Mar 20.12.2011

SOCIEDAD • SUBNOTA  › EX DESEMPLEADOS TRANSFORMADOS EN ARTESANOS

Cerveza y cuero

› Por Soledad Vallejos

Es el tercer año, pero no todos los nombres se repiten ni todos se conocen entre sí. La razón es tan sencilla: de 2009 a esta parte, la cantidad de emprendimientos de la economía social creció, y con ella, la cantidad de personas involucradas. Hoy, por ejemplo, en la Feria de la Navidad (de 14 a 24 en Clay y Báez, Las Cañitas, hoy es el último día), hay 150 stands. Todo lo que muestran y ofrecen es resultado de microemprendimientos. Por eso, el Ministerio de Desarrollo Social, que organiza el evento, insiste en que, en estos casos, “se promueve comprar algo más que un producto”, al poner el acento en “una relación distinta de producción”. La diferencia, además de en las escalas, puede estribar en algo difícilmente comparable: las historias personales.

En diez años y un poquito, con su familia construyó un mundo desde cero. En el 2000, Vivian Roldán supo lo que era quedarse “de un día al otro sin un centavo, sin sueldo, con todas las deudas”. Recuerda todavía que “era una época tan jorobada que no te daban indemnización”, por lo cual que ella perdiera su trabajo en un banco y su marido, el suyo como jefe de planta de una fábrica de autopartes cortó la vida cotidiana como la conocían.

Dejaron la casa de Villa Ballester, se mudaron a la que hasta entonces había sido la casa de fin de semana en Los Cardales. “Por acá siempre alguien podía necesitar algún servicio, entonces nos ofrecíamos para hacer lo que podíamos. Mi marido iba por las casas golpeando, por si hacía falta cortar el pasto, hacer alguna cosa de electricidad. Yo hacía tortas, empanadas, ensaladas. Todavía me acuerdo de que me daba mucha vergüenza cobrar: no estaba acostumbrada”, cuenta Vivian, a sólo semanas de que una de esas ideas de la emergencia, que ya es una pequeña fábrica, se traduzca también en un local.

El click lo había hecho navegando por Internet: en lugar de destilar licores, como estaba de moda, decidió que se inclinaría por aprender a hacer cerveza. “Busqué en Internet, encontré un maestro cervecero, ahorré plata para hacer el curso, ¡mi hijo, que era chico, me prestó plata de sus ahorros!”, recuerda Vivian entre risas. También en ese pasado que queda tan lejos tuvo que ahorrar para comprar una olla de aluminio de 20 litros, algo básico para empezar a producir. “Y empecé con esa ollita: primero le vendí a un conocido, después iba a una feria de artesanos. Pero la cerveza artesanal no era algo muy conocido todavía, la gente miraba con desconfianza. Preguntaba, miraba, pero no compraba”, y todavía la familia, que Vivian llama “equipo cervecero”, estaba lejos de saber qué pasaría. Poco después, tras una capacitación para emprendedores, una ONG los seleccionó de entre la concurrencia para apoyarlos. “‘¿Qué necesita?’, me decían. Y yo no sabía qué pedir. Le decía que una olla de 50 litros. ‘Pero no, pida’, y me daba vergüenza. Bueno, les decía, una de 150 litros y de acero inoxidable, y barriles. Pero claro, yo decía ‘¿y ahora qué hago con esto? ¿Dónde voy a vender tanta cerveza?’. Y mirá lo que pasó: se fue dando.”

Pasó que tenían tanta confianza en que el producto era bueno, que haber vendido sólo una botella tras toda una tarde de invierno en una feria artesanal “nos ponía contentos igual”. El producto era tan artesanal que “la etiqueta que le pegábamos la hacía mi hijo con la computadora”. Pero “siempre dijimos: si es buena, ¿por qué la gente no va a comprar?”. Exposiciones gastronómicas gourmet (a las que fueron invitados por programas estatales para microemprendedores y, dice, resultaron “fundamentales”; por eso, “es el día de hoy”, dice Vivian, que ella ve en televisión a cierta funcionaria de primera línea del área “y lloro”), rondas de negocios en busca de inversores, y mucha insistencia después, La Reserva se elabora en una pequeña fábrica y está a punto de tener patio cervecero ad hoc. Poco antes de que empezara el despegue, Vivian dio un ultimátum: “Mi esposo hacía changas de mantenimiento de casas. Y después de estas cosas le dije ‘si el año que viene me va bien, dejás todo y hacemos sólo esto’. Fue así. Hace tres años”.

Claro que entre materias primas y escala de producción, la competencia de precios es difícil. “Un vaso nuestro de un litro de cerveza cuesta 25 pesos. Esa plata, en una pizzería, por una botella la pagás. Pero la nuestra es pura malta”. Embotellada, por las dificultades propias de la conservación a largo plazo de un producto artesanal, comercializan sólo una parte de los cuatro mil litros de cervezas roja, rubia y negra que producen cada mes. “Para una cerveza artesanal es bastante, eh”.

María Teresa Malagamba y su familia llegaron a Puerto Madryn emigrando “de Buenos Aires, de Ituzaingó”, después de que el 2001 dejara a su marido sin el “cargo jerárquico en la Bolsa de Valores”. Instalarse allí fue sencillo, “porque me gustó, quise quedarme acá”. Ella, que ahora tiene 65 y desde los 40 se dedicó a artesanías, como los “arreglos florales con flores secas”, explica que, aunque fueran “artesanos de larga data”, el proceso de profesionalizar eso que hacían sin la exigencia que significa vivir de ello resultó algo menos fácil. “Somos artesanos de feria de plaza de fin de semana. Bueno, hasta el 2005, que conseguimos un crédito para comprar materiales. Pasa que nuestro rubro es el cuero, hacemos cinturones, carteras, morrales, materos, que son ésos para guardar mate y termo... Requiere inversión. Igual, lo nuestro es artesanía urbana, no tradicional.”

En todo caso, ese crédito cambió todo. Por empezar, porque su “esposo era hippón cuando era jovencito, y sabía de artesanías. Entonces me enseñó a trabajar cuero”. Poco después, “vino mi hijo más chico, después los otros dos. Todos unidos, los cinco, pudimos hacer cosas, volar” cada cual con alguna cosa en particular, desde bailar tango profesionalmente hasta adiestrar perros y dar un mano con las artesanías. Por las dudas, María Teresa aclara que “igual todos sabemos todo”, porque a fin de cuentas se definen como un “núcleo familiar que trabaja junto”.

Ella, que de trabajar cueros nada, aprendió primero a diseñar carteras, monederos, “lo que va, cómo adornarlo, esas cosas”. Después, “a pintar, a coser”. “Bueno, en realidad se va aprendiendo siempre. Es como que empezás y... esta actividad no tiene techo, viste.” Por eso todavía hoy, aunque algo de su producción ya la exportan y continúan, a la vez, de gira por ferias del sur del país, se asombra de cómo el paso del tiempo en sus manos se transfigura en las mismas artesanías. “Todavía hoy hago un artículo que me parece precioso. Le saco una foto. Me encanta. Pero en seis, siete meses, la veo, la comparo lo que hago en ese momento, y eso que hice antes me parece feo.”

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