NOTA DE TAPA
› Por Claudio Scaletta *
La 121ª Exposición Rural, vidriera del eterno malestar del campo, terminó con mucho menos ruido del esperado. A pesar de las nostalgias de guerra de parte de la vieja dirigencia agropecuaria, y con nuevamente un hombre de la Unión Industrial Argentina en el Ministerio de Economía, el tradicional debate campo versus industria pierde intensidad. En la mesa chica de las grandes empresas no faltan incluso los dispuestos a hablar de matrimonio. Los más escépticos creen, en cambio, que las armas serán veladas mientras los altos precios internacionales de las commodities se mantengan al son del tipo de cambio alto. Quienes miran los números sostienen que la unión no es de corto plazo: la nueva estructura de la economía reflejada por las cifras del Intercambio comercial, que destacan un asentado crecimiento exportador de los complejos agroindustriales, constituiría una señal fuerte de que se está a las puertas de una nueva alianza entre los sectores otrora en pugna. Incluso no fueron pocos los intentos –muchos de ellos efímeros y con diversas intencionalidades de lobby– para generar agrupaciones empresarias que expresen los intereses comunes de agro e industria. Los únicos fantasmas rondan entre las necesidades de corto plazo de la política antiinflacionaria. Algunos temen que los rumores de retenciones variables que se escuchan en voz muy baja en algunos pasillos del Poder Ejecutivo puedan hacer estallar la pax interempresaria. Cualquiera sea el caso, parece verosímil que la mayor renta agropecuaria generada por el aumento continuado de los precios internacionales no permanecerá exenta de tensiones distributivas.
El antagonismo campo-industria es uno de los debates más tradicionales en materia de desarrollo económico argentino. La herencia teórica del siglo pasado, fundamentalmente la generada en la posguerra hasta mediados de los ’70, dejó algunos conceptos todavía presentes en las discusiones, entre ellos el de “estructura económica desequilibrada” o el más conocido “deterioro de los términos del intercambio”. Desde la perspectiva política, la puja interempresaria se dirimiría hoy entre el bloque representativo de las “cadenas agroindustriales”, nueva alianza en la que se incluye al campo, y el tradicional bloque industrialista, asociado a la vieja industria pesada, aunque no solamente. La idea que subyace en esta escisión es que no existiría una política económica que contenga los intereses de ambos bloques, considerados a priori dicotómicos. Este conjunto de datos lleva a preguntarse por la actualidad de la herencia teórica y de las categorías de análisis. También por la realidad económica que sustenta los conceptos.
Buena parte de la tensión tradicional entre campo e industria se expresó en el concepto de “estructura económica desequilibrada”, que supone asumir una menor competitividad de la industria en relación con el agro, el paso previo para legitimar las transferencias intersectoriales de recursos, por ejemplo vía retenciones. Reconsiderando la “desindustrialización” del último cuarto del siglo pasado, el economista del Cenda Javier Rodríguez sostiene que, caído en desgracia el bloque industrial a partir de 1974, las políticas “antiindustria” partían precisamente de la idea de que el sector agropecuario contaba con ciertas ventajas comparativas, concepto que era leído, esencialmente, como la existencia de desventajas comparativas en la industria. En consecuencia, sostener o promover a la industria era ineficiente. El discurso de las desventajas, agrega Rodríguez, no terminó allí. También fue aplicado a determinados estratos del propio sector agropecuario. Así en los ’90 se sostuvo públicamente que unos 200 mil productores agropecuarios pequeños y medianos debían desaparecer por ineficientes. Con una moneda crecientemente sobrevaluada y con una importante caída de los precios internacionales en la segunda mitad de los ’90, entre otros elementos, unos cien mil productores agropecuarios debieron abandonar la producción. La paradoja, destaca el investigador, es que el mismo argumento fue utilizado para discriminar a favor de la industria y en contra de ella.
El economista del Cenit Andrés López, que también dirige el departamento de Economía de la FCE-UBA, sostiene que seguir considerando al campo y la industria como sectores antagónicos significa aferrarse a los esquemas analíticos de los ’70 sin sumar las transformaciones de las últimas décadas. Ello se debe fundamentalmente a que el campo ya no es solo ganadería o agricultura extensivas, sino un sector mucho más moderno y dinámico, con eslabonamientos industriales más complejos. López asegura que incluso a nivel académico resulta difícil mantener las viejas categorías. Como ejemplo destaca el rol de la biotecnología, la genética y la informática aplicadas a la actividad agraria y pecuaria. También el de las cadenas agroindustriales que finalizan en productos muy variados en respuesta a una demanda mucho más diversificada.
En la misma línea, el economista de la Cepal Roberto Bisang agrega que la demanda de bienes de base agraria experimenta una transición desde los productos industrializados a los “en fresco”, lo que supone una transformación radical en la estructura productiva y de servicios asociados. Estos productos requieren certificaciones, trazabilidad para seguir normas de seguridad sanitaria y de conservación, y brindan la posibilidad de diversificar la oferta agregando valor. Existe además una demanda dispuesta a pagar ese valor más alto. La tendencia, ejemplifica Bisang, no es vender duraznos enlatados, sino en fresco, refrigerados y quizá pelados y trozados. Bajo este escenario, asegura, resulta muy difícil seguir sosteniendo una separación estricta entre sector primario y manufacturas: los eslabonamientos se vuelven mucho más complejos.
Más allá de estas transformaciones, donde los complejos agroindustriales asumen un rol más preponderante que durante la segunda mitad del siglo pasado, con una separación más ambigua entre sectores económicos, sigue quedando pendiente la agenda de una política común.
Tradicionalmente las políticas basadas en las transferencias intersectoriales de recursos, con el citado sustento en el concepto de estructura económica desequilibrada, agregaban argumentos sobre la baja demanda de empleo del sector agropecuario. Bisang sostiene que esta argumentación puede ser válida solo cuando se mira el sector agropecuario exclusivamente desde la Pampa Húmeda, pero no desde las economías regionales y el conjunto de los complejos agroindustriales, los que hoy son altamente demandantes de mano de obra.
En materia de políticas, salvo la línea divisoria de los reclamos por las retenciones que gravan con mayor dureza a los sectores con menor agregación de valor –los más activos en el reclamo–, “agro e industria”, y por lo tanto todas las agroindustrias, acuerdan en el sostenimiento de un “tipo de cambio competitivo”, algo que solo parece disgustar a los sectores financieros vinculados al exterior.
Esta unidad implica también el cambio de destino de la producción. La vieja tensión entre las industrias orientadas al mercado interno versus las orientadas al externo que dominó en el pasado el escenario de la disputa parece hoy diluida. El ejemplo clásico es el de la industria automotriz, que durante la ISI (la etapa de Industrialización Sustitutiva de Importaciones) era afectada por una devaluación porque ello reducía sus ventas por entonces solo internas, mientras que hoy también se exporta. El mismo razonamiento se hace extensivo para la lógica de las cadenas de pymes proveedoras de las industrias exportadoras.
Por otra parte, el principal ruido dentro de la agroindustria es el generado por lo que el propio sector denomina “distorsión de los precios relativos”, conflicto directamente vinculado a la política de separar los precios locales de los internacionales que afecta a circuitos como los de la carne y la leche, pero este debate no se encuadra precisamente en antagonismos teóricos campo-industria, sino en la más pedestre política antiinflacionaria.
Entonces, ¿será cierto que la combinación de altos precios internacionales para las materias primas y tipo de cambio competitivo funciona como un velo de las contradicciones de fondo? Andrés López acepta esta posibilidad, pero asegura que la situación de bonanza fiscal asociada brinda al mismo tiempo un margen de maniobra y una oportunidad histórica para el desarrollo. Pone como ejemplo el caso de Chile, país que bajo la conciencia del carácter coyuntural de los buenos precios internacionales del cobre –fuente importante de sus recursos fiscales– creó un “Consejo de la Innovación” con miras a diversificar su economía, organismo que tras un profundo estudio identificó ocho sectores clave que deberían ser objeto de promoción del desarrollo.
Javier Rodríguez cree que en los hechos “la moneda sostenidamente devaluada brinda una protección al sector industrial y una mejora al sector agropecuario”, lo que contribuye a la construcción de “consensos con miras al desarrollo”. Pero “no es solo la rentabilidad lo que une, sino la mayor vinculación concreta a través de los complejos agroindustriales”, asegura. También la estrecha relación entre el sector agropecuario y la industria proveedora de insumos. A la vez la innovación en el sector agropecuario depende muy directamente de toda una serie de desarrollos industriales. “Los elementos similares y los yuxtapuestos de los diferentes sectores, sirven para enfatizar la necesidad de un desarrollo integrado. Los elementos diferenciales entre sectores y al interior de cada sector –que por cierto existen– sirven para señalar la necesidad de políticas específicas para cada actividad”, concluye Rodríguez.
“No debe pensarse en términos de agropecuario o industrial. Es necesario partir de una agenda positiva”, sostiene López. “El complejo sojero-aceitero ya está, la industria pesada también, existen pymes exportadoras sustitutivas que ahorran divisas y aportan empleo urbano. Lo que falta es el núcleo dinámico moderno. Hay que pensar en qué actividades puede insertarse la economía local, cualesquiera sean. El desafío es apuntalar el desarrollo de sectores nuevos y no perderse las transformaciones de la economía mundial”, aconseja el economista del Cenit.
Bisang cree que las alternativas para el desarrollo son dos. Insertarse en las industrias tradicionalmente denominadas de punta, como la microelectrónica, la nanotecnología, la biotecnología o el software, para lo cual el país no cuenta con una base previa o bien es débil. O industrializar en los sectores “en los que se tienen ventajas comparativas genuinas, lo que hicieron Nueva Zelanda, Australia o Canadá, o Estados Unidos hace 120 años. Esta vía para la Argentina sería la agroindustria, que no es lo mismo que el campo”. Pero el especialista advierte que el camino no está exento de dificultades, pues choca contra la estrategia de muchas multinacionales que tienen al país como proveedor de materias primas y con una estructura impositiva que no privilegia exportar pollos por sobre exportar maíz.
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