Vie 24.05.2013

SOCIEDAD  › OPINION

Justicia y transparencia

› Por Washington Uranga

Los hechos comprobados de abusos sexuales en el seno de la Iglesia Católica han provocado ya gran cantidad de escándalos y siguen acarreando desprestigios y daño a la institución eclesiástica. Aquí y en muchas partes del mundo. Tomando como base los testimonios presentados en un libro de reciente aparición, Página/12, con la firma de Mariana Carbajal se hizo eco, en su edición del domingo último, de una nueva denuncia de acosos sufridos por estudiantes de un colegio católico de Turdera conducido por la congregación de los padres palotinos (rama alemana). No habría en esto ninguna novedad. Lo diferente surge a partir de la actitud adoptada tanto por el superior provincial de la congregación religiosa, Rubén Fuhr, como por el obispo de Lomas de Zamora, Jorge Lugones. El primero pidió a la Justicia que investigara los hechos denunciados y que se aplicara la ley en todo su rigor, que se buscara la justicia. El segundo, basándose en lo actuado por el religioso, no sólo lo respaldó, sino que se encargó de hacer público este apoyo a través de todos los canales que la Iglesia tiene para comunicarse con la sociedad.

En rigor, no es la primera vez que la propia Iglesia a través de sus autoridades toma el camino de denunciar ante la Justicia a presuntos acosadores. Pero el cambio de actitud consiste más bien en salir hacia la sociedad a reconocer el problema y a enfrentar la situación. En el lenguaje cotidiano, “a dar la cara”. No ha sido ésta la disposición que ha tenido hasta ahora la Iglesia, muchos menos sus obispos, frente a este tipo de circunstancias, pero tampoco ante señalamientos sobre complicidades con violaciones a los derechos humanos en otros tiempos. Por el contrario, el camino recorrido ha sido el de ocultar, callar, disimular y, cuando fue posible, entorpecer el accionar de la Justicia y eludir responsabilidades institucionales.

Más allá de que los hechos puedan finalmente resultar comprobados judicialmente y, si así fuera, merecedores de todo repudio y condena, es saludable que la institución reaccione de la manera que lo hizo en esta oportunidad. Es bueno para la sociedad, pero también lo es para la propia Iglesia Católica.

Seguramente en este caso ha influido la perspectiva pastoral y la trayectoria tanto del sacerdote Fuhr, en su condición de superior de la congregación, como del obispo Lugones. A ambos se los reconoce como personas preocupadas por la coherencia entre el decir, el predicar y el hacer en su actividad eclesiástica. Pero además habría que considerar que desde Roma y con sus actitudes firmes frente a los pedófilos y a quienes los han amparado (obispos, arzobispos y cardenales) el papa Francisco está fijando criterios y pautas de comportamiento para toda la Iglesia. También cuando reclama transparencia en la vida de la institución eclesiástica. En este y en otros aspectos, con su modo de actuar Francisco está promoviendo un clima diferente para la vida de la Iglesia Católica y ello puede, por un lado, suscitar nuevas actitudes y, por otro, invitar a sacar de la opacidad ciertas prácticas eclesiásticas que siempre se movieron en las penumbras.

Queda por cierto planteada la necesidad de revisar las condiciones que permiten que los abusos sexuales que han dado motivo a las denuncias sigan ocurriendo en el seno de la institución eclesiástica. Este es, en realidad, el problema más grave y la cuestión de fondo, la raíz del mal. Pero, mientras tanto, es bueno reconocer que se actúe institucionalmente de la manera que se hizo frente a una denuncia.

Quizá también éste pueda ser un antecedente que invite a que, en relación con el tema de derechos humanos y la información que eventualmente pueda obrar en archivos eclesiásticos, se pueda actuar en el mismo sentido. Abrir los archivos, facilitar la información, ayudar a la Justicia sería también una forma de iniciar un camino de reconciliación entre la institución eclesiástica y buena parte de la sociedad.

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