Kabul es una ciudad de más de 6 mil años. Está a 1900 metros sobre el nivel del mar, en un valle muy seco. El clima es continental seco, con unos 30 grados en casi todo el verano y frío intenso en invierno. En la época estival –actualmente–, todos los días están despejados y casi no llueve. “Las casas –cuenta Roxana– son de ladrillo o barro, de paredes muy gruesas, y nunca pasan de las dos plantas. La ciudad es toda muy bajita.” Hay un solo banco, pero ni un cajero automático. “Tampoco existe un solo lugar donde usar una tarjeta de crédito. No hay correo nacional y sólo se pueden enviar cartas a través del correo de la ONU”, describe Roxana. La telefonía celular es una rareza. Recién llegó a Afganistán hace poco más de un año y sólo a algunas ciudades y a un costo bastante alto: 0,40 dólares el minuto en un país en el que el sueldo medio es de 40 dólares. “Si hay telefonía local, no es mucha, nadie tiene líneas fijas porque la infraestructura está destruida por la guerra, así como la del agua, el gas y las cloacas.”
Previsora, Roxana metió en su valija desde shampoo y cremas hasta caramelos y chocolates pensando que en Kabul le resultaría difícil conseguirlos. Error. “Los supermercados –dice– están tan bien provistos como uno de cualquier lugar del Primer Mundo... y ¡más barato que en Argentina!”