SOCIEDAD › LEJOS DE LA CULTURA SHOPPING, EL INGENIO DE LOS PEQUEñOS EMPRENDIMIENTOS PARA LAS FIESTAS
Pan dulce artesanal de una villa; cerveceros para zafar del desempleo; pequeños objetos de arte; formas de crear productos navideños sin tentar al consumismo.
› Por Soledad Vallejos
Signifique lo que signifique el espíritu navideño, cada diciembre se cumple esa ley según la cual de todos los rincones deben brotar posibilidades de consumo. Pero la oportunidad más previsible del almanaque no es, sin embargo, siempre sinónimo de compras tradicionales y megaeventos de shoppings, marcas conocidísimas o súper tiendas que aprovechan generar las fechas de más altas ventas antes de que el verano pacifique los gastos urbanos. A veces, las fiestas de fin de año son la excusa perfecta para que otros espacios aprovechen a abrir una pequeña vidriera. Un objeto adorable por motivos misteriosos, algo de comer, de tomar, artesanal de cabo a rabo y con la magia de estar al borde de lo excepcional pueden ser apenas la punta del iceberg detrás de la cual asoman, tirando suave de un hilo, escenas de la vida social. Mientras la nieve de telgopor sigue cayendo, pequeñas, y no tanto, gestas de todos los días navegan en el mismo paisaje con los Papá Noel, pero están lejos de parecerse a lo que habitualmente se asocia a su trineo. No es poco.
El año se consume en un mes. En realidad, ni siquiera un mes: en dos semanas. Alcanzan esos días, a veces, para evaluar lo que se ha hecho durante más de diez meses, para definir cómo será el próximo año. El proceso de ensayo y error puede, por lo general, reacomodarse, pero a condición de volver a ceñirse a esos plazos, porque tiempo es, justamente, lo que falta. En especial en casos surgidos de procesos de la economía social.
“Hacer y tirar si no se vende no podemos. No estamos para gastar materia prima al divino botón”, explica Paula en un rincón de una cocina amplísima, en el Bajo Flores. Cruzando la calle está el barrio Illia, hacia el otro lado, la Villa 1.11.14; hacia el restante, la Villa Rivadavia. Aunque al otro lado de la puerta la calle esté llena de chicas y chicos de guardapolvo, de algún perro, de alguna señora que pasa con un changuito, los GPS no dejan que los autos avancen un metro sin insistir con la letanía de “zona peligrosa, zona peligrosa”.
Ajeno a las advertencias, el aire huele a agua de azahar. A unos metros, cinco mujeres, a cuál más diferente en edad, en historia personal, terminan de amasar los bollos cuajados de frutas abrillantadas sobre una mesada que hace las veces de corazón del ambiente. El perfume que emana del horno indica que esta mañana la panadería escuela de la asociación civil Sol Naciente tiene pedidos por cubrir. Aunque amasen todo el año para acompañar con 100 kilos de pan las más de 900 raciones que sirven en el comedor cada día, es en noviembre cuando las mujeres albergadas en este hogar para víctimas de violencia –lo que dio nacimiento y sigue siendo el corazón del proyecto– comienzan a preparar el producto estrella de diciembre.
Hoy amasan Silvia, de 42 y poquísimas palabras; Elsa, de 23, y César Alejandro, su bebé de dos meses, que ahora está a upa pero suele quedar en un cochecito, cerca del área de trabajo; algunas tímidas. También está Sandra que, luego de “salir de la calle”, y porque pasó los últimos cuatro de sus 45 años aquí dice que es “la más vieja”, amasa como tentada. Pareciera que la sesión de fotos le da risa, pero el gesto sigue allí cuando cuenta que en este tiempo aprendió a hacer “panes, facturas, masitas, pizzas, pizzetas, tortas, ¡le hice la torta de cumpleaños a mi nene de 4 añitos!”. Aprender “no fue tan difícil, hay que tener ganas... y cuadernos, allá atrás tenemos cuadernos donde anotamos todas las recetas”. Los habrá de un kilo y de medio; con frutas, sin frutas, con poca fruta; con chips de chocolate. Todos serán envueltos en celofán transparente y coronados por una cinta de color. Cada pan dulce artesanal elaborado aquí obedece a un plan férreo: lo que los clientes hayan dicho que les gusta. Las elaboradoras lo saben porque en noviembre hacen pequeños pan dulces y los distribuyen entre empresas, donantes particulares que las conocen, o quienes les han comprado el año anterior. “Es como una muestra –explica Rita–, para que nos recuerden, prueben y si les gusta nos pidan, o nos digan cómo les gustaría, qué querrían.”
“Pero igual no se puede conformar a todo el mundo, no es fácil. Nosotras no podemos competir con las panaderías, con las grandes empresas que fabrican estas cosas”, aclara Lidia Hernández, alma mater de la asociación. Algo petisa, el pelo arrubiado, largo, la sonrisa detrás de unos anteojos muy coquetos, Lidia acaba de cortar un llamado y aprovecha para guardar el celular en el escote; se acomoda, vuelve la vista hacia la mesada, cuenta las cuentas que –se ve– conoce de memoria, como los rincones y horarios y rutinas del hogar: “El nuestro es artesanal y sale 35 el chiquito; el de súper está a 10 pesos. Los otros días nos dijeron que nos compraban 40, pero si los vendíamos a 7 pesos. ¿Cómo hacemos?”.
Sucede que la recaudación, así como es limitada, tiene también un derrotero claro. Se trata menos de lograr fondos para sostener el día a día del hogar que de juntar dinero para cerrar el año con una tradición del lugar. “El fin es que podamos dar un pan dulce y una bolsa con cosas a cada una de las personas que vienen a comer acá. Porque esa noche no estamos nosotras acá. Entonces armamos con lo que tenemos. Con pollo, con arroz, con mayonesa, con lo que consigamos y con lo que donen. Así sabemos que esas familias van a comer también esa noche.”
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