SOCIEDAD
Un tesoro cultural al borde del remate judicial
Washington Pereyra tiene la mayor colección de revistas culturales del continente. Invirtió todo lo que tenía en reciclar una casona para abrirla al público y ahora va a perder todo porque el Estado no le paga una deuda.
› Por Luis Bruschtein
Sobre la pared hay un ejemplar del primer número de la revista Prisma, donde jóvenes escritores como Jorge Luis Borges lanzan su desafiante manifiesto. Sobre una mesa está abierta una revista Claridad con poesías de León Trotsky y a un costado, en los anaqueles, se puede ver la colección completa de la revista Amauta, de José Carlos Mariátegui. Y hay mucho más, objetos míticos de tinta y papel acumulados como los tesoros de la cueva de Alí Babá.
Hay una vieja casona en Boedo, en Independencia y Colombres, que por fuera no dice más que una vieja casona reciclada. Pero hay que entrar advertido para no quedarse sin aliento. Uno se para y dice: “ábrete Sésamo”, y entra. Primera sorpresa, no hay libros todavía, sino una colección de fauna americana cuyas aves sirvieron, por ejemplo, para montar la exposición “Las aves de Leopoldo Lugones”, con las decenas de pájaros mencionados en el Libro de los Paisajes.
Washington Pereyra semblantea al visitante, explica algunos detalles sobre los insectos, serpientes, aves y cocodrilos que se exponen. Algunos fueron obtenidos en expediciones a las selvas colombianas, brasileñas o peruanas. Una vez recorrido el gabinete de Ciencias Naturales Dámaso Antonio Larrañaga, Pereyra encabeza la marcha hacia esa especie de planeta propio, o cueva de Alí Babá, que en este caso vendría a ser él mismo, o la Fundación Bartolomé Hidalgo, que fue un poeta uruguayo gauchesco que escribió Cielito de los Tupamaros y murió en Morón, provincia de Buenos Aires.
“Todo material es difícil de encontrar hasta que uno lo consigue; lo mismo pasa con las mujeres”, sentencia al entrar al gran salón de dos pisos con las paredes repletas de estanterías con libros del zócalo al techo y largos pasillos con más bibliotecas y libros, mesas para leer y un pequeño taller de encuadernación y restauración. Pereyra es librero, pero tiene más de cazador. “Detective”, corrige. Para ser exactos, es anticuario librero, o sea un librero “de viejo”, pero de raza. Algo así como un campeón en la materia, porque ha reunido la colección de revistas culturales latinoamericanas más importante del continente, además de libros y originales de textos de Alfonsina Storni y Leopoldo Lugones, o manuscritos de Alvaro Yunque, César Tiempo, Leónidas Barletta, José Portogalo y Gustavo Riccio, correspondencia de Pablo Neruda y de Rubén Darío y parte del archivo fotográfico de la revista Caras y Caretas. Tiene una carta de Almafuerte donde explica que con su sueldo de maestro paga el alquiler de una escuela. A las enumeraciones hay que agregar “entre otros”, porque es imposible hacer la lista completa de todo lo que tiene en los 80 mil volúmenes que forman esa biblioteca.
“Hay tres cosas importantes en la vida –explica–: el amor, la libertad y la lectura.” Y entonces muestra algunos ejemplares, trofeos y tesoros, colecciones completas de prácticamente todas las publicaciones del Grupo Boedo, Los Pensadores, Claridad, Revista del Pueblo, colecciones completas de Bohemia, Insurrexit, Campana de Palo, América, Anales de Buenos Aires, Calle Corrientes, del Grupo Orión y las principales del Grupo Florida, Prisma, Inicial, Martín Fierro, Nosotros, revistas de Rosario, de Córdoba, revistas literarias y de teatro, de cultura en general, publicadas desde 1890 en adelante. Están los escritores más grandes, los famosos o los menos conocidos, los que tuvieron su cuarto de hora y los de culto, pensadores y políticos. Están los rompederos de cabeza, las luchas, los gozos, las disputas y los amores de toda la gente que formó la cultura de Argentina y Uruguay, y también de América latina. Están encuadernadas con primor y uno cree que hasta huelen a tinta todavía, que todavía palpita el cerebro caliente que las escribió y el del que las leyó después de comprarlas en el quiosco hace cincuenta o cien años en esta misma ciudad. Los que murieron por esas ideas que escribieron, los que hicieron fortuna y hasta los que quedaron en el camino. Y hasta es posible imaginar las disputas o las lágrimas que provocaron, los respaldos entusiastas y los odios enconados, el escándalo de las damas o las secretas inquietudes.
Las puertas de la Fundación Bartolomé Hidalgo no pueden estar abiertas al público en general, porque muchas de las publicaciones son irreemplazables y frágiles por su antigüedad. Pero es muy visitada por investigadores de todo el mundo que pagan la módica suma de quince pesos para hacer sus consultas. “Aun así han robado cosas –reconoce Pereyra–, pero lo peor es que incluso recortaron o arrancaron hojas.” Sonríe: “Puedo entender que lo roben, porque al que le gustan los libros muchas veces se tienta, y yo lo he hecho alguna vez, fue más fuerte que yo –dice con el tono del coleccionista apasionado–, pero no puedo entender que mutilen un libro, que arranquen hojas o recorten ilustraciones, eso es un crimen, vandalismo puro”. De todos modos, la Fundación ha organizado exposiciones, charlas y otras actividades para hacer conocer este impresionante patrimonio cultural. El Gabinete de Ciencias Naturales, en cambio, puede ser visitado por cualquiera si paga dos pesos.
Mientras habla Pereyra, un joven alemán rubio y de anteojos permanece sumergido bajo una pila de libros. Está haciendo una investigación para un largometraje sobre la cultura alemana en Argentina. Hay una francesa que estudia la década del ‘20 en Argentina, una sanjuanina que bucea entre los surrealistas locales, una brasileña que investiga sobre prostitución y trata de blancas y una norteamericana interesada en los libros de Doña Petrona y las comidas argentinas.
La gira termina en un rincón del piso superior, donde está instalada la vieja Farmacia y Droguería San Cristóbal, cuyo dueño era hermano del físico argentino Teófilo Isnardi que había sido discípulo de Albert Einstein. Están las vitrinas, con los frascos de preparaciones, probetas y balanzas y en los cajones aún se pueden ver remedios de esa época. “Fue un pecado de coleccionista, la viuda del dueño no sabía qué hacer con estas cosas”, declara.
El proyecto inicial de la Fundación era mucho más ambicioso. Pereyra quería levantar un edificio de varios pisos junto a la casona. En el primero estaría la historia de la imprenta en el mundo y en América latina, y los demás pisos estarían dedicados cada uno a la producción literaria de países latinoamericanos. Cada piso sería administrado por la embajada respectiva y tendría capacidad para alojar a los investigadores.
Hecha la recorrida y dada la explicación, Pereyra se pone serio: “Todo esto es muy lindo, pero va a desaparecer por la crisis”. En 1996 vendió la librería Colonial y, para crear la Fundación, vendió 9007 volúmenes a la Biblioteca Nacional a un precio de 200 mil pesos o dólares. Como tardaban en pagárselos, pidió prestado y consiguió algunos apoyos para comprar la casona. Tras cartón la hipotecó para acondicionarla. El pago se atrasó, acumuló intereses y cayó la crisis, pesificaron la deuda y cuando le paguen, lo harán con bonos. En pocos días más la hipoteca y sus deudas caerán sobre el capital intelectual acumulado de los argentinos más impresionante, fuera de los que acopia el Estado y, en algunos aspectos, incluso más completo. En una columna Pereyra enmarcó las negativas de los Bancos Nación y Ciudad a apoyar la Fundación.
“Yo quisiera que el jefe de Gobierno de la Ciudad, Aníbal Ibarra –afirma–, se acercara hasta aquí para que vea lo que tiene en Buenos Aires o que venga el secretario de Cultura de la Nación, Torcuato Di Tella. Nadie que esté interesado por la cultura puede permitir que esto se pierda.”
Pereyra dice que hace pocas semanas visitó la casona el rector de la Universidad de Nôtre Dame, Illinois. Señala una cajonera con mesada de unos ocho metros cúbicos y dice que si llena una caja de ese tamaño con sus libros, podría pagar gran parte de la deuda. Pero eso significaría desmantelar gran parte de este patrimonio. “Hay compradores, el rector me dijo que pusiera un precio, pero si yo empiezo a vender, la colección desaparecerá, quedarán restos sin demasiado valor. No se trata de máquinas, automóviles o electrodomésticos, ni siquiera lo considero un capital propio en dinero. Podría vivir mucho mejor si todo esto fueran billetes y no libros. En realidad, sería millonario con todo lo que puse acá y lo que vale. Pero me quedo con el placer de haberlo reunido, todo esto es impagable por lo que representa para nosotros. Vender sería como suicidarme. Tiene que haber alguna solución. Pero la verdad es que ya casi no queda tiempo...”
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