Domingo, 2 de septiembre de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por El Plan Fenix *
A raíz de las restricciones que se produjeron en el suministro de electricidad durante junio y julio, ha emergido nuevamente la cuestión energética. Este episodio reconoce disparadores de orden coyuntural; principalmente, la ocurrencia simultánea de escasez hidráulica en importantes cuencas generadoras y de temperaturas anormalmente bajas, con la consiguiente sobredemanda de gas. Pero, además, han aflorado diversas cuestiones estructurales referidas a la temática energética que requieren la adopción de decisiones, si se trata de asegurar un proceso sostenible de desarrollo con equidad. Una vez más, se enfrenta la evidencia del carácter estratégico del suministro energético, cuando las sociedades aspiran a una mejora de sus condiciones de vida y a la realización de sus potencialidades.
La instancia por la que atraviesa el suministro de energía en la Argentina permite afirmar que se está cerrando una etapa caracterizada simultáneamente por la abundancia de suministro de gas, el saldo excedentario en hidrocarburos líquidos y la sobrecapacidad de generación de energía eléctrica. Estas constataciones indican, sin duda, que resulta necesario avanzar hacia una nueva configuración de la oferta energética y en aspectos relacionados con la gestión de la demanda.
Se trata a continuación cada uno de estos tópicos.
En relación con el gas natural, la Argentina presenta hoy una matriz energética intensiva en gas, como ningún otro país en el mundo. Esta fuente aporta más del 40 por ciento del total consumido. Esto es el reflejo de un crecimiento abrupto –producido a fines de los años setenta– en las reservas, y de sucesivas decisiones políticas que alentaron la libre disponibilidad y la difusión de su empleo. De esta manera, el gas trascendió el uso residencial e industrial: se implementó un programa de reconversión del parque vehicular (actualmente responsable del 10 por ciento del consumo total) y se dio libertad a la exportación a países vecinos, la que llegó a representar un 15 por ciento del total producido. Además, se implantaron numerosas centrales generadoras de electricidad que utilizan únicamente este combustible, y que, ante su carencia, no pueden operar normalmente.
Estas decisiones, que respondieron al interés de las empresas privadas operadoras, violaron el elemental criterio de preservar las cada vez más escasas reservas estratégicas.
La revaluación a la baja de las principales reservas de gas y el crecimiento del consumo han reducido el horizonte de disponibilidad –alguna vez situado en más de 25 años– al orden de los 10 años y, al parecer, no existen expectativas a corto plazo de nuevos descubrimientos. El incentivo a su uso fue más allá de lo razonable y es un hecho que el gas no será tan abundante de aquí en más (al menos en un horizonte de mediano-largo plazo), por lo que debe diseñarse una estrategia de preservación y sustitución.
En cuanto a los hidrocarburos líquidos, éstos representan algo más del 40 por ciento del consumo energético. Al igual que en el caso del gas, existió una clara política, en la década pasada, de promover su extracción, sin obligación alguna de prospección y sin que existiera –al contrario de lo que ocurre en casi todos los países– reparo alguno ante el agotamiento de un recurso tan crítico. Esto permitió un incremento sensible e irracional de la producción. Las exportaciones alcanzaron en algún momento el 40 por ciento de la extracción. Hoy, la participación es menor, aunque significativa, y se encuentra parcialmente reconvertida a derivados que, por otra parte, tienen retenciones sensiblemente menores a las del petróleo. La ausencia de prospecciones anticipa la continuidad de la declinación de los valores producidos, y es esperable que el superávit externo en la cuenta de los hidrocarburos líquidos concluya en breve.
La generación eléctrica fue objeto de una profunda reforma en la década pasada. Ella significó la liberalización de la actividad y la separación entre generación, transporte y distribución. Una vez más, prevaleció la idea de que el mercado sería el mecanismo apto para la implantación de la capacidad necesaria tanto en producción como en transporte. Ahora bien, el potencial de generación se incrementó en cerca de 10.000 MW, dando lugar a holgura en la oferta. Pero más de un tercio de esta adición correspondió a decisiones tomadas y financiadas por el Estado (represas de Yacyretá y Piedra del Aguila), y lo restante fue producto tanto de una innovación tecnológica –la implementación de los ciclos combinados en generación térmica– como de la estrategia de monetizar las reservas de gas de parte de los productores que precisamente fueron los principales inversores en estos ciclos.
El incremento de oferta se tradujo en una caída del precio spot de la energía, que fue básicamente transferido a los usuarios industriales (no así a los residenciales), a fin de compensar el bajo tipo de cambio entonces vigente e incrementar ventas. Como producto de este esquema, cesaron virtualmente las inversiones en el año 2000. No hubo, además, nuevos emprendimientos en generación no térmica en toda la década pasada.
La demanda de capacidad se incrementó paulatinamente, en escalones anuales del orden de 800 MW, hasta tocar un pico (anómalo) de 18.300 MW en junio pasado, frente a una capacidad nominal instalada de 24.000 MW. Debe agregarse a esto la ineficacia de los estímulos “de mercado” para la expansión de redes de transporte eléctrico. Esta fue reconocida, en parte, en los años ‘90, con la creación del Fondo para el Transporte Eléctrico Federal. Por su parte, las empresas distribuidoras realizaron escasas inversiones para mejorar la calidad del servicio.
En definitiva, el esquema regulatorio consolidado en la década pasada permitió capitalizar rápidamente rentas primarias y ganancias tecnológicas a un conjunto reducido de actores privados, pero por cierto se mostró incapaz para asegurar una eficaz gestión para el largo plazo. Es más, toda necesidad de racionalidad de mediano y largo plazo fue negada como consecuencia de una concepción de absoluto laissez faire que encubrió una apropiación de rentas con miras de muy corto plazo. El escenario fue entonces de agotamiento de los recursos fósiles. No existieron proyectos de diversificación de la matriz energética. Esta se concentró en el uso de los hidrocarburos líquidos y gaseosos, al tiempo que no se avanzó en la prospección. En conclusión, se dilapidaron recursos petroleros y gasíferos en épocas de energía barata. Ahora el posible agotamiento de reservas nos enfrenta a un mundo con costos decididamente más caros.
En este panorama se introduce el episodio reciente de restricción energética. Desde el Gobierno, se instrumentaron medidas coyunturales, razonables algunas de ellas (la contención del consumo eléctrico industrial y la restricción al uso del gas natural comprimido GNC), objetables otras (la no disminución del alumbrado público, claramente redundante en muchos casos). Pero tal vez la mayor carencia que se ha percibido en la sociedad es la de una explicación que enmarque las acciones tomadas en una perspectiva explícita de mediano y largo plazo.
Se insinúa una estrategia: por iniciativa gubernamental, se encuentran en curso, desde hace varios años, diversos proyectos de ampliación de la capacidad de generación y de transporte eléctrico y de gas. Buena parte de ellos está demorada, pero de concretarse en tiempo y forma los nuevos cronogramas anunciados para estas obras, sería posible la razonable gestión –durante los próximos cinco años– de un sistema que se ha mostrado cada vez más vulnerable, aunque no en el nivel crítico que ciertos voceros pretenden. Los recientes acuerdos referidos a la provisión de gas con países de la región, de cumplirse también en tiempo y forma, permitirán además despejar dificultades de abastecimiento.
Estas acciones son, sin embargo, insuficientes. Se impone avanzar hacia una formulación más integral, que aún está ausente. Claramente, el eje central debe ser el diseño de una transición hacia una matriz más diversificada, en la que hidroelectricidad y energía nuclear deberán ser las que más deberán crecer, además de recurrirse complementariamente a fuentes no convencionales, como los biocombustibles, la energía eólica y, en menor medida, la energía solar.
En este marco, varios son los carriles por los que debe transitar la acción gubernamental. Entre ellos, se señalan los siguientes:
1. Es necesario encarar una política de racionalización en el uso de los recursos energéticos, mediante acciones correctivas de desperdicios evidentes (como es el caso de una autopista interurbana iluminada de más de 200 km, algo posiblemente único en el mundo), la promoción sistemática del ahorro energético y la revalorización de opciones de bajo costo energético, como son los casos del transporte ferroviario y el transporte público urbano.
2. Es perentoria la redefinición del marco regulatorio de generación y transporte eléctrico. No es la descentralización sino la planificación lo que debe regir aquí. Ello es así tanto por la magnitud y elevada vida útil de las inversiones requeridas, como por el exhaustivo conocimiento existente acerca de la actividad, que torna inútiles las “señales” del mercado. En este marco, puede existir operación privada y puede regir por cierto el principio de marginalidad en la operación. Pero resulta indispensable que los excedentes que genere el sector por sobre sus costos, incluida una rentabilidad adecuada, sean destinados a un fondo para ampliación de la capacidad, gestionado por el Estado y no apropiado por el sector privado. Asimismo, generación y transporte deben ser gestionados en forma conjunta, bajo una lógica similar de planificación técnicamente fundamentada y transparente.
3. El sector petrolero y gasífero requiere una profunda reformulación. En lo referente al tema de las reservas, se requiere, ante todo, obtener un dato fiable acerca de su magnitud y probabilidad (algo hoy inexistente) e identificar el efectivo horizonte de disponibilidad del país, con el fin de delinear un plan de acción consistente. Respecto del plano contractual, debe reemplazarse la figura de concesionario por la del contratista y reinstalarse con convicción y firmeza la noción de que las reservas hidrocarburíferas son propiedad de la sociedad, y no de los operadores, lo que también vale para la renta que ellas generan. Esta renta –que hoy representa no menos de 15.000 millones de dólares anuales–, deducido lo apropiado por vía impositiva, podrá en parte ser redistribuida a la sociedad (como lo es de hecho ahora) con el fin de aprovechar la ventaja comparativa de la economía del país –o minimizar las desventajas relativas que la importación de energéticos acarrea– y el remanente, que estimamos en un 40 por ciento, favorecer el desarrollo y la distribución. Pero, además, debería constituir una de las bases mayores de financiamiento del crecimiento y reconversión energética, sea bajo la forma de nuevas prospecciones de hidrocarburos, sea como inversión en fuentes alternativas. La actual jurisdicción de las provincias sobre los recursos hidrocarburíferos de áreas no marítimas no debería ser óbice para alcanzar este propósito. La solvencia y la competitividad energéticas son propósitos que no pueden sino ser asumidos con firmeza por la Nación. Esto no ocurre en la actualidad, cuando las provincias extienden por décadas los contratos de concesión vigentes, alejando la posibilidad de modificar convenios que colisionan con el interés público. Por otra parte, se deberán analizar los aspectos jurídicos y económicos relacionados con la empresa Enarsa para posibilitar su real liderazgo en materia energética, priorizando el resguardo de la transparencia y la soberanía nacional.
4. La temática de precios y tarifas debe ser objeto de un cuidadoso tratamiento. Se ha aducido que el origen de la actual coyuntura restrictiva debe buscarse en la falta de realismo de las tarifas. Al respecto, resulta oportuno consignar lo siguiente: por una parte, las tarifas eléctricas y de gas han sido reajustadas considerablemente para usuarios no residenciales, lo que implicó reequilibrar los valores medios percibidos por los operadores, luego de las pronunciadas bajas en la década pasada (no percibidas, como ya se dijo, por los usuarios residenciales). Asimismo, debe destacarse que los consumos residenciales de electricidad y gas fueron los que menos crecieron desde 1998, a pesar de la caída real de las tarifas correspondientes. En consecuencia, no debe esperarse un impacto sustantivo sobre el consumo residencial de un eventual reajuste tarifario (salvo incrementos desmedidos). Esto no quita que, a largo plazo, el horizonte de una energía más cara suponga oportunas correcciones en particular sobre los sectores de elevados consumos eléctricos residenciales cuya tarifa es hoy irrisoria. Ello con el fin de contribuir a un uso más racional, siempre atendiendo a impactos distributivos para usuarios de bajos ingresos. Este reajuste afectará, de todas maneras, al conjunto de los usuarios. Es urgente encontrar una solución a la dramática situación de los sectores de menores recursos que utilizan gas envasado en garrafas que, como es sabido, resulta mucho más oneroso, promoviendo un precio diferencial en las áreas que así lo ameriten.
En definitiva, el sector energético debería ser testigo de un mayor involucramiento estatal y social. Esta situación, que en parte se está produciendo de hecho, requiere ser consolidada de pleno derecho, y apoyada sobre estudios criteriosos y fundados, con la concurrencia de las universidades y centros de investigación que limiten, al menos, el sesgo que hoy provocan los intereses particulares.
Una visión de largo plazo –a un horizonte no menor a los 20 años– debería producir respuestas más adecuadas que las que surgen de mercados miopes y actores privados poderosos, carentes de perspectiva. Cuestiones tales como el futuro desarrollo minero (un gran consumidor de energía eléctrica) y de los biocombustibles deben ser tratadas en este contexto. En relación con estos últimos, ello no deberá comprometer el medio ambiente ni la seguridad alimentaria.
Hay, desde ya, medidas que pueden tomarse en el corto plazo, aunque siempre referenciadas a un marco estratégico. Es necesario, entre otras acciones, reducir la demanda de gasoil para el uso de vehículos livianos y apuntar a una convergencia de precios entre naftas y gas natural comprimido. Se requiere, además, avanzar en la reducción gradual de las exportaciones de hidrocarburos, supeditándolas al hallazgo de nuevas reservas.
La Argentina dispone todavía, por fortuna, de un importante caudal de recursos para enfrentar el desafío energético. Ellos comprenden un potencial hidroeléctrico todavía no explotado, espacios geográficos aptos para explotar biocombustibles y energía eólica y el potencial –hoy una incógnita– que pueden brindar los hidrocarburos aún no descubiertos, tanto en cuencas explotadas como en nuevas.
El carácter rentístico de la actividad de los hidrocarburos y su particular dinámica explican que se halle expuesta a la poderosa influencia de intereses generalmente opacos, en todas partes y sea cual fuere el particular modo de gestión que adopte: público o privado, ya que lo característico es algún tipo de interacción entre ambos. La historia y la actualidad ofrecen acabadas muestras de a qué extremos se puede llegar para lograr su apropiación. Resulta indispensable, pues, que se impulsen modos de gestión, controles y prácticas de comunicación que aseguren la máxima transparencia ante la opinión pública. En esta cuestión se verifican agudos déficit que deben llevar, rápidamente, a la redefinición de las políticas y las prácticas predominantes desde hace ya largo tiempo, tanto en el sector público como en el privado.
Nuestro país cuenta con los recursos intelectuales, técnicos, industriales y financieros necesarios. Entre éstos debemos contabilizar una rica y consolidada experiencia en el ámbito de la energía nuclear, sin menoscabar el hecho de que tanto la explotación hidroeléctrica como la de los hidrocarburos fueron también realizadas con personal altamente capacitado de origen local.
Considerar el sector energético como un potencial integrador de tramas productivas de alta tecnología debería ser una meta por lograr en pocos años. Para ello es indispensable considerar la temática de un modo integral a través de un sistema de planificación sólido y una mayor comunicación e interacción entre los sectores académicos y productivos. Se trata, ni más ni menos, de poner esta riqueza en movimiento, con racionalidad y bajo una gestión eficaz y transparente, al servicio de un proceso de desarrollo con equidad.
* Proyecto estratégico, Facultad de Ciencias Económicas, Universidad de Buenos Aires.
A raíz de las restricciones que se produjeron en el suministro de electricidad durante junio y julio, ha emergido nuevamente la cuestión energética.
Han aflorado diversas cuestiones estructurales referidas a la temática energética que requieren la adopción de decisiones, si se trata de asegurar un proceso sostenible de desarrollo con equidad.
Resulta evidente el carácter estratégico del suministro energético, cuando las sociedades aspiran a una mejora de sus condiciones de vida.
Se está cerrando una etapa caracterizada simultáneamente por la abundancia de suministro de gas, el saldo excedentario en hidrocarburos líquidos y la sobrecapacidad de generación de energía eléctrica.
Resulta necesario avanzar hacia una nueva configuración de la oferta energética y en aspectos relacionados con la gestión de la demanda.
El eje central debe ser el diseño de una transición hacia una matriz más diversificada, en la que hidroelectricidad y energía nuclear deberán ser las que más deberán crecer.
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