Dom 16.12.2007

SOCIEDAD  › LAS MUJERES QUE COPARON UN KIOSCO DE PACO Y LO TRANSFORMARON EN UN CENTRO CULTURALS

Madres al rescate

Son de Villa Lamadrid, Lomas de Zamora. Fueron las que movilizaron al barrio para sacar a los “transas” que les vendían el paco a los chicos. Y están convirtiendo el lugar en un espacio para los que se van recuperando. También crearon un estacionamiento para darles trabajo. La historia de dos mujeres bravas.

› Por Eugenio Martínez Ruhl

Ellos dicen “nos pudimos rescatar”. Es cierto, el término rescate es el más adecuado para contar la historia de estos chicos, que es la historia de la Cooperativa de Trabajo Manos Solidarias. Creada por dos mujeres, Isabel Vázquez y Alicia Romero, la organización protagoniza una lucha sin cuartel contra el narcotráfico en Villa Lamadrid, su barrio de Lomas de Zamora. La más resonante de las batallas que ya ganó es haber logrado, mediante marchas y reclamos, que la Justicia empezara a investigar la red que opera en el lugar, desbaratara uno de sus “kioscos” de paco y les cediera el espacio, donde ahora se construye un centro cultural. Varios de los chicos del barrio que habían caído en la adicción a la pasta base y como consecuencia tuvieron problemas legales hoy trabajan en el estacionamiento que las mujeres emplazaron a pocas cuadras de allí para brindarles una oportunidad laboral a jóvenes discriminados por tener antecedentes penales. Lo dicho, fueron rescatados.

A principios de 2006, la zona de Villa Lamadrid, donde la cooperativa tiene su sede que también funciona como comedor comunitario (ver aparte), se empezó a enrarecer. Primero fue la aparición de caras ajenas, de esas que en los barrios se detectan fácil. Después, el desfile de chicos y chicas en la puerta de una de las casas del lugar. Y más tarde, los cuerpos de esos chicos y esas chicas deambulando sin sentido, en éxtasis, o tirados sin conciencia en los alrededores del “kiosco”, como se denomina a los lugares de venta de droga.

“¿Viste la película de los muertos-vivos?”, pregunta Isabel. “Bueno, eso parecían estas cuadras”, se autorresponde, en referencia a la escena que se empezó a hacer frecuente en el lugar. “Observamos cómo se fueron sumando más y más chicos, que consumían el paco en plena calle y día a día se deterioraban. Algunas mamás que trabajan con nosotros empezaron a ver cómo sus hijos adelgazaban hasta casi desaparecer. A esa altura ya todos sabíamos lo que pasaba y dónde era el lugar que usaban los transas (así le dicen a los narcotraficantes)”, explica con la mirada perdida, rememorando.

En julio de 2006 realizaron la primera marcha para reclamar la intervención de la policía o la Justicia. En el barrio era todo muy claro, estaba a la vista, pero las autoridades no hacían nada. Denuncias y más denuncias se sumaron a dos nuevas marchas, para que en noviembre del año pasado finalmente llegara el esperado operativo. “Parece que en esos meses hubo una investigación, porque un día llegaron varios policías de civil y allanaron el lugar. Ahí mismo llegó el fiscal. Adentro encontraron zapatillas, celulares y bicicletas que los pibes que consumían les habían dado a los transas a cambio de droga. Entonces la gente empezó a intentar incendiar la casa”, relata Isabel, una mujer de pasados los cincuentona, tez amarronada, pelo castaño cortito y ojos brillosos, de esos que siempre parecen a punto de dejar escapar una lágrima.

Ante esa situación, el fiscal solicitó una topadora “y procedió ahí mismo a demoler el lugar”. Los ánimos se calmaron un poco. Un mes después llegó la gran noticia. “La Justicia había realizado un pedido al municipio para que le cediera a la comunidad los terrenos donde había estado el kiosco. Y la municipalidad aceptaba”, comenta Alicia. Ahora en el frente de esa porción de tierra hay un cartel enorme que dice “Sí a la vida, no al paco”, y precede a una ancha construcción que en poco tiempo más será un centro cultural. “Va a ser el lugar que nos faltaba para dictar cursos y seminarios. Vamos a enseñar música y también usaremos el espacio para las prácticas de la murga que tenemos”, sostiene entusiasmada Alicia, mientras saluda a Andrés Curilaf. Curilaf es un albañil que se ofreció a realizar la construcción en agradecimiento a las dos mujeres, que le tramitaron la jubilación pese a que no tenía los años requeridos de aportes.

El estacionamiento

A pocas cuadras de ahí está la entrada a las famosas ferias comerciales de La Salada. Allí es donde se ubica el estacionamiento de la cooperativa. En el lugar, un descampado a la vera del río Matanza pero al lado de los precarios paseos, trabajan 20 jóvenes ya recuperados de dos graves problemas: la adicción al paco y el trauma que les dejó el paso que tuvieron por la cárcel.

“Gustavo...Gustavoooo, cobrale que se va.” El grito de Javier recorre los 30 metros del estacionamiento, mientras él le señala un auto celeste cargado de mercadería a su compañero de trabajo. Gustavo recibe la paga y el vehículo sale por una de las dos bajadas que tiene el cordón. El lugar donde aparcan los coches está al aire libre y a la altura de una vereda, pero del lado opuesto a la calle limita con una abrupta depresión del terreno, que termina en el agua entre verde y marrón de uno de los brazos del río Matanza. “Nosotros acá encontramos una forma de ganarnos la vida, y ahora muchos mantenemos una familia con lo que ganamos. Pensar que cuando arrancó todo no queríamos venir, preferíamos quedarnos en la calle”, analiza Javier.

Es domingo al mediodía y las ferias sin techo de La Salada están a pleno, casi tanto como la fuerza del sol. Los jóvenes que se encuentran trabajando son seis: además de Gustavo y Javier, Fabián y Emanuel también cuidan los autos, mientras que Marcela se encarga de anotar cada coche que entra. La labor de Alexis, en tanto, es cuidar un sector del estacionamiento que es más pequeño y tiene sombra, al que le llaman “vip” porque usarlo es más caro. Los vehículos entran y salen continuamente, y se ven muchas camionetas lujosas, que desentonan en el contexto. Llaman la atención entre otros autos viejos y los puestos callejeros que venden desde ropa hasta cd piratas.

“La cooperativa tiene un estatuto con las condiciones que quienes quieren trabajar con nosotras deben cumplir. Es una de las maneras que tenemos para alejarlos definitivamente de las drogas, sobre todo del paco”, explica Isabel. Entre las reglas más importantes a respetar están: no consumir droga ni alcohol en el lugar, llegar “limpios” (sin haber consumido antes), no tocar nada de los autos que aparcan (algunos se tuvieron que ir porque los encontraron intentando robar stereos) e ir a trabajar todos los días –incluso cuando no abren las ferias–, excepto los lunes que tienen franco.

“Nosotras queremos que se hagan bien las cosas. Entonces les decimos ‘yo por vos me la voy a jugar, siempre y cuando vos me cumplas’”, cuenta Isabel. Por allá se acerca apurado Fabián, otro de los laburantes del estacionamiento. Tiene una sonrisa dibujada casi permanentemente en la boca, y siempre un chiste preparado para el momento justo. Lo primero que pregunta es “¿cuánto me van a pagar por la nota?”, y suelta una carcajada. “Miren que yo soy una estrella”, ironiza. Pero con la charla se pone serio y resalta que “nosotros nos pudimos recuperar, con mucho esfuerzo, y sabemos que es fundamental que a quienes salen de la cárcel la sociedad les dé otra oportunidad. Estamos conscientes de que es así porque lo vivimos desde adentro”.

El espacio donde se ubica el estacionamiento era en 2001 un terreno fiscal repleto de maleza y basura, depositada ahí por la gente del barrio. Las partes que no estaban tapadas de ramas y pasto eran utilizadas –según cuentan los integrantes de la cooperativa– por la policía y la Gendarmería, que “se apostaban ahí con la excusa de brindar seguridad, y le cobraban a la gente por dejar el auto en ese lugar, que era un baldío”, recuerda Alicia. La mujer, de largo y batido pelo oscuro y voz fuerte, señala que a finales de 2001 vieron como esos espacios “iban siendo progresivamente ocupados por la gente, que empezó a ubicar allí nuevos puestos”. “Entonces les dijimos a los pibes: ‘vamos a tomar una porción de esa tierra.” Lo hicimos y luego la desmalezamos y la nivelamos para transformarla en lo que es hoy”, completa, con una sonrisa de orgullo.

La tarea no fue simple. Una vez terminada la limpieza, comenzó el asedio de las fuerzas de seguridad y de otros grupos de jóvenes del barrio “que querían quedarse ellos con el lugar, o por lo menos que les pagáramos para que nos dejaran estar ahí”, asevera la mujer. La acción de la policía tenía –y todavía tiene– una estrategia repetida: intentar amedrentar a los jóvenes de Manos solidarias recordándoles su pasado de presos. “Nos decían que si no les dábamos parte de la recaudación, nos iban a detener por nuestros antecedentes. Es una técnica que todavía intentan usar, pero nosotros sabemos cómo manejarlos”, sostiene Emanuel.

Las épocas de mayores inconvenientes ya pasaron, y ahora el proyecto está consolidado. La tarifa normal del estacionamiento es de 5 pesos. La recaudación se reparte en porciones iguales entre todos los trabajadores, y ésa es otra de las reglas indeclinables de la organización, que comenzó como un microemprendimiento y con el paso del tiempo adquirió un status formal como cooperativa, tramitado por las mujeres que la lideran. Al parecer, el proyecto no sólo se sostiene, sino que da superávit. Con el dinero que acumularon a través del tiempo, los chicos están por empezar una obra para mejorar el negocio. “Vamos a delimitar todo el perímetro del estacionamiento con guarda rail, para que de esa manera quede sólo un lugar por el que entrar y uno por el que salir. Así le vamos a dar mayor seguridad al conductor que deja su auto, y también lograremos una mejor organización de nuestro trabajo”, comenta ilusionado Javier.

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