LA TEORíA DEL RENDIMIENTO DECRECIENTE
› Por Andres Asiain y Lorena Putero
En 1990, Robert Lucas –un norteamericano que recibiría el Premio Nobel de Economía el mismo año en que estallaba la crisis del Tequila– publicaba un trabajo titulado “¿Por qué los capitales no fluyen desde los países ricos hacia los países pobres?”. Para el economista de Chicago, la comprobación de que las políticas de desregulación financiera y de los tipos de cambios habían dado lugar a una masiva salida de capitales desde el Tercer Mundo hacia los bancos norteamericanos contradecía las predicciones de las teorías ortodoxas que él mismo había contribuido a difundir. Según predicaba el monetarismo de la Universidad de Chicago, la apertura financiera debía haber producido un desplazamiento del capital desde donde era abundante (países ricos) hacia donde era escaso (países pobres), ya que el rendimiento sería mayor en los últimos. Esa afluencia de capitales aceleraría el desarrollo de las naciones del Tercer Mundo permitiéndoles alcanzar al mundo primero. Esa fue la base teórica del experimento de apertura de las dictaduras de Pinochet y Videla bajo el asesoramiento de los Chicago Boys, que años más tarde se expandiría al resto de la región bajo el impulso del FMI y los gobiernos neoliberales.
La aparente paradoja de que los países pobres exporten capitales hacia los más ricos se resuelve si se analizan los supuestos de que parte la teoría ortodoxa para predicar lo opuesto. Según esa doctrina, el capital rinde menos allí donde es abundante, hecho que impulsaría el movimiento de capitales desde los países ricos hacia los más pobres. Este “rendimiento decreciente del capital”, según la terminología de la ortodoxia, se suele enseñar con el ejemplo de un carpintero cuyo rendimiento no se incrementa de la misma forma cuando se compra el primer serrucho que cuando se compra el segundo, y a quien de nada le sirve comprarse diez. Siguiendo el ejemplo, si esos serruchos se prestaran a los carpinteros pobres del Tercer Mundo, que no tienen ninguno, rendirían mucho más que en manos del supercapitalizado carpintero norteamericano, permitiéndoles a los primeros mejorar sus ingresos y al segundo percibir un interés por el préstamo.
Sin embargo, la teoría del rendimiento decreciente –y con ella la de los flujos de capital del norte al sur–, se desmorona cuando se introduce el avance técnico. Así, por el mismo valor que cuestan diez serruchos, el carpintero norteamericano puede comprarse una sierra eléctrica con la que producir muebles a bajo costo, desplazando del mercado a los carpinteros poco capitalizados del Tercer Mundo. Es decir, la disponibilidad de abundante capital permite acceder a las mejores tecnologías, con que producir más y a menor costo, desplazando del mercado a los competidores menos capitalizados, para obtener mayores rendimientos. De esta manera, las políticas de apertura de la cuenta de capital, lejos de redistribuir el capital hacia donde es más escaso (países pobres), tiende a concentrarlo allí donde es más abundante y rinde más (los países ricos).
Para evitar la fuga de capitales hacia el Norte, los países pobres que abrieron su cuenta de capital se ven obligados a subir las tasas de interés. Ese mayor rendimiento financiero en los emergentes no refleja una mayor productividad del capital productivo como imagina la ortodoxia, sino lo contrario: es el costo financiero extra que deben pagar los países pobres para evitar que se les escapen los escasos capitales hacia el Norte más productivo. Las elevadas cargas financieras encarecen el acceso a las tecnologías modernas para los empresarios del Tercer Mundo, contribuyendo a deteriorar su capacidad de competir y profundizando, aún más, las desigualdades internacionales
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