Domingo, 25 de noviembre de 2012 | Hoy
ENFOQUE
Por Claudio Scaletta
Cualquier repaso de la historia del endeudamiento externo a través de lo publicado en los medios de comunicación muestra que el presente no es una excepción. En las situaciones de crisis siempre se vaticinaron escenarios apocalípticos. El default iniciado en diciembre de 2001 es quizás uno de los casos más notables. Ya a comienzos del gobierno de la Alianza, antes de blindajes y megacanjes, todo indicaba que la crisis macroeconómica era tan inminente como inevitable. Las causas principales eran formalmente dos: el crecimiento explosivo de los compromisos de deuda soberana y la necesidad de mantener un saldo positivo de ingreso de divisas para sostener el régimen de convertibilidad. El escenario bordeaba el absurdo. No había ninguna complejidad inasequible, simplemente las cuentas no cerraban. Se estaba frente a una suerte de enfermedad holandesa al revés: la moneda no se sobrevaluaba por la entrada de divisas, sino que debía sostenerse la entrada de divisas para mantener sobrevaluada la moneda. Para que el absurdo se mantenga, quienes se beneficiaban de él, los representantes locales y globales del poder financiero, así como las empresas y particulares que giraban dólares al exterior, asustaban con escenarios de catástrofe ante la menor sugerencia de cambio de rumbo.
Aunque el default de la deuda pública comenzó en diciembre de 2001, el día en que se estableció el corralito bancario, formalmente se declaró a comienzos de 2002. El primer canje de deuda se produciría casi cuatro años después, en 2005. No faltan quienes todavía hoy critican el aplauso en el Congreso el día de la declaración formal de la cesación de pagos. El default, sin embargo, no fue una decisión de nadie. No se trató de una acción libertaria. Argentina pagó hasta que ya no pudo hacerlo. Pero el punto principal fue otro: el apocalipsis anunciado por años nunca se produjo. Sin dudas, 2002 será recordado como un año terrible, el año en que los indicadores económicos y sociales tocaron fondo. Pero no fue a causa de la cesación de pagos, sino el resultado de un cuarto de siglo de neoliberalismo, con una década de convertibilidad y cuatro años de recesión. Muy por el contrario, haber roto con la lógica de los poderes financieros, aquella que destacaba el día a día del “riesgo país”, que ponderaba las maravillas del “grado de inversión”, que abogaba, en suma, por los gestos de genuflexión ante los poderes establecidos de las finanzas globales, fue lo que permitió iniciar, ya a fines del mismo 2002, el período de recuperación y crecimiento más potente y sostenido de la historia argentina. El precio más caro de esta libertad fueron los 10.000 millones de dólares en efectivo que se pagaron al FMI para abandonar su tutela.
En la década pasada, la economía local pudo crecer con recursos propios y lo hizo además desendeudándose. Una semana atrás, en este mismo espacio, se sostuvo que la única razón que justifica tomar deuda en divisas es financiar una estrategia de de-
sarrollo que contrarreste la restricción externa, por ejemplo para avanzar en la sustitución de importaciones y en un mayor valor agregado en las exportaciones. No está claro si en la presente década el objetivo del crecimiento sostenido podrá lograrse solamente con recursos propios. Quizá deba pensarse en una nueva, regulada y más selectiva IED (Inversión Extranjera Directa) y explorar formas alternativas de financiamiento. Pero en el mediano plazo, el financiamiento tradicional aparece como imposible. El establishment financiero internacional seguirá intentando que truene el escarmiento para los díscolos. El ofensivo fallo de un juez neoyorquino conocido esta semana, que pretende convertir a los fondos buitre en acreedores privilegiados, es sólo una muestra más.
Pero el poder financiero escupe para arriba. Al negar que el riesgo sea una variable de las deudas de los Estados, dificulta la salida futura de las crisis de la periferia europea, donde más temprano que tarde deberán enfrentarse reestructuraciones soberanas masivas y espectaculares. Es posible también que no todo sea miopía. La señal que se intenta transmitir es que la “salida argentina” no puede ser el camino.
Conocido el fallo estadounidense contra el país, la prensa hegemónica local se apuró a presentar el dato como una catástrofe para la economía. Sospechosamente se asoció con imaginación la fecha “15D”, death line establecido en el fallo para depositar como garantía el ciento por ciento de lo adeudado a los buitres, con el 7D, el día en que vence la cautelar que frena la aplicación de la ley de medios. Mientras, las voces de quienes critican al Gobierno por haber sostenido una actitud firme frente a los buitres, actitud que habría enojado al juez neoyorquino, sólo causan vergüenza ajena.
Pero la verdad no es el apocalipsis. Los fallos contra la Argentina en tribunales de terceros países, posibilitados por el cipayismo de la era neoliberal, pueden producir molestias formales, como por ejemplo el caso de la Fragata Libertad, pero no afectan en absoluto la marcha de la economía. Como argumentos se agitan potenciales dificultades con la prefinanciación de exportaciones o por el aumento de las tasas que deben pagar las empresas para endeudarse con el exterior, pero estas cuestiones no afectaron a la economía ni siquiera después del default de fines de 2001. El potencial “default técnico” que derivaría de no poder pagar en Estados Unidos a los acreedores que sí aceptaron los sucesivos canjes es un problema para los acreedores, no para Argentina. Si algo demostró el canje de deuda de 2005, con una quita en torno del 70 por ciento y la extensión de los plazos de pago, es el poder real del acreedor, más cuando el desendeudamiento de los últimos años potenció la solvencia real para afrontar las obligaciones legítimas
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