SOCIEDAD › OPINION
La autora señala que la familia “ideal” persiste sólo en la imagen y no en la realidad. Y advierte sobre las consecuencias que para las familias reales implica ese patrón idealizado. Por ello, propone a la Justicia un debate amplio sobre las nuevas formas familiares.
› Por María Cristina Ravazzola *
Desde hace más de 20 años, un grupo de investigadoras/es1 entre los que me cuento venimos describiendo cambios y configuraciones que se van haciendo cada vez más visibles en el conjunto de relaciones que llamamos “familia”. En mis observaciones, se hacían figura sobre fondo cambios que provenían de factores como mayor inserción laboral de las mujeresmadres, formas de reproducción tecnificadas, una mayor aceptación social de las uniones homosexuales, posibilidades laborales decrecientes de los hombrespadres, habilidades cibernéticas crecientes de las y los jóvenes, aumento de la longevidad, mayor autonomía de las mujeres en la vida sexual a partir del manejo de medios anticonceptivos, etc... Pero, de todas maneras, el fondo seguía siendo para mí, sin darme cuenta, la representación social de “la familia”, tal cual era y es transmitida desde los supuestos vigentes en la cultura y vehiculizada por las pautas a seguir en ámbitos de las instituciones escolares, la Justicia, las políticas públicas, los foros acerca de la salud mental.
¿Cuál es esa imagen? Con escasas variaciones comprende a un padre proveedor, contenedor, cuidador y protector de dos o tres niños y de la madre, generalmente algo más joven, quien se ocupa y es responsable del bienestar de sus hijos y de su marido aun si trabaja también fuera de su hogar, sujeta a las opiniones de este último, que es quien se conecta y conecta a su familia con el mundo público.
Como profesional de la psicoterapia y como terapeuta familiar, tengo que reconocer que nunca veía en la realidad cotidiana esa tal familia “ideal”. Esta concepción ahistórica, sin siquiera relación con variaciones en los tiempos y en las edades (¿cómo entendemos los vínculos familiares cuando los padres tienen alrededor de 60, 70 años y los hijos 40 a 50?) sigue, en el imaginario cultural, haciendo un efecto de fondo, generando comparaciones, colocando en el lugar de variaciones, cuando no de desviaciones, a las familias con las que contactamos cotidianamente.
Sin embargo, algunas de las investigaciones sociales e históricas2, fueron dando cuenta de que esa idea de Familia no correspondía a las relaciones familiares reales, sino que representaba una imagen que se corresponde con una propuesta ideológica que pretende preservar una entidad construida desde algunos sectores sociales, fuera de un marco de crítica y de debate amplio.
Esto quiere decir, entonces, que las variadas formas de organizaciones familiares que vivimos, experimentamos y observamos no son diferentes de una modalidad patrón, sino que ese modelo patrón no tiene existencia real, es una abstracción y, por lo tanto, las formas familiares de las que participamos y de las que nos ocupamos son formas diversas que las personas van transitando para cumplimentar funciones tan importantes como cuidar y proteger, ayudar a crecer y acompañar procesos de aprendizaje personal y social.
- Implicancias del paradigma de la diversidad para abordar el estudio de las familias. Pensemos las consecuencias de sostener ese patrón ideal de familia.
Desde ese supuesto ideal, las familias que existen son siempre variaciones o desviaciones del patrón; en comparación con ese patrón, las familias reales serían siempre falladas o deficitarias, o estarían en falta.
Desde ese supuesto ideal, los miembros de las verdaderas y reales familias tendrían que sostener posiciones y pertenencias familiares a personas que no juegan ni desempeñan las funciones que sus miembros necesitan (un ejemplo serían las madres y los funcionarios institucionales que conocen a un padre que es una presencia francamente negativa para los hijos, pero igual sostienen que esa presencia es necesaria –¿para quién?–3) en la vigencia del patrón ideal, quienes sí están asumiendo esas funciones necesarias –generalmente las madres y abuelas, y a veces algunos hombres con capacidades maternales– se sienten y son vistos como en falta porque si no está el padre algo de ese ideal no les cabe y van a ver disminuida entonces su sensación de dignidad, de respeto, de capacidad de gestión de sus derechos y de reconocimiento de sus recursos4.
Desde ese supuesto ideal, las familias reales, muchas de ellas contando sólo con las madres a cargo, van a ser descalificadas.
Desde esa supuesta familia ideal, sus miembros van a tender a empeñarse en lograr ideales inexistentes (en un ejemplo cercano, una mamá criando sola a un nene, concebido juntamente con un hombre que no asume esa paternidad ni se hace cargo de ninguna necesidad de ella ni de su hijo, lo llama para pasarle información sobre sus progresos y hasta le pone el teléfono en el oído para que escuche la voz de su “envase de padre”).
Desde ese supuesto ideal, las reales organizaciones familiares van a tender a no ser visualizadas por los actores culturales ni tan siquiera por sus mismos protagonistas.
Desde ese supuesto ideal, el supuesto déficit en el logro del ideal va a provocar sufrimiento, malestar y aun enfermedad en sus miembros.
Podemos evitar estas tristes consecuencias alzando voces que ayuden a legitimar las formas familiares diversas y a desarrollar miradas que investiguen la calidad de los vínculos en cuanto al desempeño de funciones que aseguren los apoyos necesarios, especialmente a los miembros más indefensos como son los niños y los ancianos. De lo contrario, se nos aparecen apreciaciones confusas que levantan derechos de padres o de madres que no son tales y que el imaginario social cree necesario sostener.
- Calidades de familias. A lo largo de mi trayectoria como terapeuta familiar, he tenido gran cantidad de experiencias que me hicieron apreciar el valor de los vínculos de amor en las relaciones familiares, incluyendo su enorme potencia sanadora cuando eso está presente y es puesto en práctica por quienes la conforman. Así y todo, esas experiencias también me dicen que esa amorosa disposición cuidadora y de mucha involucración en la crianza y en la socialización puede ser ejercida por las personas de cualquier sexo (no está ligada a hormonas ni genes) y cualquier edad que sean capaces de desarrollarla y de comprometerse para asumirla. Cuidar y acompañar nunca es fácil, es una tarea que exige ponerse en el lugar del otro que nos necesita, salirnos del primer plano, reflexionar serenamente y considerar prioritariamente lo que beneficia a quien cuidamos.
Desde mi experiencia, encontramos que quienes en número muy significativo asumen estas tareas de cuidado y se entrenan con responsabilidad para eso suelen ser mujeres: madres y abuelas, a veces tías y hermanas mayores. Y que se correlaciona con esto el hecho de que quienes más frecuentemente incumplen funciones parentales, y hasta a veces abusan de la confianza que les da su lugar familiar y maltratan o ejercen acciones de dominación son varones, padres por biología pero sin la verdadera acreditación que significa esa posición. En esos casos, así como en los que son mujeres quienes incumplen con ese rol cuidador, ni esos hombres ni esas mujeres deberían detentar el título de “padre” o de “madre” que, lamentablemente, entonces confunde por su enorme valor simbólico y emocional, así como también por su importancia legal.
- Invitación al debate acerca de las diversas formas familiares. Pienso que éste es un tema en el que debería instalarse un debate y una discusión amplia en sectores de la sociedad que tienen importancia en la vida de niños y jóvenes, como son los sectores educativos, judiciales y de la salud en general.
En los términos casi “sacralizados” en los que se sigue sosteniendo la existencia de una familia “ideal”, una especificidad del “lugar del padre” (todavía hay teorías psicológicas que lo identifican con “la ley”, dando a entender que no habría ley en ese proceso de socialización cuando no se convive con un padre), y una idealización acrítica de las madres, los niños terminan por no estar protegidos por las instituciones de la sociedad civil, en especial por nuestro sistema judicial. En muchos casos, los agentes de este sistema no están suficientemente capacitados como para reconocer penosas realidades que viven algunos niños que son muchas veces maltratados y abusados por quienes deberían cuidarlos y juzgan sin asesorarse suficientemente, sin escuchar a los niños ni a quienes tratan de protegerlos5, ateniéndose a protocolos que no registran avances de estudios científicos en esos temas, como son los aportes sobre los fenómenos disociativos que producen amnesias que ayudan a sobrevivir6.
Los profesionales de la salud nos vemos muchas veces frente a situaciones en que los niños son sometidos a relaciones abusivas que denunciamos, pero que sabemos que no van a ser tenidas en cuenta porque no podemos aportar pruebas inequívocas (¿será que esto es posible en este campo?).
¿Será entonces que en estas cuestiones familiares habrá que abrir nuevos debates, nuevas capacitaciones actualizadas y nuevas instancias de ayuda hacia las personas victimizadas?
¿O será que la protección hacia los niños nunca va a ser un tema prioritario para los adultos de la comunidad que se supone que deben asumir la responsabilidad de cuidarlos y legitimar sus derechos a crecer en plenitud?
Personalmente todavía espero que la capacidad de amor a nuestros niños pueda superar nuestros prejuicios y abrir estos necesarios espacios de debate.
* Médica psiquiatra, terapeuta familiar, docente. Autora, entre otros libros, de Historias Infames, los maltratos en las relaciones, Paidós.
1 En nuestro medio: autoras y autores como Eva Giberti, Catalina Wainerman, Beatriz Schmukler, Silvia Mesterman, Roberto Cicerchia, Silvia Crescini y yo misma, María Cristina Ravazzola.
2 En especial el trabajo de R. Cicerchia, notable historiador e investigador argentino, “Alianzas, redes y estrategias. El encanto y la crisis de las formas familiares”, en la revista Nómadas, Nº 11, Octubre/99-Abril/2000, Santa Fe de Bogotá, Departamento de Investigaciones de la Universidad Central, págs. 46 a 53.
3 Como se pregunta A. Ganduglia en el artículo “Revinculación: una nueva oportunidad...¿para quién?”, en el libro compilado por J. Volnovich, Abuso sexual en la infancia.
4 En relación con estas personas que detentan el título de “padres”, pero no lo sustentan con sus acciones, acuñamos la metáfora del “envase” de padre como contraste del “contenido” concreto que no rellenan, pero que igual produce un efecto poderoso en el imaginario de quienes sostienen su importancia.
5 Pam Keeble, “Chile Sexual Abuse-Non Offending Parents”, Protective Service for Children & Young People, Australia, February 1993.
6 Danya Glaser, “Child Abuse and Neglect and the Brain”, A Review. J. Child Psychol. Psychiat, Vol. 41, Nº 1, págs. 97116, 2000, Cambridge University Press, Great Britain.
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