con los proveedores y buscó la manera de deshacerse del local. Durante esos días, las voces de los clientes sólo prolongaban el tiempo de encierro: “Me ponía a escuchar a los que hablaban –dice–, a todo el que me venía a comprar, medio que los miraba de arriba abajo, escuchaba tratando reconocer las voces del aguantadero donde me tuvieron”.
Esa situación de extrema vulnerabilidad, en la que cualquiera se vuelve sospechoso, aparece una y otra vez en los relatos. En general, quienes fueron víctimas no saben con quiénes estuvieron, no tienen pistas, no saben cómo se los llevaron ni las razones. Aun así, entre ellos existe una mirada compleja sobre la sucesión de casos donde evalúan la dinámica del poder, de los comportamientos criminales y de quienes en sus historias jugaron el rol de villanos. Antonio Echarri es uno de los más críticos. Tras la liberación, también él abandonó su casa, dejó su puesto de diario y decidió, por el momento, ser menos tolerante con la prensa y con los responsables de su encierro: “Usted y yo –dice ahora– sabemos cómo son estas cosas: en otro momento todo el mundo se la pasaba trayendo las cosas de afuera y nadie le importaba nada, ahora los muchachos dejaron de recaudar por donde podían recaudar y con los secuestros tienen otro modo de hacerlo, ¿o no?”.
Ese mismo tipo de desconfianza tuvo el caso de los Vaccaro. Cuando alguien llamó a la mujer de Gino anunciando el secuestro, la familia se reunió para planificar una estrategia. “Teníamos anotado el número de la Brigada Antisecuestros –dice Gino–, pero justo en esos días había aparecido muerto Diego Peralta y había denuncias contra los policías de El Jagüel.” Por esa razón, no hicieron la denuncia. La mujer de Gino llevó adelante los primeros acuerdos. “Hasta que en un momento –cuenta Gino– los tipos se le enojaron, ella les ofrecía sólo 5000 pesos, y a ellos les pareció una broma.” Se lo dijeron:
–Señora, usted está mirando mucha televisión, esto no es un secuestro express, esto es algo bien grosso.
La familia aún ahora está convencida de que los secuestradores tenían demasiada información. Sabían, por ejemplo, que Gino no había sacado sus ahorros del país, conocían sus movimientos bancarios, la fábrica y el número de empleados. “Por eso –dice Guillermo– éstos no eran pibes chorros. Yo veo a la gente que detienen y nada que ver. ¿Cómo hicieron para saber las cuentas bancarias?, ¿se fijaron en Internet?”
Lejos de ahí está María, la mujer de Claudio Stefanich, uno de los primeros secuestrados que pasó ocho días cautivo: “Todo esto te da a pensar un montón de cosas”, dice ella. “Con todo lo que pasa, con todo lo que está pasando en el país, yo creo que este caos a alguien le conviene, no digo que los de arriba lo generen, pero sí que les resulta práctico.”
A su marido se lo llevaron el 16 de mayo a las 9.20 de la mañana. Claudio recién abría el local de La Matanza y dos personas preguntaron por él; cuando salió lo subieron a un auto “por averiguación de antecedentes”. Así escribieron en el papel que le dejaron a su mujer. Pocos minutos más tarde, la familia sabía que la averiguación de antecedentes era un secuestro, habían comenzado las negociaciones telefónicas y les pedían 200 mil pesos para el rescate.
Después de la liberación, para los familiares empieza la segunda parte del secuestro: “Cuando todo termina –dice María– pensás que ya está, pero después te das cuenta de que la película sigue, que no se termina. Y no es que pienses que te va a volver a pasar, no, a lo que tenés miedo sonlos efectos”. La búsqueda de los responsables para todos se convierte en uno de las formas de ponerle punto final a la película, a una proyección que de otro modo no termina:
–¿Qué quiero? –dice Vaccaro padre–. Que me lo digan, que me digan quíen es mi enemigo, si vino de un familiar, de un amigo, del trabajo...
Por lo menos así, dice, sabría de qué defenderse.
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