En la semana que terminó, las puebladas de Arequito y Arrecifes en Santa Fe conmovieron a la opinión pública. Ayer, en Santiago del Estero, cinco mil personas marcharon exigiendo justicia. En los tres casos los detonantes de la bronca fueron homicidios. Se trata, sin dudas, de casos distintos. Mientras en Santiago del Estero personas directamente ligadas al poder político provincial han sido acusadas de partícipes de dos crímenes, en Santa Fe la acusación remite a la incapacidad policial y de los municipios locales para evitar los asesinatos y castigar a los culpables. Los pobladores denuncian a sus instituciones, consideran que son ineficientes o corruptas o responsables directas de la inseguridad.
Después de casi dos años en que las protestas de trabajadores desocupados, asambleístas, ahorristas acorralados, deudores, acreedores y disconformes en general con el gobierno, la representación y el sistema político ocupaban los espacios más destacados de los diarios, la radio y la televisión, nos habíamos olvidado de algunos reclamos fuertes pero de carácter local y en general relacionados con la inseguridad y la demanda de justicia. Esas protestas masivas, muchas veces puebladas, eran moneda corriente en varias provincias argentinas desde que el crimen de María Soledad Morales en Catamarca hubo mostrado la capacidad de la resistencia colectiva pacífica. Aquí, los reclamos de justicia, la desconfianza, el recelo o directamente el odio a las instituciones se han mezclado de formas diversas. Más parecido al caso catamarqueño es lo de Santiago, más semejante al “que se vayan todos” nacional y a las puebladas clásicas es lo de Santa Fe. Sin evaluar la característica específica de los reclamos en cada caso (hace pocos días en este mismo diario se publicaron excelentes análisis en este sentido), puede decirse al menos dos o tres cosas. Una, que el fenómeno K –el regreso súbito e inesperado de las expectativas y la confianza de amplios sectores ciudadanos en una conducción política, al menos en este escaso mes de gobierno– ha devuelto protagonismo a las desconfianzas locales, a la crisis y el conflicto en el plano municipal o provincial, sacándolo del nacional. Dos, que la crisis de las instituciones no ha desaparecido. Mucha gente sigue enojada con o desconfía de las instituciones estatales. El caso de la policía es prototípico. La sospecha acerca de la incapacidad policial (cualquiera sea la policía de que se trate) o aun de la corrupción y hasta la connivencia con el delito hablan de una institución que avanzó muy poco desde los días negros de la última dictadura hasta aquí. Se trata de otro de los grandes fracasos de los veinte años de democracia. Pero también sigue la desconfianza y el recelo hacia los políticos. La corriente de simpatía que hoy genera Kirchner no alcanza a todos los gobernadores, intendentes, legisladores nacionales o provinciales o punteros de barrio. Una parte importante del arco político argentino sigue en la sombra en que la política vivió hasta hace muy poco y llama la atención respecto de que no hemos pasado completamente de negro a blanco de la noche a la mañana. El sistema político debe notar el alerta y no regodearse con las mieles de una primavera cuya continuidad pende de un hilo; hilo que se construye con las acciones que fortalecen la confianza y se destruye si éstas se agotan. Finalmente, vale notar la situación política de las provincias en cuestión. En Santiago del Estero, la clase política sigue siendo la misma, aun después del estallido de hace una década, pero los llamados de atención popular respecto del abuso del poder no desaparecen. Quien crea que el pueblo santiagueño está dormido, se equivoca. En Santa Fe, las inundaciones de la capital derrumbaron el entusiasmo sobre el gobernador aparentemente más exitoso de la Argentina y su crisis parece haberse esparcido por la provincia, llevando una nueva ola de descrédito hacia las instituciones estatales y políticas.