SOCIEDAD
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Perdices y después
Horas atrás era Doña y ahora Letizia ya es Princesa de Asturias. El atardecer es la hora de los resúmenes, de los programas especializados, de los profesionales ofreciendo su veredicto: porque, como dice uno de los tertulianos, “la principal función de las bodas es ser criticadas”. Así, entonces, la resaca y el suspiro después del franeleo de meses y el orgasmo de la mañana. Se vuelve una y otra vez sobre el tema de la “modernización”. Se discute en torno al tema que la monarquía tendría que ser cada vez más monárquica porque para eso está y que, si lo que les gusta es vivir como gente normal, pero megamillonaria, entonces que abdiquen y a otra cosa. Alguien apunta –con inteligente malicia– que, en realidad, como ocurre con los conversos, cabría esperar todo lo contrario de estas futuras reinas “supuestamente populares”: los príncipes nacen príncipes; pero estas chicas han “elegido” ser reinas –por vocación y no por obligación– y lo lógico sería que quieran ser más reinas que ninguna. Como Grace Kelly, princesa de principado de utilería, pero más real que muchas. Alguien apunta que el más elegante fue Miguel Bosé, Rania de Jordania la más decontracté, y no caeré en malignas actitudes Peñafiel a la hora de comparar a la magnífica señora de Zapatero con la desterrada señora de Aznar, porque no sería protocolarmente correcto, pero y al final, claro, muchos de estos cronistas “del corazón” confiesan haber llorado y –¿serán por esto bienvenidas las bodas reales? ¿para lloriquear como otros se lloriquean con las despedidas de Casablanca o de Perdidos en Tokio?– todos vuelven a emocionarse al recordar cómo se emocionaron. El diabólico Jaime Peñafiel sonríe torcido, muerde una de las patillas de sus anteojos, y apunta: “Hmm. Qué curioso: Letizia no ha derramado ni una lágrima en toda la ceremonia”. ¿Y se fijaron que llevaba la tiara mal sujeta al peinado?
Y allí van los novios. Y uno que ya comienza a celebrar el no tener que seguir pensando o escribiendo sobre estas cosas, no puede evitar el recuerdo de otra boda –muy diferente, pero igualmente intensa– al final de una película llamada El Graduado. Allí, Dustin Hoffman y Katherine Ross se suben el ómnibus riéndose de todo y de todos. Y entonces se ponen serios. Y se miran con esa mirada que comparten dioses y mortales, históricos y anónimos. Se miran con esa mirada que no sabe de títulos ni de clases. Se miran con ojos de “ya pasó”. Se miran con ojos de “ahora empieza el verdadero baile”.
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