SOCIEDAD • SUBNOTA › EL BARRIO SAN JOSé, LA MARCHA POR MILAGROS
› Por Emilio Ruchansky
La madre de Milagros Balizán camina desconcertada. Hace dos días que no duerme y casi no puede hablar. Una multitud la acompaña por las calles de tierra del barrio San José, en Almirante Brown. Van hacia el baldío donde apareció el cadáver de su hija. Es de noche y los vecinos reunidos en el lugar comienzan a aplaudir cuando divisan las velas. Alguien la toma del brazo y le dice: “Mirta, vos tenés que encabezar la marcha, andá para adelante”. La madre de Milagros no responde pero camina, y cuando está por completar la vuelta manzana, Verónica, su hermana, la detiene con un abrazo: “Andate a dormir, Bocha, no das más”.
“Yo fui al velatorio. Viven en una casa de chapa-cartón y tuvimos que agacharnos para entrar porque del piso al techo no hay ni un metro y medio”, le comenta a Página/12, Rosa Benítez, una de las tantas vecinas que la esperaban ayer en la esquina de Chubut y Rosales. Su hija filmó a escondidas el cuerpo con su celular y muestra el video: se ve a Milagros en un ataúd grande, con la mitad de la cara golpeada, rodeada de peluches, cartas, flores y ropa de bebé. El sobrino de Rosa, Leonel, fue uno de los testigos del caso y cuenta, con la inocencia de un chico de 10 años, que vio pasar a los dos hermanos y a Milagros. La niña iba descalza, ensangrentada y mientras caminaba “le pegaban con un palo”.
Sin embargo, en el barrio la opinión está dividida. Muchos creen que esos chicos son inocentes, que fueron presionados por la policía. Rosa asegura que fueron ellos “pero acá el problema es otro”. El baldío es propiedad del polideportivo Sol de América y hace 10 años que está cerrado. “Supuestamente, daban copa de leche, pero es mentira. Yo sé que (Carlos) Bilardo les dio plata para que vuelvan a abrirlo y se robaron todo.” Ayer por la madrugada, varios vecinos decidieron instalarse en ese predio. Montaron carpas y tiendas, parcelaron el terreno con palos e hilos y tenían la esperanza de que la municipalidad les concediera el terreno.
Esta situación complica aún más las investigaciones. El oficial de la policía científica a cargo hizo el acta por usurpación y se quedó sin sus pericias. El domingo pasado encontró los pañales, el pantaloncito y el buzo de la niña. “En el lugar donde estaba el cuerpo hay tres pibes borrachos que no se quieren mover, rompieron el candado que pusimos y se instalaron”, advierte el agente. También hay un perro pittbull atado. Un chico juega cerca de la persiana donde apareció el cuerpo, a su lado duerme uno de los borrachos. Todavía se ven cables de televisión, como los que ahorcaron a Milagros, sobre el techo de la casilla del antiguo polideportivo.
Después de la feroz pelea entre los vecinos y la policía el domingo a la noche, ningún uniformado se animó a quedarse de guardia. A primera vista, parece un picnic familiar. En medio de los hilos, las familias toman mate o almuerzan ante la atenta mirada de los vecinos. “Se aprovecharon de la desgracia, lo que hacen no tiene nombre. Y encima después se te clavan a la luz”, protesta una señora que acompaña al policía y salió de testigo en el acta. Sobre el matorral está la pared volteada por la furia de los habitantes de este barrio humilde, del circo Salguero sólo quedaron las estacas. Fueron los primeros en irse cuando apareció el cuerpo de Milagros, algunos vecinos dicen que vieron algo, otros creen que pudieron ser los asesinos.
Mientras pasa la tarde, van cayendo los móviles de televisión y la gente se agrupa en las esquinas. Oscurece y Rosa Benítez señala un poste de luz: “¿Sabés cuándo empezó a funcionar? Hoy”. El abandono de este lugar, convertido en basural, es evidente y refleja las penurias de los vecinos que no sólo piden justicia por el asesinato de Milagros. En la ronda se superponen las denuncias contra la delegación municipal. Juran haber visto los alimentos que envían a los comedores comunitarios en los stands de la feria local. “Nos dan una lata de picadillo de carne, una lata de arvejas y pasas de uva, y encima no fueron capaces de mandar una flor al velatorio de Milagros.”
Los ocupas prenden pequeñas fogatas aguardando la llegada de la familia Balizán y previendo que los gendarmes intenten echarlos por la noche. El humo difumina la poca luz que hay y padres y madres aferran a sus niños. Cuando se acerca la marcha y se ven los carteles con la foto de la niña se oyen los primeros gritos de “¡Justicia!”. Algunos quieren desviar la multitud hacia el pastizal donde murió Milagros. Los ocupantes del predio salen apurados a pedir que den la vuelta a la manzana para evitar enfrentamientos.
Mirta, o Bocha, como la llama su hermana, es pequeña, tiene bermudas largas, zapatillas de lona y un buzo azul. Verónica dice que se desmayó cinco veces y que ya perdió a dos bebés. “Debería tener 12 hijos. A uno lo perdió porque se electrocutó y el nene nació deforme, sin cabeza. Después perdió una beba de dos meses que se murió de un paro cardíaco y ahora esto...”, resume la hermana mientras camina con su bebé en brazos. Bocha recibe abrazos y palabras de aliento. Rosa sale al cruce para explicarle que “hay que estar unidos” y que los vecinos se instalaron allí para protestar también y, claro, por necesidad.
Bocha no le responde. Solo dice “nada, nada, nada”, cuando este cronista pregunta si recibió ayuda de las autoridades locales. Su hermana aclara que pagaron el entierro y que la invitaron a que hoy pasara por la municipalidad. Bocha repite: “Nada, nada, nada”.
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