SOCIEDAD
• SUBNOTA › CARLOS PERALTA, EX MILITAR Y PRESTAMISTA.
“En seis meses se me cayó el mundo”
Con dos años en la calle, Carlos Peralta (36) ya es todo un experto en supervivencia: hasta inventó una historia para que su esposa y su hijo de dos años lo vean casi todos los días sin enterarse de cuál es su verdadera situación. Sobre la calle Virrey Cevallos tiene su nueva morada, con la autopista como techo, con los muebles que le fueron donando los vecinos y el trabajo ahí nomás: cuida y lava los autos estacionados en su cuadra.
Carlos invita a sentarse en la silla giratoria y mullida, para invitados, y comienza a desgranar su historia, una crónica del derrumbe que comenzó allá por el ‘99, cuando tenía una mesa de dinero en pleno centro. “Mi socio se fue con la plata y me tuve que hacer cargo de las deudas: me embargaron la casa que tenía en San Isidro y me quedé sin nada”. Cuenta que se fue a Villa Madero, con su mujer embarazada, a empezar de nuevo, como empleado de inmobiliaria.
“En seis meses se me cayó el mundo: no pude pagar el alquiler y mi mujer, que es odontóloga, tuvo un accidente en la vista y no pudo trabajar más. Cuando nació el bebé llegamos a un acuerdo con mi suegra: ella aceptaba a los dos en la casa, pero a mí no”.
Carlos pasó por varios refugios de sin techo, en La Boca, en el Rawson y en el Félix Lora, de Paseo Colón. De todos se fue después de pelearse con los psicólogos y asistentes sociales. Después fue a parar a un hotel de Constitución, luego a la plaza de San Juan y Virrey Cevallos, y finalmente bajo la autopista.
“Acá estoy, como en una tienda de campaña”, dice, apelando a la jerga militar, que cultivó –según relata– en una carrera de 12 años. “Llegué a teniente, en Tucumán, y me retiré en el ‘93. ¿Vio ese carapintada que salía en la foto apuntándole al jefe del regimiento en la cabeza? Ese era yo”, agrega a su currículum.
De a poco, Carlos se convirtió en el dueño de la cuadra. Los vecinos le acercaron una mesa cúbica que también sirve de armario, un sofá que en invierno tiene techo de cartón, una repisa que “ahora está un poco desordenada”, y dos sillas. Un gato gris y peludo se encariñó con el hombre, y le hace compañía.
“Ya tengo mi clientela. De día los que trabajan en el barrio. De noche, los que vienen a jugar al tenis bajo la autopista”, dice. Todos los días Carlos se baña en el club y va a visitar a su mujer y su hijo, mientras un jubilado del barrio le cuida el puesto. ¿Su familia nunca vino a verlo aquí? “No, creen que todavía vivo en el hotel. La traje a mi mujer una vez que había quilombo con unos travestis, para que se convenza de que ese no era un buen ambiente para el nene”.
Por ese motivo es algo remiso a la foto. En su relato no esconde detalles, pero prefiere preservarse ante viejos conocidos: “Por las dudas, no pongas la dirección de la mesa de dinero”.
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