SOCIEDAD › SON ARTISTAS Y TRABAJAN EN EL EX ROCA OFRECIENDO SUS CREACIONES
Son como los artistas callejeros, pero sobre ruedas. Viven de ofrecer su arte en el tren. Unos cantan, otros leen poemas. También hay minimurgas. Su principal desafío, atraer la atención.
Cansado de mirar todos los días el mismo paisaje por la ventanilla, el pasajero finalmente levanta la vista y la dirige hacia el pasillo del tren. Y, extrañamente, se encuentra con un mundo aparte, en el que el arte florece abriéndose paso entre vendedores ambulantes y silbatazos del guarda. Allá viene Mauro, que cantará en vivo canciones melódicas, munido de su equipo: un pequeño parlante y un micrófono. Más tarde llegará la poesía, de la mano de Marco y sus estrofas volcadas en un librito de bolsillo, best seller en el transporte público. Y, con algo de suerte, tal vez el usuario pueda disfrutar también de la minimurga –con bombo incluido– que conforman Abel, Manuel y Matías. A partir de entonces, el hombre, que entre ida y vuelta al trabajo pasa dos horas diarias en el ferrocarril, quizás empiece a mirar mucho menos por la ventanilla y mucho más hacia adentro, en ese espacio que se abre entre las dos filas de asientos.
Ya desde su entrada al vagón, Mauro Cardozo logra ganar un bien fundamental para todo laburante del tren: la atención del público (léase los pasajeros). Callado, vestido con estilo formal, llega con un portavalija con ruedas en el que carga la guitarra, un parlante y –sobresaliendo– un micrófono. Sin decir nada, como sabiendo que todos los ojos ya están sobre él, empieza a entonar covers de canciones de Joaquín Sabina, Luis Miguel y Ricardo Arjona. Los tarareos de los pasajeros –normalmente reacios a lo que ocurre en el pasillo– se empiezan a escuchar enseguida, y hasta alguno o alguna se anima a acompañar en tono bajo la letra que suena en el pequeño parlante. Es lo que da cuenta del éxito del espectáculo.
El cantante ambulante cuenta que empezó “hace nueve años a trabajar en el transporte público” y, aunque ahora tiene una gran experiencia, “al principio temblaba con cada nuevo vagón, e incluso ahora, cuando empieza el día, en el primer tren, todavía se siente ese nerviosismo de pensar qué va a pasar”.
Como en el jugador de fútbol profesional que sale hace años a la cancha pero todavía siente emoción al hacerlo, las sensaciones aún se filtran en estos particulares artistas. Pero con el tiempo aprendieron a manejarlas y ahora recorren los vagones con la seguridad propia de un profesional.
De boina beige y look retro, el escritor Marco Muscolino recorre por las noches las formaciones que encaran hacia el sur del Gran Buenos Aires, repartiendo entre el pasaje unos pequeños libros de tapa marrón que contienen sus poemas. Esa distribución tiene una técnica, indispensable para sobrevivir en la jungla del ferrocarril. “Yo en el tren estoy exponiendo lo que pienso, lo que siento, y me estoy exponiendo a mí mismo. Entonces, a la gente la miro a los ojos cuando le doy el libro”, relata, enigmático.
Presentarse ante un público que no está aguardando ningún espectáculo, sino que sólo permanece en su asiento o su lugar del pasillo a la espera de llegar a destino, es un gran desafío. Como todo reto, conlleva sus peligros. Al respecto, Marco señala que “en el medio de transporte puede pasar cualquier cosa. No sabés con qué te vas a encontrar. Yo cuando me subo, antes de hablarle a la gente, miro a todos, para tener una idea de las situaciones que puedo llegar a enfrentar”.
Esa imprevisibilidad característica de este curioso escenario es mucho más palpable aún para Abel Giménez, Matías Díaz y Manuel Carminati. Ellos integran una minimurga que camina los ferrocarriles y subtes, y las grandes dosis de energía que vuelcan en el pasillo, con un nivel sonoro más alto que cualquiera de los otros espectáculos y hasta baile incluido, los hacen más susceptibles a las quejas de los usuarios.
“Te encontrás con algunos personajes, por ejemplo el que está con el teléfono y se pone histérico porque nuestra música le impide escuchar”, grafica Matías, encargado del show de danza que acompaña los sonidos murgueros. “Hay que tener en cuenta que el pasajero no fue a ver un show. Nosotros aparecemos y ya. Hay veces que alguna gente se cambia de vagón cuando nos ve venir, y es comprensible. Pero nosotros, para trabajar, tenemos que lograr que la gente se salga de lo que está haciendo para prestarnos atención, ya sea que esté escuchando el MP3 o leyendo el diario”, completa Abel Giménez, voz y bombo de la banda.
Para estos artistas, el tren no es sólo un yeite, sino que es su principal medio de vida. Esa recaudación en monedas de 10, 25 o 50 centavos, y hasta de un peso, que se llevan de cada vagón –en la gorra o en la funda de algún instrumento– es al final del día como el jornal de un trabajador cualquiera. Es decir, sin la seguridad social de un trabajo formal, pero con la seguridad de vivir de lo que les gusta.
“Yo me dedico exclusivamente a esto, me gano la vida así. Vivo como cualquier otro, pero sólo que vendiendo mis libros en el tren”, asegura Marco. Y detalla: “Le pongo un valor simbólico de 2 pesos a los libros, pero hay pasajeros que de repente me dan 50 centavos, y entonces les explico que no estoy pidiendo limosna ni mangueando, y les dejo el libro igual, porque a mí lo que más me interesa es que lo lean y así se difunda”.
Pero, vocación artística al margen, el transporte público es para ellos un modo de vivir sin dejar la actividad que quieren. “Yo como con lo que saco en el transporte. No me sobra la plata, pero tampoco estoy 12 horas trabajando en un comercio”, sintetiza Abel, a cargo de las voces y el bombo de la minimurga. “Además, tocar ahí te sirve también como horas de práctica. En lugar de afinar en tu casa, lo hacés en el tren”, agrega Matías Díaz, que acompaña a Abel en las voces y además cumple la función de bailarín.
Esa misma cuestión, novedosa para quien no es del ambiente ferroviario, trae algunas complicaciones. Es que se trata de una actividad que reditúa, pero no está organizada por nada oficial, sólo se rige por la ley de la calle, o en este caso, de las vías. Vendedores ambulantes, empleados del concesionario del tren y hasta policías suelen transformarse en obstáculos para el desarrollo del arte sobre ruedas.
En muchos casos, las advertencias y las amenazas no se limitan a las palabras; “A mí, un grupo de vendedores ambulantes me tiró un montón de libros por la ventana para amedrentarme, para que no fuera más a hacer lo mío al tren. Todos los artistas tuvimos que pagar el derecho de piso. Muchos no aguantan, porque es mucha presión, y tal vez por eso somos más bien pocos en este transporte público”, analiza Marco.
“Cuidar la línea.” Así les llaman los vendedores que transitan los pasillos a estas oscuras estrategias para limitar la entrada de “personal” nuevo al tren. Mauro, con más de un lustro en el lugar, asevera que “son conceptos que los más viejos les fueron pasando a los nuevos. No quieren dejar que entre mucha gente en la línea, porque al haber muchos, dicen, se dificulta el trabajo. Pero nosotros en ésa no nos metemos”.
No son sólo los vendedores los que cuestionan la labor diaria de los que llevan el arte al ferrocarril. Una anécdota de la murga lo grafica: “Hace poco veníamos trabajando y, en una estación, me llama un policía. Le digo a la gente ‘ya vuelvo’ y salí al andén. ‘¿Vos tenés permiso para tocar acá?’, me dice. ‘No, pero estoy laburando’, le digo. ‘Macho, si querés trabajar andá a tal y tal lugar’, retruca, como para que yo vaya a trabajar de policía. Cuando terminé de discutir, volví a subir al vagón y le expliqué a la gente el ofrecimiento del oficial. ‘No voy a poder tocar el bombo porque el policía dice que es insalubre’, le digo al pasaje, y empiezo a tocar el cazú (una especie de cornetita). Ya cuando suena la señal de partida empecé despacito con el bombo, y cuando cierran las puertas, le doy a los palillos con todo. El vagón explotó de la risa y la gente empezó a aplaudir. En ése hicimos como diez pesos”, recuerda Abel.
Informe: Eugenio Martínez Ruhl.
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