SOCIEDAD › OPINION
› Por Erica Carrizo *
Existe un relativo consenso en ubicar el nacimiento de la política científica y tecnológica hacia fines de la Segunda Guerra Mundial, momento en que la ciencia y la tecnología pasaron a ocupar un lugar estratégico en las agendas de los países del primer mundo. En los países en vías de desarrollo, esto motivó que diversos sectores científicos, políticos y militares comenzaran a promover la asimilación de la ciencia y la tecnología a la realidad del país.
A partir de este momento, se observaría la aplicación de iniciativas políticas concretas que apoyaron el crecimiento exponencial de la CyT a nivel mundial y que desde los sectores más positivistas fueron concebidas como motores “indiscutidos” de progreso social.
En este marco, el crecimiento y la consolidación de la CyT en los países en vías de desarrollo fueron acompañados por la aplicación de modelos teóricos universales que guiaron la formulación de políticas para el sector y de estándares internacionales para la medición de la producción científica, lo cual convirtió a la publicación en revistas de alto impacto en el principal criterio de evaluación de la ciencia y la tecnología. En términos de orientación temática, esta conducta se tradujo en la adopción histórica de las agendas de los países centrales.
A principios de los años ’60, varios acontecimientos comenzarían a desencantar el optimismo inicial y alertar sobre los riesgos ambientales y sociales asociados a los desarrollos científicos y tecnológicos: el DDT y sus efectos cancerígenos y medioambientales, los efectos devastadores de accidentes industriales como los de Bhopal (1984) y Chernobyl (1986), la aceleración del calentamiento global, la deforestación asociada al avance de la frontera agrícola, la progresiva orientación de los programas de estudios y de investigación de las universidades públicas al servicio de los intereses de las empresas multinacionales se destacan entre los diversos impactos y tendencias indeseables.
A nivel local, esto fue acompañado del nacimiento de una corriente de pensamiento que años más tarde se conocería como Pensamiento Latinoamericano en Ciencia, Tecnología y Sociedad (Placts), y que tuvo entre sus máximos exponentes a Oscar Varsavsky, Jorge Sábato y Amílcar Herrera, entre otros intelectuales latinoamericanos. Estos científicos y tecnólogos postulaban la necesidad de desarrollar una ciencia y una tecnología a escala nacional, vinculadas con los problemas sociales y productivos locales, y que adquirieran autonomía de la CyT desarrollada en los países centrales.
Oscar Varsavsky sería quién llevaría al extremo la necesidad de desarrollar una ciencia y una tecnología en el marco de un proyecto nacional, dado que “no cualquier estilo científico y tecnológico será compatible con un estilo de sociedad determinado”, sostenía.
Si nos centramos en el actual contexto de integración latinoamericana, podemos aventurar que están dadas las condiciones para proponer un movimiento renovador, que permita imaginar una ciencia, una tecnología y una innovación al servicio de un proyecto político nacional, que trascienda los usos vigentes al servicio de la sociedad de consumo, que estimule la recuperación del legado de nuestros pensadores, y, por sobre todo, que interpele el sentido de sus aportes a la luz de los desafíos actuales.
Entre estos desafíos, destacamos el de que las políticas de ciencia, tecnología e innovación (CTI) reconstruyan su lugar singular y su potencialidad en la resolución de problemáticas sociales y productivas locales, promoviendo la inclusión social y la ocupación del territorio. Que posibilite abordar temas tan relevantes para nuestro desarrollo como son la mitigación de la pobreza, la generación de fuentes de trabajo no calificado, el acceso a agua potable libre de arsénico y otros contaminantes nocivos para la salud humana, la erradicación del Mal de Chagas, entre otras problemáticas que asuelan a grandes sectores de la población.
A nivel productivo, esta postura implica un análisis integral de las múltiples variables ligadas a la definición, sostenimiento y viabilidad de iniciativas que contemplen las limitaciones y potencialidades productivas de las diversas regiones que integran el país, sin desvincularlas de su contexto cultural e histórico.
Y aquí deben jugar un papel clave las universidades, como instituciones privilegiadas en la producción, co-producción, difusión y democratización del conocimiento trabajando “codo a codo” junto a las comunidades en las que se insertan, asumiendo no sólo su responsabilidad académica, sino también recuperando su desdibujado pero ineludible compromiso político y social. Difícilmente podamos orientar nuestra CTI a la resolución de los problemas más acuciantes si nuestras universidades siguen “cautivas” de un sistema global donde la división internacional del trabajo científico deja para los países periféricos poco más que el seguimiento de las modas de la “ciencia mundial”, siempre a destiempo.
De ahí que resulte urgente avanzar en la construcción y consolidación de un estilo de desarrollo político, económico, social y ambientalmente sustentable, que no sólo privilegie el aumento de la competividad y el valor agregado de la producción o el “seguir de cerca” la frontera del conocimiento mundial, como aportes fundamentales y suficientes de la CTI, sino que también sea capaz de evaluar su contribución al bienestar de los ciudadanos y la preservación del ambiente natural.
Este último punto resulta particularmente importante en la coyuntura, dada la conciencia creciente de la ciudadanía sobre la relevancia de evaluar los riesgos e impactos medioambientales y sobre la salud pública de las actividades productivas que involucran a la CTI. Los efectos de los agroquímicos aplicados en el actual modelo de producción agrícola y de las actividades extractivas, como la minería a cielo abierto, cuyo estudio y abordaje integral deben profundizarse con la atención y seriedad que merecen, resultan casos paradigmáticos en esta dirección.
Quizás el mayor desafío que debamos asumir, conscientes de la ausencia de recetas válidas a priori, sea la promoción colectiva de una ciencia, una tecnología y una innovación capaces de contribuir contundentemente a un estilo de desarrollo inclusivo, que fije sus prioridades en función de nuestras necesidades más urgentes, preserve el medioambiente, estimule la producción nacional y las economías regionales y, por sobre todo, posicione al bienestar social como eje central de la acción estatal.
* Mg. en Política y Gestión de la Ciencia y la Tecnología (UBA)- Investigadora de la Universidad Nacional de San Martín (Unsam).
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