SOCIEDAD
› UNA ARGENTINA TRABAJA EN LA RECONSTRUCCION DE AFGANISTAN
Roxana, de Belgrano a Kabul
Hace poco más de un mes, Roxana Bassi, una ingeniera de 33 años, llegó a Afganistán para trabajar en el programa de la ONU de reconstrucción de ese país. En una charla con Página/12 contó cómo es la vida en una ciudad devastada por la guerra, militarizada y con fuertes resabios del régimen talibán.
› Por Mariana Carbajal
Cada noche tiene que tener la valija preparada para una posible evacuación al exterior si hay riesgos o ataques, y de día no puede ir sola a ningún lado. Si sale a la calle, debe cubrirse la cabeza y es probable que un tanque militar la apunte con su mira láser para hacer una verificación al azar. Es que Roxana Bassi está desde hace poco más de un mes en Kabul. Tiene 33 años, es ingeniera en Sistemas de Información y llegó como voluntaria para instalar las redes de comunicaciones en la capital afgana. Roxana es la única argentina en el programa de la ONU de reconstrucción de este país, devastado y empobrecido por más de veinte años de guerras, que se prepara para votar en septiembre un gobierno legítimo, en unas elecciones en las que podrán participar por primera vez las mujeres. En una interesantísima charla con Página/12, Roxana relató su experiencia, el choque con la cultura musulmana y las restricciones que debe enfrentar diariamente en una ciudad militarizada a un grado tal que los frentes de los edificios tienen alambrados y casetas con personal con ametralladoras, en las puertas de las casas hay guardias armados, las calles tienen barricadas y es frecuente ver por el cielo helicópteros y aviones de guerra.
Roxana nació en Lomas de Zamora y se graduó en la Universidad Tecnológica Nacional. Tiene un extenso currículum y hasta el momento de partir a su gran aventura se desempeñaba como consultora en diversos proyectos, además de ser docente en la UTN. En Buenos Aires dejó su casa (un PH reciclado en el Bajo Belgrano) a su marido, documentalista y periodista, a su perro Chorritud y a dos gatas, Gatilla y Mau.
–¿Tuviste dudas de viajar?
–No. Desde el ofrecimiento hasta la decisión de venir me tomé una semana para pensar pros y contras y pensé que las ventajas superaban a los riesgos. Pero mucha gente pensó y piensa que es una locura irme de un país como el nuestro a uno en guerra, y además inmerso en una cultura musulmana que nos es muy ajena.
Roxana fue contratada por seis meses por las Naciones Unidas, en el marco del Programa de Reconstrucción de Afganistán, que apunta a desarmar la gran cantidad de milicias que todavía quedan y a contribuir a la estabilización del país. Es subjefa de Sistemas y su tarea consiste en instalar las redes de telefonía, satélite y estaciones de trabajo y telecomunicaciones que las diversas oficinas nacionales requieren. El sueldo que recibe –dice ella– no es gran cosa: como es voluntaria y no personal del staff de la ONU, le pagan solamente lo necesario para vivir y comer, aunque le permite ahorrar un poco.
Dice que la atrajeron el desafío y la libertad que implican construir algo nuevo y también el desafío personal de enfrentar la soledad, la falta de sus afectos, un lenguaje extraño: “Quería aprender cómo es un mundo salido de la guerra y creo que la experiencia también me va a servir para aprender a ser una mejor persona y ser un poco útil a la humanidad”.
Antes de emprender el viaje al otro lado del mundo (del que nos separan siete husos horarios y medio), Roxana tuvo que aprender algunas reglas básicas para occidentales: en público, en Afganistán, las mujeres sólo pueden mostrar las manos, los pies y la cara, y tienen expresamente prohibido tocar a un hombre (ni siquiera una palmadita en el hombro).
–Las mujeres saludan a los hombres estrechando la mano, pero si ellos inician el gesto primero. Y sólo se besan entre hombres y mujeres muy cercanos, como hermanos. Las mujeres tampoco pueden tener una reunión en privado. Por ejemplo, si quiero hablar en privado con una persona de mi equipo debo dejar la puerta abierta.
También tuvo que aprender cosas tan impensadas para la vida en la Argentina como a no sonarse la nariz en público.
–Ante una urgencia se debe pedir disculpas, salir del cuarto y sonarse donde no te vean –cuenta.
Con respecto a la vestimenta, más allá de tener que cubrirse las piernas y los brazos, le sugirieron usar un pañuelo en la cabeza –menos en las oficinas de la ONU– y tratar de taparse la cola con remeras largas.
Para imaginar cómo es Kabul, Roxana cuenta que hay que tomar un barrio de Buenos Aires, como Once, dejar que pasen 20 años sin reparar las calles, colocar un clima montañoso y polvo por todos lados.
–Me dicen quienes conocieron la ciudad hace 25 años que está irreconocible, que tiempo atrás llegó a ser una ciudad europea en Asia, una de las más modernas, con sus hoteles internacionales, parques, escuelas, museos, zoológicos. Es muy shockeante el grado de destrucción de los edificios; las fuentes están rajadas y secas; los monumentos, rotos y el lecho del río, seco y lleno de basura. La gente convive con las ruinas. Los frescos, estatuas, azulejos, puertas decoradas, todo fue destruido por los rusos, los talibanes y los norteamericanos, con el bombardeo de hace tres años.
–¿Se ven resabios de los talibanes?
–Sí, en todos lados. En la TV se siguen viendo programas talibanes. Se ven talibanes en la calle y los distinguís porque son diferentes físicamente y en el vestir. Pero se ve más flexibilidad, como por ejemplo que los jóvenes se afeitan: antes eran obligados a tener barba, y las mujeres se maquillan y pintan las uñas, algo que antes estaba prohibido y penado. Además, las chicas van de nuevo a la escuela, a la universidad y hay radios, música, que también estaba prohibida. Y no todos respetan las obligaciones tradicionales como rezar las 5 veces al día o no beber alcohol.
Encierro virtual
Al llegar, esta audaz ingeniera en Sistemas de Información tuvo que hacer algunos cursos bastante peculiares como aprender a detectar minas terrestres, a negociar con secuestradores, medidas de protección para andar en la calle y de seguridad cuando está en una casa o en un hotel.
–No sé cuánto de lo que ves en el curso podrás aplicar durante los hechos reales, pero seguramente lo que buscan es incitar a la reflexión y generar en uno conciencia de los riesgos a los que puede exponerse. También la ONU te da cursos acerca del país, su historia y cultura, el Islam, costumbres, de modo que trates de minimizar tu invasión cultural en la población. También te enseñan a manejar la distancia a tu casa, la aislación y el stress.
Estos tres últimos puntos no son temas menores para la ONU. Como Kabul es un destino de alto riesgo y, además, no hay entretenimiento posible, el personal contratado –entre 400 y 500 extranjeros participan del Programa de Reconstrucción de Afganistán, entre los cuales ella es una de las pocas latinoamericanas– es obligado a salir del país cada seis semanas.
–La ONU te paga para salir un valor fijo que cubre todos los gastos y vos podés elegir a dónde irte, si querés puede ser por la región. Muchos van a la India, Pakistán o Emiratos Arabes y allí se encuentran con sus familiares, porque ellos no pueden entrar a Afganistán. También podés volverte a tu casa.
Dice Roxana que de noche Kabul es una ciudad muy difícil, ya que no tiene alumbrado público, hay muchos baches y barreras y no existen carteles con los nombres de las calles.
–Una noche no podíamos encontrar el hotel y reclutamos a un policía local que muy amablemente se subió a la camioneta y paseó con nosotros, porque tampoco tenía idea de dónde estaba el hotel.
Vive en una especie de pensión donde alquila un cuarto con baño compartido y le lavan la ropa, a 35 dólares por día. Como todas las noches se corta la luz, un elemento fundamental para poder bañarse es llevar una linterna a la ducha. A las 7.45 la pasa a buscar la camioneta de la ONU que la lleva su trabajo.
–El complejo de la ONU es muy grande, casi una ciudad en sí misma. Allí adentro la gente luce vestimenta occidental y si no fuera porque se escuchan las lenguas locales, se diría que es una oficina de Naciones Unidas que bien podría estar en cualquier parte del mundo.
Como los demás extranjeros que trabajan para la ONU, Roxana sufre las restricciones de movilidad que le imponen por razones de seguridad. No puede trasladarse por la ciudad sola: siempre tiene que ir en una camioneta y acompañada por un chofer de la ONU. Fuera de trabajar –dice– no hay mucho más que hacer. Puede asistir únicamente a ocho restaurantes que las Naciones Unidas consideran seguros. No hay conciertos ni discotecas. Tampoco bibliotecas a las que pueda concurrir. Existe sí una suerte de club de la ONU (con pileta incluida) donde sólo pueden ingresar los extranjeros. Se llama Unica y es el único lugar de Kabul donde hay libertad de vestimenta para las mujeres. En Kabul hay dos cines, pero uno es en francés y el otro en dari, la lengua local comercial.
Pero como en la ciudad hay toque de queda de 22 a 5, durante ese lapso no se puede andar por la calle y no se escucha ningún sonido. La militarización es extrema.
–En las puertas de todas las casas hay guardias armados. Los soldados hacen las compras en el almacén con la ametralladora colgando. Hay tanques en las calles, que te apuntan con miras láser en verificaciones al azar; los frentes de los edificios tienen alambrados y casetas con ametralladoras y las calles tienen barricadas. Vuelan helicópteros y aviones de guerra. Es tan fuerte que no pasás ni un momento sin olvidar que esta tierra pasó 23 años de guerra y dos de posguerra. También hay muchos mercenarios en los bares y restaurantes.
Aunque en un punto la agobien, las medidas de seguridad son justificadas.
–Debemos informar por radio sobre nuestros movimientos cada día. El peligro existe porque se esperan ataques en cualquier momento, especialmente contra personal de la ONU. Hay mucha agresión contra los que trabajan en la registración de votantes para las elecciones de septiembre. Tenemos que tener todo listo, como la valija hecha cada noche, para una posible evacuación al exterior si hay riesgos o ataques.
Lo curioso es que, a pesar de vivir en semejante contexto –y eso la sorprende–, Roxana no siente miedo. Ni aun después de la caída de un misil cerca de la Embajada de Estados Unidos, en la noche del 15 de junio.
–¿Ya te acostumbraste a la vida allá?
–Creo que como humano te acostumbrás a cualquier cosa, aun a este encierro virtual. Obviamente, se extraña, porque acá las relaciones con la gente son muy superficiales, no hay más que camaradería y no tenés contacto con casi nadie fuera de la gente de la ONU. Y para los latinos, la falta de tacto... no sé cómo decirlo, no poder tocar a la gente ni siquiera en el hombro... se hace difícil. Pero la amabilidad de los locales lima las asperezas y hace más fácil la estadía.
En un par de semanas, Roxana dejará su encierro virtual para cumplir con la salida obligada y se encontrará con su esposo en Dubai por una semana. “La soledad, el shock cultural y el aislamiento –dice– no se pueden imaginar hasta vivirlos.”
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