SOCIEDAD
› OPINION
Contra el sentido común
› Por Marta Dillon
El sentido común suele ser una guía díscola –común a quiénes, es lo primero que habría que preguntarse–, y hasta tender zancadillas a las personas bien pensantes. Construido con frases hechas, saberes aprendidos por simple repetición, suele también guardar en su interior –como una navaja dentro de un caramelo– temores ancestrales que impiden ejercer el pensamiento crítico. De frente a la historia de Jorge, condenado en primera instancia a tres años de prisión bajo la caratula de “lesiones gravísimas” por haber mantenido relaciones sexuales sin protección con su pareja, Mariana, sabiendo que vivía con vih ¿cuántos se privarán de decir “¡qué hijo de puta!”? De hecho la sentencia fue informada en los medios de comunicación de Rosario sin que mereciera ninguna aclaración, ninguna queja. Sólo silencio. El mismo Jorge se asumió como culpable en un juicio oral en el que se desconocieron sus derechos más elementales a la intimidad y la confidencialidad sobre su diagnóstico de vih positivo. Derechos que están consagrados por leyes que en la década pasada se dictaron para, justamente, corregir el primer impulso del “sentido común” que convertía en peligrosas a las personas que viven con vih cuando lo único peligroso son las prácticas que favorecen el contagio. Pero como bien saben quienes trabajan en la defensa de los derechos humanos e individuales, la letra escrita no garantiza la vigencia de los derechos. No hay conquista en ese sentido que pueda considerarse plenamente adquirida, la reacción es como una ola que sólo se retira para volver en el momento exacto en que el “sentido común” indica que ya no es necesario preocuparse. ¿Para qué hablar de la discriminación racial si en Argentina no hay negros? ¿Para qué insistir con el sida si todo el mundo sabe cómo se transmite y que no es un problema de homosexuales si no que “nos afecta a todos”? ¿Y entonces por qué se condena a Jorge? Es la misma Mariana quien asume que los dos dejaron de usar preservativos de común acuerdo, porque “confiaba en él”. ¿Y él en que confiaba? Tal vez que ella no se infectaría, como sucedió con una pareja anterior, testigo en el juicio en su contra. Que la confianza no protege contra el virus es algo que ya no se repite suficiente, tal vez porque se considera aprendido. Aun cuando la infección sigue creciendo en el país con ritmo sostenido desde hace 15 años. Para el juez que lo condenó la responsabilidad sobre la expansión de la epidemia es de quien vive con el virus, no de la falta de prevención, de educación, de información que hizo que Mariana usara como barrera no al látex si no a “la confianza”.
El jueves pasado se conoció otro caso relacionado con el vih sida donde el miedo reverencial que despierta este síndrome quedó de manifiesto y en el que es todavía más difícil develar las zancadillas del sentido común. Es el de Héctor Pared, un sacerdote condenado a 24 años de prisión por haber violado a un menor a su cargo y haber abusado de otros tres, quien murió de sida el 1 de septiembre. La noticia se dio a conocer merced a una fuente judicial que se mostró escandalizada –“escándalo” fue la palabra que usó– porque el diagnóstico del reo se había mantenido en secreto, considerando que en el momento de la condena su serología debía ser considerada como agravante. Tanto es así que miembros del Tribunal Oral Nº 3 de Quilmes que lo condenaron secuestraron su historia clínica, violando así el secreto profesional y la confidencialidad a que tiene derecho toda persona que vive con vih o está enferma de sida. Las autoridades judiciales no sólo desconocieron ese derecho si no que además revictimizan otra vez a los menores sometiéndolos a un nuevo examen de vih, 3 años después de los hechos, aun a aquellos que sufrieron tocamientos por parte del cura. Tocamientos que implican una agresión intolerable, un abuso de poder además, que pueden dejar secuelas de por vida pero que no pueden transmitir el vih. También se pasó por alto en este caso que hay procedimientos de rutina para atender personas violadas que incluyen el análisis de vih, y que también es de rutina repetirlo pasados los seis meses del período ventana. La fuente que dio la noticia admitió que los análisis se hicieron en su momento, todos dieron negativopero los chicos –todos institucionalizados– se vieron sometidos nuevamente al miedo que implica esperar el diagnóstico –si una autoridad cree que es posible que su hubieran infectado por qué pensar lo contrario- y seguramente soportarán la mirada cruzada de sus pares en los institutos donde están alojados. No importa cuántos negativos haya habido antes, frente a la confirmación obtenida gracias a la muerte del cura todas las certezas parecen desintegrarse. El malo, el abusador, es más malo porque tiene sida. No importa si se lo dejó morir en la cárcel sin recibir atención adecuada como suele suceder a tantos presos y como parece surgir a simple vista ya que el cura no era tratado y murió como se moría hace años, cuando los tratamientos antirretrovirales no existían. Qué importa, era un hijo de puta, podría decir el “sentido común”.
Quienes vivimos con vih conocemos lo que significa la desinformación, el prejuicio, el miedo. El rechazo es una experiencia que conocemos dolorosamente. NO importa cuánto se repita que para protegerse de la infección por vih es necesario usar preservativo. El látex parece desintegrarse cuando alguien está frente a quien vive con el virus. Es decir, frente a esa posibilidad de la que siempre hay que cuidarse. Como se dijo al principio, no hay derechos adquiridos. Hay derechos que se ejercen y que necesitan para ser efectivos de un compromiso constante y militante. Derechos que son para todos, no sólo para los buenos. Eso de los derechos humanos de los delincuentes ya todos sabemos quiénes lo dicen. Pero a veces el miedo, el temor reverencial por ese rasgo de muerte que encierra el dulce placer del sexo, nos tiende zancadillas, nos hace callar, mirar para otro lado. Por supuesto que para muchos sería tranquilizador que quienes vivimos con vih tuvieramos alguna marca en el orillo. Así Mariana, por ejemplo, no hubiera tenido que denunciar a su pareja sencillamente porque hubiera huido de ella antes de intimar. Pero es nuestro derecho preservar nuestra intimidad y es el deber de todos cuidarse y cuidar a los otros. El sexo casi siempre está relacionado con la muerte, lo saben las mujeres que arriesgan su vida en abortos clandestinos. Una agresión sexual es una agresión contra la integridad de las personas y deja marcar indelebles que no necesitan de ningún virus para perpetuarse. El abusador debe ser condenado por eso y no por tener sida. Si Jorge obligó a su mujer a tener sexo y no quiso usar preservativo debe ser condenado por violación y no por otra cosa. Confundir los tantos es dejar que la ola de la reacción nos arrase y volvamos a fojas cero, cuando lo peligroso eran las personas con vih y no las prácticas que pueden transmitir el virus.