SOCIEDAD › OPINIóN
› Por Martín Lozada *
La realidad cotidiana suele arrojar algunos datos que, por su notable persistencia, debieran ser tomados en cuenta con cierta atención. Uno de aquéllos se refiere a la frecuencia con la cual se suceden violencias de diversa magnitud en el interior de comisarías y establecimientos penitenciarios. Basta tomar las estadísticas disponibles y la amplia variedad de los casos existentes para apreciar que se trata de una problemática que exige ser abordada por los poderes públicos y por la sociedad civil de modo urgente y sin ambigüedades.
La custodia de aquellos funcionarios encargados de ejercer tareas de control sobre otros seres humanos no es una inquietud novedosa. Se le atribuye al poeta romano Juvenal la célebre formulación de “¿quis custodiet ipsos custodes?”; esto es, ¿quién custodia al custodio? Inclusive Platón, en La República, reflexionó acerca de quiénes y cómo podría ser protegida la sociedad de la clase guardiana, entonces a cargo de la defensa de la ciudad.
En nuestros días, esa necesidad de control resulta de un imperativo constitucional y derivado de ciertos instrumentos internacionales relativos a la protección y promoción de los derechos humanos fundamentales. Instrumentos que han sido firmados y ratificados por la República Argentina y cuyo incumplimiento trae aparejada, además de las responsabilidades penales de sus funcionarios, la propia responsabilidad internacional del Estado.
Lo cierto es, sin embargo, que asistimos a una dramática naturalización de las violencias que se ejercen en el interior de esas instituciones de secuestro institucional que resultan ser las celdas de comisaría y los establecimientos penales, así como otros sitios de reclusión coercitiva de la libertad ambulatoria de personas. Un proceso perverso que lleva hacia una única dirección posible: la existencia de un Estado dentro del Estado en donde rige un régimen de excepción, de no-derecho, que pretende legitimar de hecho lo que en realidad es ilegal y debiera ser objeto tanto de persecución penal como de repudio social.
Siendo tal el desarrollo experimentado por las nuevas tecnologías y tan importante su incidencia en la cultura colectiva contemporánea, que ya es hora de ponerlas al servicio de la protección de la dignidad, la integridad física y la vida de quienes se encuentran allí recluidos.
En tal sentido, resulta pertinente propiciar la instalación de cámaras de video dirigidas a registrar visualmente el día a día de esas instituciones, sus distintas dependencias, patios, pabellones, y el ingreso a celdas y calabozos.
Se trata de una suerte de panóptico invertido, donde los mecanismos de captación visual se dirigen hacia los funcionarios públicos que se desempeñan en esos ámbitos cerrados, refractarios y ajenos a los ojos de terceros. Tanto de las autoridades judiciales que deben ejercer un control de constitucionalidad de lo que sucede en su interior como de la sociedad civil y de los controles que deben ellas protagonizar.
Desde una perspectiva atinente a la prevención de los delitos que se cometan en su interior, la video-vigilancia puede cumplir un papel disuasivo de relevancia. Puesto que si las veinticuatro horas diarias del funcionamiento de una comisaría o de un establecimiento penitenciario habrán de ser objeto de registro visual, pues entonces es presumible que quienes allí se desempeñen se vean inclinados a respetar la legalidad vigente.
Estos mecanismos de control también están llamados cumplir un rol relevante en lo que a la efectiva persecución de los delitos que allí se cometan se trata. Máxime cuando la realidad indica de modo contundente que es materialmente difícil comprobar los hechos de violencia que se producen en el interior de esos establecimientos.
Ninguna afectación a la intimidad o a la privacidad debieran generar dichos registros visuales en tanto se encuentren pura y exclusivamente destinados a proteger los bienes jurídicos señalados. Registros visuales a ser utilizados tan sólo en el marco de procesos judiciales en marcha y por orden judicial que lo habilite.
Prueba de ello es que la propia organización no gubernamental Amnistía Internacional aplaudió la implantación en el año 2008 de dichas tecnologías en el interior de las comisarías autonómicas catalanas y criticó que ni la Policía Nacional ni la Guardia Civil hubieran cumplido hasta entonces con la adopción de medidas similares.
Como se verá, de lo que se trata es de llevar la lógica y la praxis del Estado de derecho a los recintos cerrados en los cuales se institucionaliza la privación de la libertad de las personas. Sitios en donde es el propio Estado el que reiteradamente desatiende la puesta en práctica de los estándares básicos que deben regir en nuestra democracia constitucional. Una deuda pendiente que es necesario comenzar a saldar mediante el despliegue de nuevos dispositivos de garantía y control.
* Juez penal, catedrático de Unesco en Derechos Humanos, Paz y Democracia por la Universidad de Utrecht, Países Bajos.
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