Dom 06.05.2007
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NOTA DE TAPA

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› Por Claudio Scaletta

Un párrafo agregado al artículo 3 de la Carta Orgánica del Banco Central por un proyecto de ley presentado por la diputada Mercedes Marcó del Pont encendió la mecha. La reforma de 1992 aún vigente estableció como “misión primaria y fundamental” de la autoridad monetaria “preservar la estabilidad de la moneda”. El nuevo texto del proyecto agrega: “de un modo consistente con las políticas orientadas a sostener un alto nivel de actividad y asegurar el máximo empleo de los recursos humanos y materiales disponibles, en un contexto de expansión sustentable de la economía”. El párrafo parece largo, pero sólo dice que la estabilidad monetaria debe ser compatible con el desarrollo, entendido como el pleno empleo de los factores productivos en un marco de crecimiento del Producto.

El agregado implica que la función del Banco Central deja de ser unidimensional para volverse dual. Y la política monetaria, una de las dos ramas esenciales de la política económica junto con la fiscal, deja de ser considerada un compartimiento estanco. Nada muy diferente de lo que sucede en las principales economías del mundo y en la práctica.

Un segundo agregado establece que además de “formular y ejecutar políticas monetarias y financieras” el Banco Central debe ocuparse también de la política “cambiaria” y que en estas tareas “coordinará su cometido con el Poder Ejecutivo nacional”, sin que ello implique pérdida de potestad “respecto del manejo de los instrumentos de su competencia”. Es decir, sin alterar en absoluto la sacralizada independencia de la entidad.

Los cambios, que finalmente sólo sinceran lo que ocurre en los hechos, provocaron reacciones destempladas, como la advertencia de que las reservas internacionales podrían en adelante ser embargadas por quienes rechazaron el canje de deuda pública. Y fuertes acusaciones, entre ellas la denuncia de avasallamiento político de la entidad monetaria, con pérdida de independencia. La magnitud de la repercusión de una reforma que no toca los aspectos centrales de la autarquía podría explicarse de modo trivial como el resultado del avance sobre la última trinchera de la ortodoxia monetarista, pero la realidad quizá sea más compleja.

El repaso de la historia reciente muestra que bajo el régimen de convertibilidad la economía argentina resignó voluntariamente los grados de libertad de su política monetaria. Si bien la renuncia estuvo directamente vinculada con el establecimiento de la caja de conversión, también tuvo su correlato institucional con la llamada “independencia del Banco Central”. Ese proceso también estuvo asociado, aunque se trata de cosas distintas, al mandato unidireccional que reservaba a la entidad monetaria la única función de “preservar el valor de la moneda”, según reza el citado artículo 3 vigente.

La tarea de segar la política monetaria consolidada durante la primera gestión de Domingo Cavallo en Economía contaba con algunos alicientes locales e internacionales. En el primer caso pesaba la traumática experiencia hiperinflacionaria reciente. En el segundo se trataba de una respuesta a los vientos de época, al imperativo de estar a tono con los mandatos del Consenso de Washington y sus brazos institucionales, los organismos financieros internacionales, quienes impulsaron en toda América latina, pero no solamente, los “procesos independentistas” de las bancas centrales. El debate fue en su momento fuerte en países como Chile, que consagró la independencia de su autoridad monetaria en el temprano 1989, y en fecha más reciente en Brasil. En Argentina, en medio del shock de la Convertibilidad, provocó menos ruido.

La independencia del Central significa que la instrumentación de la política monetaria es potestad exclusiva de este organismo. El Poder Ejecutivo puede fijar “metas”, por ejemplo las de inflación, pero su instrumentación es prerrogativa del Central. Se presupone que esta tarea es un proceso eminentemente técnico no asequible a la clase política, a la que se asocia con una irremediable voluntad demagógica siempre redundante en expansión monetaria y, en consecuencia, inflación. Ciertamente, la experiencia local desde mediados de los ’70 aportó a cristalizar esta visión.

Si la función se deja en cambio en manos de los técnicos, se preserva a la economía de estas acechanzas y se consigue un beneficio extra, pues junto a los presupuestos explícitos convive uno tácito directamente emergente de la misión encargada al Central. Si el objetivo único de la entidad es cuidar la inflación por la vía del manejo de la política monetaria, no debe extrañar, conociendo el estado del arte, que los técnicos ocupados en la tarea terminen siendo ortodoxos partidarios de estrategias restrictivas. Una estrategia monetaria contractiva conlleva mayores tasas de interés. Se espera que mayores tasas provoquen un crecimiento más lento reduciendo las presiones inflacionarias. Se trata de una singular visión de la economía de acuerdo con la cual un crecimiento sano es, por definición, uno lento. De acuerdo con el recetario ortodoxo con ello se consigue evitar el “recalentamiento” de la economía. A la vez, mayores tasas significan, pensando en el corto plazo, mejores resultados para el sector financiero. Basta repasar las recientes sugerencias de los organismos internacionales a la Argentina para ver plasmada esta vieja secuencia.

Hacia dentro, los tres ingredientes del cóctel de la independencia con mandato unidimensional quedan completos: 1. dogmatismo ideológico de credo monetarista; 2. celo profesional; 3. intereses sectoriales.

Hacia fuera, en tanto, el discurso contiene tres legitimaciones clave:

  • Primero, se presupone que la política monetaria puede ser autónoma, independiente de la política económica como un todo. Independiente, por ejemplo, de los problemas del crecimiento y el desarrollo.

  • Segundo, al separarse la instrumentación de la política monetaria de los avatares de la política en sentido amplio se consigue una mayor “confianza de los mercados”, y por lo tanto más inversión y crecimiento.

  • Tercero, se supone que la independencia del Banco Central se traduce en menor inflación, meta que parece tornarse un fin en sí mismo.

El primer punto puede rebatirse rápidamente con un ejemplo de otras geografías. La Reserva Federal tiene efectivamente como objetivo preservar la estabilidad monetaria, pero también debe aportar a promover el empleo. Su presidente debe explicar semestralmente al Congreso estadounidense qué hizo la política monetaria para favorecer la creación de puestos de trabajo. La autoridad monetaria tiene así un doble mandato. La política monetaria no está separada de los aspectos esenciales del desarrollo. En concreto el mandato de la Fed es “mantener el crecimiento sostenido de los agregados monetarios y crediticios de un modo consistente con el potencial de crecimiento de la economía, así como para promover efectivamente los objetivos de pleno empleo, estabilidad de precios y moderadas tasas de interés de largo plazo” (“Federal Reserve Act”, Section 2 A, Monetary Policy Objectives).

Respecto del segundo punto, luego de la experiencia de los ’90 y de la crisis de 2001, el presunto círculo virtuoso de la “confianza de los mercados” perdió entidad y resulta ocioso argumentar en su contra. Sin embargo, como detalla el economista Javier González Fraga (ver aparte) los mercados no necesariamente actúan con racionalidad e información completa y puede ser válido afirmar que, en el actual contexto, una reforma puede tener incidencia en las expectativas.

El tercer punto –la relación entre más independencia del Banco Central y baja inflación– es el más interesante y también el más investigado. En un trabajo de 2005 realizado en el marco del Plan Fénix, los economistas Alejandro Vanoli y Haroldo Montagú repasaron la abundante literatura al respecto y compararon la experiencia de 40 países para los que establecieron parámetros de independencia de sus bancos centrales y las tasas de inflación conseguidas. La disparidad de los resultados obtenidos impidió encontrar relación alguna entre independencia de la autoridad monetaria e inflación. Un trabajo del FMI citado por Vanoli y Montagú agregó un dato complementario: “Los países que más han crecido en los últimos 40 años registran tasas de inflación anual promedio de entre el 7 y el 11 por ciento”. Desde la perspectiva empírica la baja inflación no es necesariamente una señal de economías fuertes.

La secuencia de los acontecimientos muestra que a partir de 2002 el Banco Central recuperó parcialmente las facultades de prestar al Gobierno y de financiar al sistema bancario. También interviene en materia cambiaria administrando un sistema de flotación en coordinación con las metas del Ejecutivo. Estos cambios ya demandaron reformas a la Carta Orgánica en 2002 y 2003, aunque sin adaptar el artículo 3 a las nuevas misiones que el Banco ejerce de hechos. Las reacciones a la reforma indican la probabilidad de que la resistencia tenga mucho de lucha simbólica.

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