SOCIEDAD • SUBNOTA
› Por Carlos Rodríguez
“Como padre, recién me di cuenta de que las cosas estaban mal cuando un día, mientras íbamos en el coche, hacia la cancha, mi hijo prendió un porro adelante mío y en el preciso momento en que nos paraban unos policías. ‘¡Qué, no sabés que fumo marihuana!’ me dijo sin inmutarse. Era como un desafío, pero a la vez fue, como entendí después, un pedido de ayuda.” Jaime es arquitecto y su hijo, que hoy tiene 20 años, llegó al tratamiento con una carga importante de marihuana y cocaína. Hoy, casi dos años después, el mismo padre comenta algo que le parece demostrativo de cómo cambió la relación con su hijo: “Nunca le interesó mi profesión de arquitecto, la despreciaba. Sin embargo, acá, en esta casa, un día nos pusimos a arreglar juntos la parrilla. Nunca en la vida habíamos hecho un trabajo físico juntos. A mí me pareció algo maravilloso”.
Adriana vivía con su marido en un pueblo cercano a Chivilcoy, mientras su hijo, que hoy tiene 27 años, se había venido a Buenos Aires. “Cuando mi hijo se puso mal, muy mal, recién allí nos dimos cuenta de que le habíamos dado un amor malentendido. Siempre lo habíamos sobreprotegido, le cambiábamos el pañal antes de que se ensuciara.” Hoy, después de dos años de tratamiento, “la relación familiar cambió totalmente. Siento que en este tiempo, por todo el esfuerzo que está haciendo para salir de la droga, cómo está saliendo, lo que nos está dando es lo más importante que nos ha dado en sus 27 años. Yo lo siento así”.
Jaime admite que no creía, al principio, en la eficacia del tratamiento y en los resultados que veía en los otros chicos que habían llegado antes que su hijo. “Acá, cuando alguno de los chicos tiene el alta, se hace una fiesta y pasan cosas increíbles. La alegría de todos, la solidaridad, el festejo. Yo pensaba que era todo preparado, pero después, cuando las cosas se repetían cada vez, me convencí.” Por eso, Jaime propone “que sea obligatorio para todas las familias venir a hacer el tratamiento, porque esto nos cura a todos. Desde que viene mi hijo no falté a una sola de las reuniones de padres que se hacen todas las semanas. Es un compromiso ineludible y una satisfacción, así lo sentimos”.
Cuenta Adriana que su hijo, y muchos de los chicos que llegan al programa, “vienen con la autoestima muy baja. Lo que pasa es que nosotros como padres les exigimos que sean los mejores, sin darles espacio a ser como ellos quieran ser. Los padres nos ayudamos mutuamente y hemos comprendido que todos los chicos no tienen los mismos tiempos y hay que saber acompañarlos. Ellos son los primeros que se daban cuenta de que estaban metiendo la pata, que se habían convertido en un problema. Para sacarlos de esa situación, nosotros, como padres, tuvimos que crecer junto con ellos y empezar todo de nuevo”.
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