› Por Mario Rapoport y Leandro Morgenfeld *
Ahora que Estados Unidos es el país más endeudado del mundo y con una balanza comercial crecientemente deficitaria, se dedica desesperadamente a recobrar acreencias que lograron piratear en otras épocas. La crisis económica desatada en 2008 obliga a la Casa Blanca a afinar una agresiva política exterior en materia económica. En este marco, el presidente Barack Obama le cortó esta semana beneficios arancelarios a la Argentina debido a la presión conjunta de fondos buitres (aquellos que no entraron al canje de la deuda) y empresas norteamericanas que se amparan en fallos del Ciadi (Centro Internacional de Arreglo de las Diferencias relativas a Inversiones, dependiente del Banco Mundial), una trampa jurídica inventada para gobiernos tan confiados y pícaros como el menemista, que escondieron las doctrinas Calvo (1896) y Drago (1902) en un sótano del Ministerio de Relaciones Exteriores.
La administración Obama condenó el lunes pasado a la Argentina excluyéndola del Sistema General de Preferencias (que otorga ventajas arancelarias a países “en desarrollo”). Lo hizo para presionarla a pagar 300 millones de dólares a las empresas Azurix (ex proveedora de servicios de agua y cloacas en Buenos Aires) y Blueridge (fondo de inversión que compró a la empresa CMS, accionista de una transportadora de gas que operaba en el país en la época de la convertibilidad). Pero también por la presión de los fondos buitres, aquellos que compraron por monedas títulos de deuda argentinos, no aceptaron el canje y pretenden realizar ahora un extraordinario negocio. La Casa Blanca, a pesar de plantear en noviembre pasado que busca recomponer el vínculo bilateral, es presa del lobby de la American Task Force Argentina (AFTA), una coalición de organizaciones que reúnen a poderosos especuladores.
El gobierno norteamericano insiste en dos tópicos: la falta de seguridad jurídica derivada del supuesto no reconocimiento de los fallos del Ciadi y las políticas proteccionistas argentinas (limitaciones a las importaciones establecidas recientemente). Estos serían los obstáculos que dificultarían las relaciones económicas bilaterales.
En verdad, ninguna de estas cuestiones es novedosa. En casi doscientos años, desde el reconocimiento de la independencia del Río de la Plata por parte de los Estados Unidos, las relaciones comerciales con la potencia del norte fueron muy poco complementarias y en ocasiones altamente conflictivas. Estados Unidos casi nunca dejó que los productos argentinos entraran en sus mercados mientras que la Argentina se fue haciendo cada vez más dependiente de las importaciones de aquel país, sobre todo en lo que se refiere a bienes de capital con alto contenido tecnológico e insumos industriales.
Por ejemplo, ya antes de 1914, como señala Alfred E. Eckes, un experto estadounidense en el tema: “Los granjeros norteamericanos se quejaban de problemas en el acceso a las exportaciones. Con las mejoras en los fletes y las comunicaciones, se incrementó la competencia en el mercado europeo de oferentes como Australia, Argentina, Canadá y Rusia, en commodities tales como harina y trigo. Entonces, los asuntos de seguridad y las presiones políticas de los granjeros contribuyeron a aplicar medidas más proteccionistas”.
Hace más de un siglo que los grandes productores agropecuarios del país del norte presionan al Capitolio y a la Casa Blanca para impedir la competencia de bienes primarios provenientes de la Argentina. Se pueden citar varios ejemplos de vieja data respecto de las dificultades que encontró nuestro país para exportar a los Estados Unidos.
- Hacia 1867, tras la Guerra Civil, el Parlamento norteamericano cerró virtualmente la importación de lanas argentinas al dictar la ley de Lanas y Manufacturas de Lanas. Este producto era el rubro principal dentro de la estructura exportadora de la época, y Estados Unidos absorbía una cuarta parte de las colocaciones argentinas. Esta medida llevó a la quiebra a muchos productores y debieron sacrificarse millones de ovejas.
- En 1921, el presidente norteamericano W. H. Harding pidió al Congreso una ley de emergencia tarifaria señalando: “Creo en la protección a la industria norteamericana y es nuestro propósito que Norteamérica prospere primero”. En consecuencia, en 1922, se promulgó el arancel (Tariff Act) Fordney-McCumber, que representaba volver a los niveles de protección previos a la Primera Guerra Mundial y afectaba entre otras cosas el comercio de carnes, cereales y frutas.
- A pesar de que a mediados de la década del ’20 el mercado norteamericano no era de un volumen importante para las exportaciones de nuestro país, prometía incrementos sustanciales a fin de poder equilibrar un comercio cada vez más desigual a favor de Washington. Sin embargo, en septiembre de 1926, el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos emitió una disposición por la cual se prohibía la entrada de carnes frescas o refrigeradas de regiones con aftosa, perjudicando especialmente a la economía argentina cuyas principales zonas ganaderas se consideraban afectadas por esta enfermedad aún cuando muchos de esos productos eran aceptados en Inglaterra y Europa continental. Londres no aplicó las mismas políticas que el país del norte, en tanto esto hubiese perjudicado seriamente su economía doméstica, que podía resultar afectada por un aumento del costo de vida. Lo que ocurrió en Estados Unidos es que se impusieron los intereses del Farm Bloc (bloque agrícola), que pretendían y lograron evitar la competencia de la carne argentina. En este episodio encuentra su justificativo el lema de “comprar a quien nos compra” enarbolado por la Sociedad Rural Argentina, que constituye el primer antecedente del acuerdo comercial más importante firmado por la Argentina en la década siguiente: el controvertido Tratado Roca-Runciman.
- En diciembre de 1930, luego de la caída de Wall Street, el Congreso norteamericano instrumentó la ley arancelaria Smoot-Hawley, que impuso las tarifas aduaneras más altas en la historia de los Estados Unidos. En consecuencia, las exportaciones argentinas a Estados Unidos se redujeron casi un 75 por ciento entre 1929 y 1931. Hubo así en el país una considerable agitación pública contra Washington. De acuerdo con esa ley arancelaria, las tarifas promedio llegaron al 59,1 por ciento en 1932.
- Otro incidente sucedió durante la implementación del programa de reconstrucción europea en la posguerra (el llamado Plan Marshall), ya que los países latinoamericanos tenían la expectativa de participar como proveedores de productos agropecuarios. No obstante, ninguno de ellos pudo incorporarse, ya que Estados Unidos, cuyo poder en la orientación de las compras era determinante dado que proveía las divisas, no autorizó la concreción de tales negocios, que perjudicaban la colocación de sus excedentes agrarios. Una vez más, el lobby agropecuario borró de un plumazo las ilusiones argentinas.
- Ante la crisis mundial, y luego, en la posguerra, como parte de su prédica de libre comercio, se reemplazaron los aranceles por cuantiosos subsidios agrícolas, que se triplicaron en la última década del siglo XX. El proteccionismo estadounidense abandonó la clásica forma de las barreras arancelarias, pero se mantuvo vigente de una manera distinta.
- En los últimos años, Washington había dado claras señales de que iba a disminuir esos subsidios (haciéndolos menos distorsivos) y se esperaba que, en el marco de la Organización Mundial del Comercio (OMC), los redujera. Pero esto no ocurrió, se empantanaron las negociaciones y hasta cayeron acuerdos como el ALCA, por la negativa estadounidense a desmantelar el proteccionismo vía subsidios agropecuarios. En cambio, la situación empeoró en forma considerable con la aprobación por parte del gobierno de George W. Bush (h) de una nueva Ley Agrícola (Farm Bill), en la que se profundizaron las medidas de apoyo al sector agropecuario norteamericano. Esta nueva ley significó un giro de 180 grados en comparación con la vieja ley, Fair Act, que rigió entre 1996 y 2002. La Fair Act buscaba que los agricultores decidieran qué producir, cómo producir y en qué cantidad producir teniendo en cuenta los precios del mercado y no los incentivos que otorgaba el gobierno. La nueva legislación se apartaba considerablemente de dicho enfoque, ya que procuraba garantizar niveles de rentabilidad mínima para la producción sectorial, más desprendidos de las señales del mercado.
- Esta ley agrícola fue aprobada el 13 de mayo de 2002, teniendo como objetivo reemplazar a la ley de 1996. Entró en vigencia a partir de septiembre del mismo año, autorizando un gasto estimado superior a los 100.000 millones de dólares (o 19.000 millones anuales), y representaba un incremento en el monto de los subsidios del 70 por ciento con respecto a la ley anterior de 1996 (51.700 millones).
En resumen, Estados Unidos es el principal productor agrícola del mundo y, a la vez, un gran exportador. En consecuencia, juega un papel clave en la formación de los precios internacionales y, de este modo, cualquier distorsión que se genere en su mercado tiene amplias repercusiones en los mercados mundiales y afecta a numerosos países, en este caso particularmente al nuestro.
La actual negativa a habilitar el ingreso de carnes y limones argentinos, con la excusa de medidas sanitarias, no es más que la vieja práctica de proteger a los grandes productores agropecuarios norteamericanos. Y explica, en parte, por qué la balanza comercial bilateral favoreció en el último año a Washington por más de 4000 millones de dólares, a pesar de las recientes quejas de su gobierno por la regulación argentina de sus importaciones. Es más, la Argentina es uno de los pocos países con los cuales Estados Unidos tiene en la actualidad un comercio superavitario.
Finalmente, el Ciadi. Surgido como tribunal arbitral para dirimir controversias entre los inversores extranjeros y los Estados adheridos representa un caso de renuncia a la soberanía nacional. A través de él, bancos, multinacionales y operadores financieros tratan de proteger sus intereses en países periféricos.
A comienzos del siglo XX, las doctrinas Calvo y Drago, que mencionamos al inicio de este artículo, procuraron defender el sistema legal argentino con respecto al capital o a residentes extranjeros, ante pretendidas excepciones a la jurisdicción interna o el intento compulsivo del cobro de deudas de naciones latinoamericanas por parte de acreedores europeos. No por casualidad, en los años ’50 surgió una idea opuesta en las economías centrales: crear una institución para amparar a sus empresas en casos como la expropiación de compañías petroleras en Irán, la nacionalización del canal de Suez, el intento de reforma agraria que afectó a la United Fruit Company en Guatemala (tras lo cual se derrocó al presidente Jacobo Arbenz). Esa institución fue fundada finalmente en 1965 como una dependencia del Banco Mundial. Argentina adhirió a él en 1994, en plena furia privatista. Tras la salida de la convertibilidad sufrió el record mundial de demandas en este organismo (por 17.000 millones de dólares), que por supuesto falló en favor de las empresas trasnacionales. A pesar de que las dos compañías que actualmente litigan contra la Argentina incumplieron sus contratos, dejando a miles de familias sin servicios básicos esenciales, logran a través de este tipo de “tribunales” indemnizaciones multitudinarias.
Es hora de abandonar la idea de que la función de gobiernos de países como el nuestro es dar garantías a las empresas trasnacionales y a los fondos de inversión. Para tomar medidas soberanas, como la anulación de contratos cuando se incumplen las cláusulas, es necesario salir del Ciadi. Venezuela, Ecuador y Bolivia ya lo hicieron. Y Brasil, un país que nunca dejó de recibir inversiones, jamás adhirió a este organismo. Más que cargar las tintas sobre los incumplimientos argentinos de fallos aberrantes, es necesario debatir en el ámbito de la Unasur y la Celac retirarse en forma conjunta de este “tribunal” creado en exclusivo beneficio del gran capital de las potencias centrales, y contra las atribuciones soberanas de los Estados de los países periféricos
* Profesores e investigadores del Idehesi (Conicet-UBA).
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