SOCIEDAD • SUBNOTA › LA VIGILIA DE FAMILIARES Y AMIGOS, LA DESAZóN POR LA ABSOLUCIóN DE LOS MúSICOS
Durante la mañana, padres y amigos de las víctimas reclamaron justicia. Al oír el fallo que dejó sin condena a la banda, se deshicieron en protestas. Un grupo intentó entrar al palacio y chocó con la policía. Hubo piedrazos, corridas y algunos heridos.
› Por Emilio Ruchansky
Faltaba media hora para la lectura de la sentencia y sobre las escalinatas del palacio de Tribunales, en la puerta de la calle Lavalle, aún quedaban algunos familiares haciendo la cola bajo la garúa para entrar al recinto. De las vallas que anteceden a esta entrada colgaban zapatillas, fotos, carteles y una bandera argentina con una frase escrita: “Todos somos sobrevivientes”. Entre el ir y venir de los familiares, la enorme puerta de hierro se cerró y algunos insistieron para poder entrar. Uno de ellos, hermano de Julio Leiva, fallecido en el incendio, intentaba convencer al guardia, rejas de por medio.
–Yo tengo entrada, digo, acreditación. No entiendo por qué no me dejás pasar.
–Está lleno el recinto, no puedo hacer nada. Hay una capacidad, ustedes lo sabían...
–Pero están mis viejos adentro. Si me acreditaron es porque puedo entrar.
–A ver, flaco. Ustedes están peleando para que no se repita lo que pasó, ¿no? Si yo te dejo entrar esto puede ser otro Cromañón.
–...
–¿Me entendés? Si yo te dejo pasar tengo que dejar pasar a los demás. ¿Ustedes quieren justicia? Bueno, no hagan lo mismo que quieren evitar.
El pibe se quedó mudo un rato, tal vez cinco minutos. Un amigo que estaba a su lado lo increpó. Le dijo: “¿Cómo podés dejar que te hable así? Ese tipo es una basura”. Pero él no reaccionaba. Al rato, levantó la cabeza y comenzó a insultar al guardia, que ya estaba lejos. “Puede que tenga razón –se decía a sí mismo después–, pero no me lo puede decir así, este tipo no tiene corazón.”
Pasaron cinco minutos de esta conversación, cuando por el altoparlante que trasmitía lo que pasaba en el recinto anunciaron que se venía la sentencia. El pibe bajó enseguida y se unió a las casi cincuenta personas que se quedaron fuera o que no quisieron entrar. Allí festejó cuando dijeron que Omar Chabán era condenado a 20 años, festejó cuando al subcomisario Carlos Díaz y al manager de Callejeros, Diego Argañaraz, los condenaron a 18 años y se indignó con la absolución de la banda, mientras se oía un festejo, el de los fans de Callejeros que estaban a la vuelta, en la plaza Lavalle. Algunos se abrazaban y lloraban, pero él decidió correr detrás de un grupo que tenía intenciones de entrar en los tribunales por otra puerta, más pequeña, sobre la calle Uruguay.
Algunos pudieron pasar, pero él no. La policía, en el apuro por impedirlo, movilizó un carro hidrante que hasta terminó manchando de azul a los propios oficiales de Infantería. En medio de la confusión, los piedrazos y las corridas, una abuela de 72 años tiró una valla y se puso a gritar: “¡A mí me mataron a un nieto! ¡Yo los voy a matar a ustedes!”. Cuando la gente se retiró, las ambulancias se dispusieron a atender gente ensangrentada o descompensada por los nervios. Desde los tribunales salían más gritos. Algunos eran insultos, otros eran lamentos que se apagaban en el llanto.
La abuela, que la noche anterior durante la vigilia había tenido un problema de salud, le decía a una señora: “No sé de dónde saqué la fuerza para tirar esa valla”. En el mismo lugar donde conversaron el guardia y el chico que no pudo entrar, dos madres, una afuera, otra adentro, se tomaban de la mano. “Me sacaron el único hijo que tenía. Vivió poco, brilló mucho. No puedo más. Quiero salir de acá, ¿cómo hago?”, preguntó. La otra trataba de calmarla. “Pediles que te saquen por otra puerta, no te preocupes, esto no termina acá, vamos a seguir luchando.”
Los familiares pudieron salir una hora después, cerca las 16.30. En las esquina de Lavalle y Uruguay, Rosario Madrusán y Héctor Jiménez, dos amigos, esperaban gente que estaba dentro y conversaban sobre lo sucedido. “Todo esto es una falta de respeto, la sentencia, la represión. No entienden lo que es esto, perder a un hijo es el dolor más grande de la vida. Ya hay 10 padres que se murieron desde que pasó esto, se murieron de tristeza, de rabia”, comentaba la mujer.
Jiménez repetía una y otra vez que Callejeros era “una banda bengalera”, que ellos sabían que esto podía pasar. Su visión de los padres de las víctimas no distaba de la de Madrusán. “Algunos, los que tenían otros hijos, pudieron rehacer su vida, pero la mayoría caminan muertos. No tienen paz, nunca van a tener paz”, decía el hombre. Nadie sabía si marchar a Once, al altar armado por los familiares y sobrevivientes de Cromañón, a pocos metros del boliche. Era lo previsto, pero la bronca hacía que muchos no quisieran irse, quería ver salir a Callejeros. Insultarlos.
José Guzmán, padre de Lucas, un chico de 18 años fallecido esa noche del 30 diciembre de 2004, estaba entre los que tenían ganas de marchar. Decía que su dolor es eterno. “Solo la lucha me mantuvo, me mantiene en pie”, admitió después. El hombre, oriundo de La Matanza, como muchas de las víctimas, contaba que su otro hijo había quedado con secuelas. Su hermana, sentada en las escalinatas de la calle Lavalle, le cebaba mate dulce y le daba trozos de pan. “Yo siempre fui un tipo combativo –afirmó en un momento–. Luché contra la dictadura cuando era joven, fui a muchas marchas de las Madres de Plaza de Mayo, pero esta me la deben. Voy a seguir marchando, nunca me van a ver de rodillas.”
Al rato, sin ningún tipo de organización, algunos familiares comenzaron a caminar en dirección a la avenida Corrientes. Se pusieron detrás la bandera y, aunque no eran más de cincuenta, marcharon por esa avenida de contramano. Al principio cortaron un carril, luego dos y cuando ya habían hecho cinco cuadras lograron obstruir todos los carriles. No hubo un solo conductor que protestara.
Cuando la manifestación pasó la estación de trenes de Once, el cielo se despejó. En el “Santuario de nuestros ángeles del rock”, a metros de Cromañón, esperaba otro grupo de familiares. Mientras varios posaban con una larga bandera llena de fotos, la madre de Fernando Medina contaba que sobrellevaba la muerte de su único hijo gracias a la religión, al trabajo, a los psiquiatras, a la medicación, a sus hermanos y a los otros familiares que la acompañan. “Muchas madres cayeron en cama, se hundieron en la depresión. Yo las comprendo, con semejante dolor, qué les podés decir. Yo misma a veces hago como que Fernando está de viaje”, decía, mientras le caían las lágrimas.
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