Vie 07.06.2002

SOCIEDAD  › LA HISTORIA DE UNA FAMILIA DE IAPI QUE ACOGIO A CHICOS AJENOS

“Para que no los dejara en la calle”

Página/12 dio a conocer ayer la situación del barrio IAPI, en Quilmes, donde los chicos comen ratas, sapos y se faenan caballos. Aquí, una familia de la zona cuenta cómo recibió a dos chicos que una madre dejó porque no podía alimentarlos.

› Por Alejandra Dandan

“Escúcheme señora, ¿usted no tiene familiares, nada, donde pueda dejar a sus hijos?” La mujer no los tenía. Por eso los dejó en casa de los Acevedo, una de las familias del barrio IAPI, donde los chicos del hambre aprendieron a comerse los sapos. Esa familia recogió a dos chicos de 8 y 6 años de edad: la última apareció hace dos días a diez metros de la puerta de casa. Los dos son de la misma mujer y llegaron por las mismas razones que parecen ir desintegrando al barrio: la falta de comida. Este caso es advertido en la escuela como uno de los emergentes más críticos de la situación. Los Acevedo son, por ahora, la única familia que alimenta a otra con unas pocas gallinas, un litro de leche por día del Plan Vida y con los ingresos producidos por el carro con el que el jefe de familia recoge botellas y cartones.
Los dos hermanos aparecieron en la casa de David y Graciela Acevedo en distintas oportunidades. Hace treinta días llegó Fabián, el más grande, de 8 años. Y el miércoles a la noche, cuando en el país comenzaban a conocerse las dimensiones de la crisis en el barrio, alguien de la casa oyó en la puerta a una nena llorando.
–Digo una cosa –dice David, el hombre de la casa–: No es que yo me queje, pero ¿qué pasa con la familia, viejo? No es que diga mirá, me cargosean, no, nada de eso. El Fabián es un espectáculo, viste. ¿Pero cómo es esto? ¿No hay un padre? ¿Un hermano? ¿No hay ni parientes?
–¿Hablaron con la madre?
–Acabo de hablar con ella: está en el hospital.
En ese mismo lugar la conocieron. Eso fue hace dos meses cuando Graciela se internó durante treinta días con una de sus cinco hijos en una sala del Hospital Finocchieto de Avellaneda. La otra mamá compartía el cuarto con ella. Y lo hizo durante un mes. La mujer tenía internados a sus tres hijos. Fabián tenía infecciones en un oído, Hugo el más chico empezaba con un tratamiento por una afección en el estómago: “Tenía la panza inflamada, no sé por qué... problemas familiares, que vienen de herencia. No sé si por hambre”. No lo sabe pero lo averigua. Al lado está la nena de seis:
–¿Pasaban hambre ustedes cuando estaban solos ahí en la casa, mamita? –le pregunta Graciela.
–...
La nena no habla. “Dormían en el piso con un colchón –dice Graciela–: a veces el padre los echaba a la calle y dormían en la calle con el colchón así, sin techo ni nada.”
Graciela fue conociendo todos esos detalles con el correr del tiempo. Cuando a Fabiana, la mamá de los chicos, le dieron el alta no pudo volver a la casa. La puerta estaba cerrada, sus cosas habían quedado del lado de afuera. También las de sus hijos. “Discutían, tomaban mucho y se quedó sin casa; hasta ahora no tiene casa y está en el hospital hasta que le den el alta al nene.”
Cuando Graciela dejó el hospital, en su casa todavía vivían nueve personas: su marido, sus cinco hijos, ella y uno de los compañeros de carro de David. Dos días después, aquella mujer llamó a la puerta: “Se ve que se agarró cariño: vino un día acá a casa, estuvieron acá, vio el clima, durmió y me trajo al nene: ‘Bueno, dejalo’, le contesté porque no quería que deje en la calle al chico, entonces lo dejé en mi casa”.
En el colegio conocen esta parte de la historia. La familia aprendió a multiplicar porciones de comida a veces invisible: “El chico que vive en casa limpia la panadería y a cambio consigue el pan”. Para el resto de las cosas, ayuda lo que va juntando David con su carro. Cuando llega a los dos pesos, Graciela sabe que esa tarde pasará por la carnicería del barrio para llevarse alitas. “Y casi un kilo me dan de alitas: alcanza para dos veces, les hago guiso, les hago fideos con tuco o les hago sopa.” La leche es lo único que todavía llega a través de los Planes Sociales canalizados en el barrio. En su casa dejan dos sachets de medio litro por día, para todos. Y no todos los días llega. Cuando llueve los camiones deprovisiones no entran al pueblo: “Ayer en total me dieron cuatro sachecitos de medio litro porque hoy no nos iba a dar”.
–Y la hago rendir con mate cocido. Y a dónde come uno, comemos todo.
Ni aún así, las cosas son ordenadas. En esta casa, como entre el 100 por cien de los pobladores de la villa IAPI, nadie come dos veces al día, ni cuatro ni seis. Los índices de pobreza de Quilmes que alcanzan al 56 por ciento, en este punto de la ciudad parecen extremos.
–Por eso comemos a la noche o a la mañana, depende...
–¿Depende de qué?
–Depende del día: a veces se compra de mañana o a la tarde, a veces compramos cuatro pesos y ya tengo para el otro día. Y antes de acostarse toman mate cocido con leche.
–Como para estar calentitos.
–Como para que no digan que duermen con el estómago vacío.

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