Domingo, 14 de agosto de 2011 | Hoy
CINCUENTA AñOS DEL INSTITUTO ARGENTINO SOBRE EL DESARROLLO ECONóMICO
Por Ariel Dorfman *
No recuerdo bien cuándo mi papá me habló por primera vez del IADE. Voy a escoger una fecha, por lo tanto, una que no sea inevitablemente arbitraria, puesto que evoca un momento que hace sentido con lo que sé de la historia de nuestra familia y de la historia de Adolfo.
Digamos, entonces, que fue a principios de los ’80, antes de que la dictadura militar argentina cayera, durante alguna visita que mis padres nos hicieron a los Estados Unidos, donde habíamos recalado Angélica y yo y nuestros hijos después de años vagando por un exilio europeo en espera de que Pinochet fuera derribado por una insurrección popular. Aunque esa conversación pudo haberse verificado a fines de los años ’70 y en Amsterdam.
Fue durante un período, en todo caso, complicado para mi papá, así como para las ideas que defendió toda su vida y complicado también para el país argentino que tanto amó. Adolfo no podía vivir, no podía respirar, no podía levantarse en las mañanas y hacer su inolvidable gimnasia (hasta unos días antes de su muerte, en 2003, seguía estirando las piernas y gesticulando con los dedos y fortaleciendo los bíceps), Adolfo no podía concebir la existencia sin trabajar. Pero cuando, después del golpe contra Allende en 1973, retornó con mi madre a su Buenos Aires tan ferviente y rememorado (donde ya vivía mi hermana Eleonora), se encontró con un clima político que tenía poco interés en sus talentos y menos en su visión de un país y una industria independientes y soberanos y justicieros. Algunas misiones por América latina agenciadas con la Cepal (organismo que ayudó a fundar con Prebisch y a la que había servido con tanta devoción) no bastaron para su pródiga energía, y tampoco colmaron su deseo de contribuir a crear una alternativa en la Argentina diferente a los modelos prevalecientes y, por qué no decirlo, francamente retrógrados.
Las circunstancias laborales eran, entonces, adversas para un hombre que ya había cumplido los setenta y cinco años de edad, pero yo lo noté, en aquella visita que quiero recordar –pongamos que fue en 1982–, bastante más animado que de costumbre. Siempre nos dábamos, con mi papá, tiempo para sostener largas y anchas conversaciones (en las que solía participar Angélica), siempre buscábamos infinitos interludios en que él me hablaba de sus actividades y, por cierto, opinaba acerca de todo lo que andaba mal en el mundo y cómo arreglarlo, y profetizaba lo que iba a pasar económica y políticamente en tal o cual lugar del globo. Y, claro, rara vez se equivocaba en sus pronósticos. En esta ocasión, él me contó que se había vinculado con el Instituto Argentino sobre el Desarrollo Económico, un grupo de “gente macanuda”, y que estaba escribiendo algo sobre la crisis de la ocupación industrial para su revista Realidad Económica. Esto de que tuviera la palabra “realidad” en el título le gustaba mucho, ya que le parecía que demasiados “expertos” vivían en la más perentoria “irrealidad” –cargados de ilusiones y espejismos, decía–, que desafortunadamente producían efectos sumamente reales en las vidas y sufrimientos también reales de los trabajadores y sus familias. Los compañeros del IADE, en cambio, buscaban otro tipo de análisis sobre la nación y el mundo, entendían que la ciencia económica estaba para servir a las grandes mayorías.
En los años que siguieron, su ligazón con el IADE se fue profundizando. Cuando pude, ya en 1984, ir a ver a mis padres al departamento de la avenida Callao, visita posible porque ya no vendrían a buscarme los escuadrones de la muerte que casi me encontraron en el departamento de mi abuela en el verano de 1974, encontré a mi papá trabajando asiduamente detrás de su inmenso escritorio, atiborrado (tanto él como el escritorio mismo) de papeles y recortes y rumas de datos. A esas alturas, ya era asesor del gobierno de Alfonsín y profesor en la Escuela de Ingeniería de la UBA, pero el motor central de su dinamismo provenía de su relación con los amigos del IADE y los ensayos que iba produciendo para la revista. Una conexión que se cimentó aún más cuando lo nombraron presidente honorario y, finalmente, con un número de homenaje para sus noventa años, que tenía en la portada una caricatura suya por Hermenegildo Sábat (cuyo original desplegó en la casa, pese a que el dibujante le había adosado una nariz aún más prominente de la que la naturaleza y los genes le habían legado).
Menciono todo esto (y callo tanto más) porque, ahora que el IADE celebra su medio siglo de existencia, estoy seguro de que a mi padre le hubiera encantado estar presente en las festividades, preparando otro artículo, otra conferencia, otra tertulia, otros consejos, otras críticas. Pero no hubiera podido decir –porque era él tan reservado con sus emociones como yo las dilapido en forma pública– lo que ahora quisiera yo puntualizar: cuando el Instituto le dio a mi padre un espacio para pensar y escribir y aportar, estaba estableciendo un modelo de trabajo patriótico e intelectual autónomo en tiempos difíciles. Ya lo sé: mi viejo era una eminencia, había escrito aquellos textos cruciales sobre la industria en la Argentina y en América latina, había sido el adalid del petróleo para la nación y no para los consorcios, para la educación y el sembrado y no para los que ponían el capital, había sido de los primeros que entendió cómo las cuencas hidrográficas podían ser un espacio de desarrollo y emancipación, había advertido antes de que nadie se diera cuenta cómo la computación iba a cambiar el mundo, fue de los que tuvieron la premonición de los desastres ecológicos que nos esperaban si no creábamos otro tipo de mundo y otro tipo de ética. Pero, ¿quién lo reconocía, quiénes fueron capaces de entender lo mucho que todavía podía entregar? ¿Quiénes aparecieron en el velorio? ¿Qué organismo gubernamental o internacional se hizo presente? Pero los amigos y discípulos y hermosos del IADE, ellos sí. Lo que mi papá no pudo decir en esa ocasión, porque la muerte es precisamente la incapacidad de hablar por la boca propia y la necesidad de hablar, desde ahora en adelante, por boca de otros, es que había pasado él su vida en una cierta soledad. Debido a su intransigente defensa de sus ideales políticos, debido a su negativa a colocarse al servicio de los poderosos, debido a su desprecio por los aduladores y los cómplices y los acomodaticios, no pudo Adolfo acceder a puestos de suma influencia, ser ministro, por ejemplo, algo que sin duda ambicionaba y que también sin duda merecía. Presencié, a lo largo de mi vida y la suya, cómo una y otra vez rechazó todo compromiso, toda prebenda que significara traicionar su lealtad a los principios en que creía, la liberación con que soñaba.
No hablaba de su soledad. No se quejaba de ella. No hubiera admitido su existencia si alguien la hubiese mentado.
Pero no por ello era menos real. Real. Parte de su realidad.
Y por eso su trabazón íntimo con el IADE fue tan fundamental.
Acogieron a mi padre, recibieron su sabiduría y su sentido del humor y su deseo de dar todo y más que todo a la causa de la liberación de nuestros pueblos, y lo ayudaron a derrotar, en las últimas décadas de su vida, esa soledad que nació de ser digno y recto y correcto.
Tal vez a él no le gustaría que yo enfatizara este aspecto de su enlace con el Instituto.
Probablemente preferiría que yo acentuara la trascendencia primordial del esfuerzo colectivo, cómo un pensador más otro más otro más, organizados en torno de un proyecto, pueden ir aportando análisis sobre la realidad, un enjambre de ideas alternativas que vamos a necesitar si queremos de veras ser libres.
Pero se construye ese mundo posible, se sueña ese mundo posible, se va creando poco a poco ese mundo posible, no sólo con la mente y los informes y los antecedentes sino, también, con el cariño y el respeto y la comprensión de lo mucho que pueden seguir dando de sí aquellos que comenzaron la lucha mucho antes de que el IADE se fundara hace cincuenta años: sólo se puede construir ese futuro con una gran ola de solidaridad.
Y recordar todo esto en el aniversario del IADE no debe entenderse únicamente como el homenaje que mi padre no puede hacer ahora, pero que llevó a cabo durante tanto tiempo, sino también, para mí, una manera de continuar una conversación con él que, jubilosa y pausadamente, nunca quiero concluir
* Escritor.
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