Domingo, 16 de septiembre de 2012 | Hoy
Por Estelle Leroy-Debiasi *
Hay momentos en que los pueblos se alzan o reaccionan y dicen “esto no va más, esto debe cambiar”. Ahora, estamos en eso, dice Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía, quien hace mucho tiempo que viene previniendo de los desvíos del actual sistema y de la financierización de la economía. En su nuevo libro se centra en el “precio de la desigualdad”. Hace veinte años que vienen aumentando las desigualdades y no sólo son socialmente inaceptables, sino más nefastas aún desde el punto de vista económico. Los indignados lo ponen en evidencia enarbolando los colores del 99 por ciento con referencia al 1 por ciento.
Fracaso de los mercados, fracaso de los sistemas políticos que no corrigen los excesos de los mercados y de los injustos sistemas económicos y políticos. El actual sistema multiplica y mantiene los fracasos y de golpe se agravan las desigualdades. Pero lo que mucha gente ignora es que las desigualdades cuestan muy caro porque participan directamente del “deterioro de la economía”. Stiglitz lo llama “subversión de la democracia”.
Más allá de la muy interesante y fundamentada comprobación que plantea, el economista muestra cómo la desigualdad es la causa y la consecuencia del sistema que provoca un círculo vicioso y genera inestabilidad y cómo el actual sistema económico ha llegado a su fin.
Su comprobación parte de la situación de los Estados Unidos, en donde, desde hace dos décadas, el poder de compra de las clases medias no ha hecho sino disminuir. Los Estados Unidos tienen “el problema del 1 por ciento”, una clase media presionada debido a que las desigualdades en los ingresos se han agravado y las ganancias de la recuperación “se le han esfumado”. “El 93 por ciento de los ingresos suplementarios creados en 2010 han sido acaparados por el uno por ciento de la población de clase alta”, afirma. De modo que en el transcurso de los últimos treinta años los Estados Unidos se han convertido en un país dividido: la clase alta ha progresado rápidamente y el país ha retrocedido. Los salarios bajos aumentaron en treinta años un 15 por ciento, mientras que los del uno por ciento del nivel superior aumentaron un 150. Esta situación es aún más flagrante si observamos la distribución de los ingresos del capital.
En su libro, Stiglitz muestra que las desigualdades son causa de inestabilidad económica y derrota los argumentos de quienes hacen la apología de la desigualdad como base del crecimiento, según la tesis de la “economía del derrame”. Eso no funciona así.
Por el contrario, los efectos negativos de las desigualdades son claros: descenso del nivel de vida, deterioro de la salud, de la educación, de la vivienda, de las relaciones sociales entre los jóvenes y adultos atrapados en la casa de sus padres. El mito de un Estados Unidos justo y con igualdad de oportunidades se muestra sin eufemismos.
El libro, didáctico y dirigido al gran público, permite comprender –aun cuando uno no sea especialista en economía– los diferentes mecanismos y sus perversos efectos. Es cierto que Stiglitz se apoya en muchos ejemplos norteamericanos –la campaña electoral obliga–, pero su razonamiento no se priva de mostrar que, más allá de los Estados Unidos, las limitaciones del actual sistema afectan a numerosos países, comenzando por los europeos. Porque las mismas recetas generan los mismos males.
Además, como lo señala claramente, los Estados Unidos han jugado un papel central en la creación de las actuales reglas de juego, que han fracasado. La globalización, tal como está siendo actualmente administrada, no facilita el progreso ni la justicia, sino que –lo que es más grave– pone en peligro a la democracia. Este es seguramente uno de los puntos más sensibles del libro.
“Una democracia en peligro” es el título del capítulo 5. La actual desigualdad existente en los Estados Unidos, y en muchos otros países del mundo, nació o ha sido mantenida por las abstractas fuerzas del mercado y fortalecida por la política. Es por eso que la batalla la ha ganado el uno por ciento. Pero no es esto lo que debiera suceder en una democracia en la que el ciento por ciento de los ciudadanos debería participar del sistema “una persona=un voto”, mientras que en la realidad sucede, como él lo recuerda, “un dólar=un voto”. La política establece las reglas de juego de los mercados, y ese juego está sesgado a favor del uno por ciento.
Así, a los griegos se los privó de participar de un referéndum sobre el programa de drástica austeridad, dado que los dirigentes y los financistas pusieron el grito en el cielo ante esa idea. Pero sobre todo, como lo subraya Stiglitz, el control de los mercados financieros no se produce solamente con los países endeudados, sino en todos aquellos que quieren ganar en el mercado de capitales. Y aunque haya elecciones libres, los mercados imponen sus leyes mediante chantajes (baja de la calificación, nada de créditos, aumento sobre los préstamos de las tasas de interés). La elección de opciones económicas es limitada.
Sin olvidar el lado caprichoso de los mercados que juegan con las calificaciones para actuar en el corto plazo, la presión de las multinacionales continúa especialmente a través de la OMC. Dado que las multinacionales se hallan administradas por el uno por ciento, las reglamentaciones favorecen a ese uno por ciento. Otro mundo es posible, pero con otras formas de administrar la globalización. Porque “para preservar la democracia es necesario moderar la globalización”, afirma Stiglitz.
Defender una justa distribución de los roles tanto del mercado como del Estado, y no acentuar sobre todo la reducción del Estado sino una estimulación de la economía. Ahora bien, explica Stiglitz, los programas anti-déficit y de austeridad tienen a menudo por objeto aumentar y preservar las desigualdades.
“La historia nos demuestra que la austeridad casi nunca funcionó” y que el gasto público, en cambio, puede ser muy eficaz. Sin embargo resulta siempre sorprendente –subraya Stiglitz– ver que muchos expertos (banqueros, políticos) o ciudadanos se dejan seducir por el “mito de la austeridad”, como también por el “mito de comparar el presupuesto del Estado con el de un hogar”. Un gobierno gastando más de lo que gana puede incentivar la producción y la generación de empleos. La creación de riquezas derivada de esa política puede llegar a ser muchas veces superior a los gastos realizados.
Ahora bien, “el uno por ciento ha captado y distorsionado el debate presupuestario” sobre la base de un chantaje sobre el exceso de gastos, pero que sólo oculta su deseo de achicar el Estado.
Stiglitz nos conduce de este modo al terreno de la política macroeconómica, de la política monetaria. Tal como ha sido delineada por los monetaristas, con Milton Friedman a la cabeza, “campeón del libre mercado” y toda la escuela de Chicago, cuyos perjuicios se conocen en todo el mundo, especialmente en América latina.
“Las teorías de Friedman reflejaban su intención de achicar el Estado y limitar su libertad de decisión”, afirma. La moderna concepción de la política monetaria ha dañado al 99 por ciento –prosigue Stiglitz–, negando la importancia de la distribución de los ingresos, centrándose en las tasas de interés como única palanca y partiendo de la desregulación. El economista nos muestra muy bien los límites del concepto de Banco Central independiente, que tal como funcionan son cautivos de los mercados financieros. Estigmatiza también la falta de fe en el control democrático de los que defienden la independencia de los bancos centrales. Sin embargo, debería inquietarlos. Y señala con el dedo el ambiguo papel del BCE en la crisis griega, en beneficio de los bancos.
Lo más importante es que, una vez más, detrás de la política monetaria se esconde una lucha de ideas, una batalla sobre la concepción de la economía y de que lo que es bueno para ese uno por ciento que toma las decisiones no lo es para el 99 por ciento que las sufre. Si el monetarismo ha sido dejado de lado, los bancos centrales se han centrado en las tasas de inflación como único objetivo.
Esto se ha convertido en una verdadera obsesión, desviando la atención de los problemas más serios, como son las desigualdades y la baja de los salarios. La conclusión es que las políticas macroeconómicas y monetarias ortodoxas no han aportado ni estabilidad, ni crecimiento permanente, ni una mejor distribución de la riqueza. Ha llegado por lo tanto el tiempo de encontrar otro marco. Pero los bancos y los mercados mantienen la resistencia.
Otro camino es posible. A través de un programa de reformas económicas, que Stiglitz detalla en su último capítulo, el Estado debe intervenir regulando los bancos, las empresas, los paraísos fiscales. En fin, corrigiendo los excesos y fiscalizando en mayor medida los altos ingresos, promoviendo la inversión pública, mejorando la protección social y tendiendo al pleno empleo, otorgándole un papel más responsable a la banca central, “abandonando su excesiva concentración sobre la inflación para interesarse de manera más equilibrada en el empleo, el crecimiento...”. Es lo que trata de hacer la Argentina a través de una política considerada heterodoxa en cuanto a las funciones del Banco Central.
Las reformas descritas y propuestas se hallan destinadas a los Estados Unidos –en plena campaña electoral–, pero es comprensible que sean comunes a muchos países. El análisis de Stiglitz sugiere que los Estados Unidos podrían usar su poderío y su influencia –aunque ahora sea menor que antes– a favor de nuevas regulaciones que generen una economía mundial más justa
* Licenciado en Economía,periodista.
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-Hay momentos en que los pueblos se alzan o reaccionan y dicen “esto no va más, esto debe cambiar”. Ahora estamos en eso, dice Joseph Stiglitz.
-Hace veinte años que vienen aumentando las desigualdades y no sólo son socialmente inaceptables, sino más nefastas aún desde el punto de vista económico.
-Muchos ignoran que las desigualdades cuestan muy caro porque participan directamente del “deterioro de la economía”. Stiglitz lo llama “subversión de la democracia”.
-En los Estados Unidos, desde hace dos décadas, el poder de compra de las clases medias no ha hecho sino disminuir.
-Los salarios bajos aumentaron en treinta años un 15 por ciento, mientras que los del 1 por ciento del nivel superior aumentaron un 150.
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