Domingo, 4 de septiembre de 2011 | Hoy
Por Claudio Scaletta
La reducción de la oposición a la irrelevancia electoral significa que algunos debates económicos, como la magnitud de los logros conseguidos, se tornaron innecesarios. Esta vez las urnas mostraron que los medios de comunicación hegemónicos pueden amplificar o frenar tendencias sociales, pero no construir la realidad. No se trata de patear al que está en el piso, sino de destacar que el microclima destilado y retroalimentado por la cadena nacional de medios privados nunca se pareció al mundo real.
Pero si la lectura mediática preelectoral fue equivocada, la de la derrota parece aun peor. Dejando de lado factores como la subjetividad y la defensa de intereses, la explicación autoexculpatoria de la oposición mediática sostiene que esa mitad más uno que votó por la continuidad del modelo estuvo integrada por las clases bajas beneficiadas por el asistencialismo, mientras que “la parte buena” de la sociedad, la mitad menos uno restante y pensante, las clases acomodadas que padecen y pagan los costos del populismo, fueron quienes se mantuvieron con la mente clara.
El problema de esta interpretación, más allá de los guarismos de algunos distritos, no sólo es incorrecta, sino que intenta crear, a fuerza de machacar, una nueva mentira: que los 8 años de crecimiento beneficiaron a unos en desmedro de otros.
La mejor manera de acercarse a la verdad es con los datos: observar cuál fue la evolución de las clases sociales desde 2003. Para hacerlo no se necesitan profundidades teóricas, sino recurrir a las fuentes que mejor se ocupan de estos análisis: las consultoras de marketing, medidoras constantes del universo de los consumidores.
De acuerdo a la Consultora W, que dirige el ex ACNielsen Guillermo Oliveto, entre 2004 y 2010, la clase alta (abc1) creció del 5,4 al 7,0 por ciento de la población. La clase media alta (c2), del 14,4 al 17,0 por ciento y la clase media típica (c3), del 24,8 al 30,0 por ciento.
Al mismo tiempo, la clase media baja (d1) se redujo del 33,2 al 32,0 por ciento de la población y la baja (d2/e) del 22,2 al 14,0 por ciento. Dicho de otra manera: se registró un crecimiento del 30 por ciento en la cantidad de integrantes de la clase alta, del 14 por ciento de la media alta y del 21 por ciento de la clase media típica, a la vez que la clase media baja se retrajo un 4 por ciento y la baja, un impresionante 59 por ciento.
La lectura superficial de estos números, sumando por ejemplo los resultados de las PASO en Vicente López o Recoleta, sostiene que, como se achicó muchísimo la clase baja a causa del puro asistencialismo, entonces todos los que escaparon de la pobreza votaron a Cristina y marcaron la diferencia.
Pero el mundo es menos simple. Los números indican una paradoja sólo aparente, que no sólo hay menos pobres, sino también más clase media y alta. Es decir que existió un crecimiento equitativo, incluso para los ricos presuntamente confiscados. Un panorama que derrumba otra noción falsa: que los procesos redistributivos como el argentino no operan sobre los activos existentes (carácter “confiscatorio”), sino que redistribuyen “ingresos”, es decir, operan hacia adelante en el momento de la agregación de valor.
Y aquí entra la segunda parte de la interpretación de los resultados electorales. De pronto, la derecha local descubrió, o le cayó en la cabeza, que las condiciones de vida del conjunto de la sociedad habían realmente mejorado, con todas las clases sociales empujando para arriba y el vil metal, maldito materialismo de los votantes, marcando las diferencias de humor.
De un día para otro, la situación dejó de ser asfixiante, con electores atribulados por la inflación y llenos de furia y con miles de aportantes a las AFJP ofendidos por la confiscación de sus ahorros. Todo lo contrario, parece que ahora se descubrió que hay más jubilados (sin que se agregue que la AUH se paga de sobra con el dinero que antes se llevaban de comisión las AFJP) y que la población siente que la inflación existe, pero que para los asalariados, privados y públicos, activos y pasivos, los ingresos y el poder adquisitivo no se deteriora.
Tras las elecciones de 2009, el oficialismo, aunque no lo hizo público, fue capaz de aprender de sus errores y reformular su gestión, llegar con políticas allí donde había perdido votos: entre los más pobres. Puede ser que muchos electores del “campo” hayan estado enojados con la 125 y por la sequía de aquel año, pero como reconoció el tambero Hugo Biolcati, el voto del campo no hizo la diferencia. Lo duro de la derrota de 2009 fue haber perdido apoyo en la base social del peronismo. Recuperada, lo peor que podría suceder en el presente es que a la luz de la victoria se relegue la necesidad de continuar con las transformaciones. Las tensiones acumuladas del crecimiento y el potencial impacto de una agudización de la crisis internacional son una barrera para cualquier idea de mantenerse en piloto automático
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