SOCIEDAD › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Días feos para una columna política. Cabía pensar que esperaría la relativa placidez analítica del cierre de alianzas para las elecciones primarias de agosto, que se dio sin grandes sorpresas al ratificarse que hay una cosa o la otra. No fue así.
Un oyente radiofónico, a través de las redes sociales, citó en estas horas unas definiciones de Enrique Pichon-Rivière: “El rumor tiene como objetivo tomar un hecho real y distorsionarlo. Su índole subversiva golpea algún punto vulnerable del receptor, eleva su ansiedad, lo conmueve y se difunde a tal velocidad que la desconfianza básica se instala y disminuye la capacidad de discriminación. Es un arma de guerra psicológica. Y puede ser la más contundente. Fomentar el miedo, desalentar, inquietar y deteriorar la autoimagen de una nación o de un sector son sus objetivos; su técnica, dentro del contexto de comunicación de masas”. Bien puede agregársele, si es por la cercanía entre rumor e información falsa, el valioso artículo que escribió Claudia Fernández Chaparro para Página/12 del jueves. Es la consejera por la Legislatura ante el Plenario del Consejo de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes de la ciudad de Buenos Aires. “Los organismos de derechos de niños, niñas y adolescentes y las leyes vigentes establecen y señalan permanentemente, a los medios de comunicación, cómo deben ser tratados los temas que se vinculan con las personas menores de edad. Lejos de ello, vemos cómo son expuestos; cómo su vida privada, sus datos, sus amigos y sus familiares desfilan por los medios de comunicación. Los periodistas les ponen el micrófono y con él escarban en el familiar dolido que, víctima también él, peca de indiscreto revelando datos que sólo tendría que volcar en la Justicia. Compañeritas de la niña asisten también a los pisos de los canales para dar testimonio ante las cámaras justicieras de su dolor adolescente. Y, poco cuidadas, son indagadas hasta el hartazgo. En los portales de algunos diarios aparecen estadísticas y archivos de otros crímenes, volviendo a exponer a otros niños o niñas, mal clasificados, de naturaleza diferente; pero no importa, no vamos a ponernos exigentes cuando la gente está tan ávida de información, aunque ésta sea sesgada. Los medios anunciaron durante todo el día que Angeles había sido violada, aun cuando no tenían el informe oficial de la autopsia. Durante la tarde, su intimidad fue ventilada sin que nadie pudiera parar esta escalada. Por la (misma) tarde, esto fue descartado en un informe oficial; pero Angeles ya había sido violentada por los medios”. En otras declaraciones, también publicadas por este diario, ayer, Fernández Chaparro alude al canal de noticias que mostró el dibujo de una joven atada y con una bolsa en la cabeza, para graficar la aparición del cadáver. Y señala a otro que, directamente, utilizó empleados del Ceamse –uno en particular, con el tamaño de la víctima– para establecer cómo podrían haber introducido el cuerpo en una bolsa y alojarlo en un contenedor. “Resulta imprescindible consensuar un protocolo donde participen los medios de comunicación, la Justicia, la Afsca y los organismos de derechos, que establezca un manejo ético de la información”, expresa la consejera.
Cabe temer que la aspiración de lograr ese consenso acaba siendo una ingenuidad, más allá de que reclamarlo es imprescindible porque de lo contrario sólo queda rendirse frente a la ley de la selva (en realidad, la jungla propiamente dicha tiene códigos mucho más leales: que uno conozca, no hay una mayoría de animales que se regodean con la sangre tras quedar satisfechos). El cadáver de Angeles fue efectivamente violado no sólo por la prensa de indesmentible vocación sensacionalista, sino también por muchos de quienes presumen no abrevar en ese estilo. Pero las cosas ni siquiera concluyen en la espeluznante obscenidad de tal actitud. Tras haber dicho, o sugerido sin mayores rodeos, que la chica había sido violada; tras amplificar el morbo fascistoide e incontenible de tuiteros, facebookeros y aledaños; tras compendiar –en toda redacción, gestos a cámara e inflexiones vocales imaginables– que estábamos ante otro caso de la extendida e impune inseguridad, en un santiamén se pasó a que era mejor, desde el principio, orientar la investigación sobre la familia de la chica. A poner cara de que lo habían advertido. A preguntarse cómo la pesquisa no contempló esa eventualidad. Detengámonos unos segundos, u ojalá largo rato, en esos títulos que hablaron del “brusco giro” en la exploración del hecho. ¿Giro acerca de qué, como no fuere respecto de lo trazado por los propios medios? A ver. Angeles presenta signos de haber sido violada. Esa zona del barrio Colegiales es tierra de nadie. ¿Ya investigaron a los empleados de la Ceamse? ¿A todos? Los vecinos denuncian que no cuentan con protección policial. Otra víctima de la inseguridad atroz. Las redes estallan de indignación. Y de golpe brutal, tan de golpe como para hablar de atrocidad mediática, anuncian el vuelco investigativo de lo que nunca estuvo parado en algún lugar que no fuese los inventos de los anunciadores del vuelco. En la noche del viernes, hubo portales que lucubraban sobre el carácter de “ensamblada” de la familia de Angeles. Y poco después, quien terminó detenido fue el portero... A esta altura del dale que va; de la arbitrariedad absoluta para lanzar como dato o indicio toda fantasía que lo es a sabiendas, no interesa, mientras se esclarezca, hacia dónde derive el caso de Angeles. Es más. Estas líneas son escritas con una comodidad prescindente de lo que suceda, porque nada de lo que la Justicia dictamine variará el concepto. Descartado, al parecer, que se trate de un crimen asimilable al delito urbano común, la prensa ya no tiene retorno en cuanto a haberlo suscripto sin chequeo alguno. Si fuera que es un episodio ligado a entornos íntimos o cercanos, u otra circunstancia, son capaces de jurar que lo primiciaron. O, más simple, silbarán por lo bajo sin ningún problema, validos de que jamás faltará la noticia –cualquiera– capaz de tapar el modo en que se abordó la inmediatamente previa; o la alejada cuyo impacto se perdió. Justo la semana pasada, por supuesto que sin la más remota repercusión mediática, la Cámara del Crimen de Morón liberó, por falta de pruebas, a los dos detenidos que quedaban por el asesinato de Candela Rodríguez. Otro suceso aberrante que conmovió al país. Váyase al archivo de lo espectacularizado y manipulado por los medios a fines de agosto de 2011. Y cotéjeselo con las probanzas realmente habidas. La impunidad de los culpables estremece. Pero no ocurre lo mismo frente al humo y el morbo vendidos por los medios, que no se incumben exclusivamente con aspectos de categoría profesional sino, y hasta en estatura prioritaria, con la alta probabilidad de que hayan entorpecido e influenciado la investigación.
Angeles Rawson era –como volvió a ser– el centro aplastante de atención periodística, no por lo espantoso del episodio sino por el uso del espanto, hasta que poco después de las 7 de la mañana del jueves se repitió una tragedia de trenes en la más temida o popularmente maldita de las líneas ferroviarias. El tratamiento que se le dio al tema guarda alguna relación, quizá directa, con el anterior. Hay una diferencia y es que, en el caso Angeles, las versiones arrojadas no sembraron dudas sobre el estar ante otro hecho de inseguridad. En el de Castelar, en cambio, los trascendidos apuntados derechamente a la imprevisión estatal (frenos defectuosos, controles inexistentes, maquillaje operativo, etcétera) se cruzaron con la eventual responsabilidad de los motorman; y más cuando, según el ratificado informe oficial, las unidades estaban inspeccionadas como se debe y las señales habían advertido del peligro al tren que avanzaba. Pero en los dos sucesos, finalmente, fue cuestión mediática que la culpa principal es de las autoridades, como eufemismo por este gobierno de mierda, esta corrupción que no se aguanta más, esta dictadura que nos mata cotidianamente, o cualesquiera de los sambenitos conocidos y vomitados con fruición.
Desde ya que el choque de los trenes terminó prestándose al manipuleo opinativo en un grado superior. Y no es para menos. Son los trabajadores quienes pagan de corrido las omisiones y complicidades del poder político. El ministro del área, aun bajo la excusa de que no se puede resolver en un año lo que no se hizo en cincuenta, reconoció que el transporte es una de las asignaturas pendientes del oficialismo. El soterramiento de Moreno a Once es una letanía anunciativa que produce cansancio y contraste con la ampulosidad de algún tren bala divulgado alguna vez. Pero no es ecuánime que especulen con esas cargas las gentes que vivieron de desguazar al Estado. Las que volverían a sumirlo en un papel de espectador, infinitamente más grave que el endilgado al Gobierno cuando una desgracia recuerda tanto de lo que falta hacer. El laburante tiene todo el derecho de indignarse, con el límite relativo de juzgar cuál es, al fin y al cabo, la protección mayor o el mal menor. En cambio, es inconcebible que discurran sobre los derechos de las mayorías, y la calidad de los servicios públicos, quienes ejecutaron y dogmatizan sobre la eficiencia del interés privado. Nobleza obliga, debe decirse que, ante la reiterada tragedia en el Sarmiento, las caripelas del aprovechamiento político no fueron los referentes de la oposición. Fueron los medios de comunicación que los conducen.
De esto último se trata.
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