SOCIEDAD
› DOS GEMELOS QUE SE CONOCIERON A LOS 56 AÑOS.
Encontrar el otro yo
Juan Carlos Pollola y José Antonio Mayotte tienen 61 años. Son gemelos, pero se conocieron hace poco: cuando uno de ellos fue a hacer un trámite, descubrió que era adoptado y que tenía un hermano. Lo encontró con un llamado telefónico que les cambió la vida. Ahora buscan al resto de la familia.
› Por Andrea Ferrari
Tienen la misma voz, la misma altura, los mismos ojos. Hasta en sus gestos, y sobre todo en la cuidadosa amabilidad con que se dirigen a los demás, uno puede encontrar semejanzas. Los dos tienen 61 años, están casados y cada uno tuvo tres hijos. Los dos se ríen cuando cuentan la historia, y se ríen igual. Nada que sorprenda si uno tiene en cuenta que son gemelos. Sólo que estos gemelos, Juan Carlos Pollola y José Antonio Mayotte, se conocieron hace cinco años. Cuando ya tenían una vida hecha, una vida que se dio vuelta el día en que Juan Carlos llamó por teléfono y le dijo a José que era su hermano. Ese día se trataron de usted. Ahora lo cuentan para este diario y vuelven a reírse.
Todo empezó el 14 de marzo de 1998, cuando Juan Carlos Pollola fue al Registro Civil a retirar la partida de nacimiento que había pedido para iniciar la sucesión de su padre. La sorpresa fue que no sólo le dieron la partida, sino también el legajo de su adopción. Y hasta ese momento, es decir hasta los 56 años, Pollola no tenía la más mínima idea de que era adoptado. Sus dos padres habían fallecido, de modo que ya no podía preguntarles nada. Pero todo estaba en esos papeles, hasta el nombre de su madre biológica, Rosa Juana Mayotte, el de sus abuelos maternos y el de los testigos. Y el lugar donde había nacido: el Instituto de Maternidad, hoy Hospital Rivadavia.
–Me quedé medio pasmado –recuerda ahora.
Siguió leyendo. Y lo que descubrió después lo dejó sin habla. Debajo de todo había una frase. Una frase que volvió a leer mil veces ese día:
–Decía: “Del mismo parto, nació otra criatura”. Eso me emocionó más aún que lo de la adopción.
Juan Carlos volvió a su trabajo, en Retiro. Primero llamó a su mujer para contarle. Después miró en la guía de Capital: no había ningún Mayotte. Entonces levantó el teléfono y discó el 110.
–Sólo hay un Mayotte –le dijo la operadora–: José Antonio.
–Ese es mi hermano –cuenta que pensó–. Porque en la partida figuraba el nombre de mi abuelo materno y era José Antonio. Entonces tenía que ser él.
El siguiente paso fue llamar a ese número. Al otro lado, respondió su sobrino Rubén.
–No le dije de entrada quién era –explica–, le hice unas preguntas sobre su padre, cómo era, cuándo cumplía años. Pero al final se lo dije: soy tu tío.
Rubén llamó a su madre y todos esperaron que volviera José Antonio del trabajo para anunciárselo: había llamado un hombre que decía ser su hermano.
–Ah, ¿mi hermano? –dijo José Antonio.
Es que era una noticia que de alguna forma había esperado toda su vida.
Senderos bifurcados
La vida de José Antonio había sido muy diferente de la Juan Carlos, aunque eso lo supieron mucho después. Su madre lo había entregado cuando tenía dos años.
–Era una familia muy humilde que nunca hizo los trámites –cuenta–. Después se separaron y yo quedé con la mamá de la señora que me había adoptado, es decir mi abuela. Viví con ella una vida medio cirujona. En el año 51, mi abuela estaba por morir: me llamó a su lado y me dijo que la vida me va a deparar sorpresas. Una de esas sorpresas era que yo tenía un hermano mellizo, que nos habían dado en adopción. Dijo: “A vos a una familia de Mendoza (la que me tenía) y a tu hermano a una de Córdoba”. Pero yo tenía 9 años, entonces eso me entró por una oreja y me salió por la otra. Como falleció mi abuela quedé solo: fui botellero, me vine atrabajar a Punta Chica. Pero eso de que yo tenía un hermano mellizo siempre me quedó en la mente, aunque nunca lo busqué.
José Antonio cuenta que cuando sus hijos eran chicos y veían alguna película en la que aparecían mellizos, él decía: “Pensar que yo tengo un mellizo” y los chicos se reían. “Qué vas a tener, mentiroso”, se burlaban. Nunca lo buscó: pensó que al adoptarlos tenían que haberles cambiado los apellidos y no podrían encontrarse. El mismo en su infancia, recuerda, firmaba como “José Antonio Oser”, porque ése era el apellido de la familia que lo había criado. Recién al sacar la Libreta de Enrolamiento vio su certificado de nacimiento y el nombre de su madre: Juana Rosa Mayotte.
Los dos viven en la provincia de Buenos Aires. Tanto Juan Carlos como José Antonio son sumamente creyentes. Para ellos, en su encuentro hubo una intervención divina. Porque son demasiados factores los que se sumaron:
–Si esa familia que me tuvo hubiera hecho los trámites de adopción, nunca nos encontrábamos –dice José Antonio–. Y además está el tema del teléfono: en mi casa siempre está todo a nombre de mi señora. Pero cuando fuimos a pedir el teléfono, había que llenar una ficha. Y mi esposa me dijo: “Llenala vos”. Entonces lo único que está aquí a mi nombre es la factura del teléfono. Y si no fuera por eso, no nos encontrábamos. Dios es el único que puede hacer estas cosas.
Claro que en nada de eso pensaba aquel día a las seis de la tarde cuando volvió a sonar el teléfono.
–Fue a atender él –cuenta su mujer– y yo oí que decía “hola, ¿cómo le va?”. ¡Se trataban de usted con el hermano!
Ahora todos se ríen. Porque ya pasaron cinco años de ese día y del encuentro que fijaron para el sábado siguiente. Como era difícil encontrar la casa, José Antonio mandó a uno de sus hijos a esperar a Juan Carlos en el cruce.
–Le dije cómo era, pero no hizo falta. Cuando lo vio, se tiró del auto: fue como verse a sí mismo cuando era joven. El, a esa edad, era igual que mi hijo.
Ese día hubo mucho tiempo para mirarse, para constatar semejanzas y diferencias.
–Mi hermano se hizo una cirugía plástica cuando era actor –aclara José Antonio–, si no tendría la misma nariz torcida que yo.
Y su esposa aún recuerda el impacto al salir a la puerta.
–Diga que mi marido estaba haciendo el asado, que si no, era igual, hasta la voz.
Sigue la búsqueda
–Pasame esos papeles, hermano –pide José Antonio.
Así se llaman: repiten una y otra vez la palabra “hermano”, como para reafirmar ese vínculo todavía un poco mágico. Cuentan que encontrarse cambió todo.
–A nosotros esto nos llenó de amor, nos cambió la vida. Empezamos a vivir de vuelta. Festejamos los cumpleaños como si fueran los primeros. El primer año, nos hicieron una tortita con una vela, lo pasamos fantástico. Ahora vivimos las vivencias de los chicos, los que se van casando, lo vivimos todo juntos.
Las historias son distintas pero también parecidas. Juan Carlos se casó en el ‘67, José Antonio en el ‘68. Los hijos tienen 34, 33 y 26, en un caso, y 36, 32 y 31, en el otro. Dicen que están recuperando el tiempo perdido en estos encuentros familiares y también en los viajes que emprendieron las dos parejas a bordo de un auto.
Pero también quieren saber más de su familia y, si es posible, encontrar a quienes aún vivan. Después de conocerse, buscaron por el apellido Mayotte. En vano: no había registro de su madre en Capital ni en Buenos Aires. Luego uno de los hijos rastreó el origen: creyeron que era francés, como una isla que lleva ese nombre. Intentaron con la embajada, enviaron cartas y nada. Todo cambió el año pasado, cuando Juan Carlos supo de la existencia de ¿Quiénes somos?, una agrupación que ayuda a quienes buscan su origen biológico (ver Página/12 del 18 de mayo). Ellos lo contactaron con el Consejo Nacional del Menor y la Familia, que acaba de entregarle los datos de su legajo de adopción.
Ahora saben que su madre, Rosa Juana, era tucumana. Y que en noviembre de 1942, cuando sus hijos tenían cinco meses, dejó a Juan Carlos en la Casa de Expósitos, en Montes de Oca 40. En esa documentación consta que Rosa no podía amamantar y no tenía recursos. Luego Juan Carlos pasó a manos de un ama externa, pero fue retirado al poco tiempo y entregado a una segunda ama. Al fin, recaló en un asilo para niños en la calle Reconquista. Allí, en 1946, fue su madre adoptiva a buscarlo, la única escena de la que él cree tener un vago recuerdo.
La documentación que llegó a manos de los hermanos también habla del destino de José Antonio: “Al mellizo que tenía con ella –dice– se lo dio a un matrimonio, un botellero muy humilde, sin hijos”.
Ahora los hermanos quieren encontrar al resto de la familia. En los últimos días supieron sobre su madre.
–Mamá falleció hace unos cinco años –cuenta Juan Carlos–, supimos que vivió en Vicente López, que estuvo casada y tuvo otros hijos. Hay uno que al parecer vive y nos gustaría encontrarlo.
Pero la historia tiene aún una extraña derivación más. José Antonio cree firmemente que su padre de crianza, Evaristo Oser, pudo ser en verdad el padre biológico de ambos. Se basa en el parecido físico y en algunos comentarios en la familia sobre un probable “amorío” que Evaristo habría tenido con Rosa. De ahí surge también la idea de hacer un examen de ADN con otros familiares de Evaristo para comprobar el parentesco.
–Nuestros hijos –cuenta José– ya no quieren saber más nada. Dicen “basta de parientes, basta de tíos”. Pero nosotros aún queremos encontrarlos.
Más tarde, cuando ellos se han puesto el mismo suéter que les regalaron a los dos sus hijos para un cumpleaños y ríen ante el fotógrafo en el jardín, Juan Carlos va a decir:
–No es que antes estuviera mal, pero desde que nos encontramos me siento, no sé, más completo.