Domingo, 6 de noviembre de 2005 | Hoy
BUENA MONEDA
Por Alfredo Zaiat
Bajo las condiciones de las privatizaciones por concesión de los ferrocarriles, en las que se supone que el interés público se halla expresado en las condiciones contractuales acordadas con las compañías privadas, la excesiva flexibilidad puede conducir a la erosión de las condiciones originales, y hasta de su razón de ser, particularmente si se tiene en cuenta que, una vez que las concesiones se pusieron en marcha, los concesionarios cuentan con una posición mucho más fuerte, ya que el Estado ha cedido su capacidad y control (Plan de Gobierno de Néstor Kirchner, 2003, página 91).
Como en muchas cuestiones de la vida, es más fácil y rápido destruir que construir. La extensa red ferroviaria estatal fue creciendo a lo largo de cinco décadas. No era rentable en los balances contables pero sí en términos sociales y brindaba servicios poco confortables. Esa inmensa malla de transporte, con dibujo radial y corazón en el Puerto de Buenos Aires como herencia de colonia comercial de los ingleses, alcanzó los 35.746 kilómetros de vías. Fueron muchos años de inversiones y trabajo que se destinaron para constituir una red que era envidia y modelo de la región. Su destrucción fue a una velocidad impactante: en apenas un par de años, con la complicidad del gremio liderado por José Pedraza y financiamiento del Banco Mundial, fueron cesanteados 80.000 ferroviarios dejando una red operable de no más de 11 mil kilómetros. Si bien es cierto que ese proceso se estaba incubando en la década del 80 por el deterioro de la red ante la falta de inversiones, la política de privatizaciones y cierre de ramales del gobierno de Carlos Menem fue fulminante.
Si construir lleva muchos más años que destruir, la reconstrucción también requiere bastante tiempo. El Gobierno se ha planteado ese objetivo mediante un rol destacado del Estado y en la recuperación de la infraestructura. Sin embargo, la protesta de los pasajeros-ganado y los posteriores incidentes en formaciones de TBA, empresa manejada por el cuestionado grupo Cirigliano, pone en el centro del debate el camino emprendido por la administración Kirchner para esa imprescindible reconstrucción. En concreto, con el estallido de los usuarios en la estación Haedo ha quedado nuevamente cuestionado el promiscuo esquema de concesión al sector privado de servicios públicos esenciales. No es el tema de por qué todavía se mantiene al frente de la Secretaría de Transporte el nebuloso Ricardo Jaime. Ni tampoco la nula sensibilidad expuesta por el ministro del Interior, Aníbal Fernández, cuando salió a no explicar lo que había sucedido en Haedo. Ni es un problema que se resuelve quitando la concesión a TBA por sus innumerables incumplimientos para transferir el manejo a otra empresa. Se trata, en definitiva, de convencerse de que el régimen de concesión de la red ferroviaria es un fracaso, que su maquillaje no mejorará el servicio y que así sólo seguirá engordando los bolsillos de empresarios & otros.
La reconstrucción de los trenes no puede pensarse con grupos privados cuyo principal objetivo es rapiñar recursos del Estado. Con servicios deplorables, en 2003 el grupo Cirigliano se distribuyó 80 millones de pesos en dividendos de TBA, para luego presentarse en convocatoria de acreedores. Su filosofía de emprendedor con dinero público la expuso en la solicitada publicada el jueves pasado. “Sabotaje e incidentes en Haedo”, la tituló, para explicar luego que la destrucción total de 15 coches y del edificio central de la estación fue por “el accionar de grupos organizados con propósitos evidentes de desestabilización social”. Ese descargo sólo tiene la intención de liberarse de responsabilidades por el incendio de la formación por deficiencias técnicas, como el estado de las vías que usualmente provocan chispazos que derivan en fuego en vagones. Aníbal Fernández colaboró en esa estrategia de la empresa al coincidir en esa versión de la protesta. Si TBA no es responsable, el Estado se tiene que hacer cargo y pagar los daños. En cambio, si la empresa es culpable, la compañía de seguros tiene que responder. Y la aseguradora de TBA es la del propio grupo Cirigliano (el actual Jefe de Gabinete, Alberto Fernández, fue superintendente de Seguros y sabe muy bien el riesgo que implica contratos entre compañías vinculadas). Para el grupo Cirigliano sólo es una cuestión de dinero; no de pasajeros-ganado.
Esta derivación económico-financiera del estallido de Haedo revela que el deterioro del servicio ferroviario tiene su origen en la alteración de las concepciones básicas de lo que implica una red de transporte de trenes. Empresa privada, lucro, servicios rentables, ramales no productivos son conceptos que no corresponden para este caso. Los trenes, como servicio público esencial, tienen sus particularidades. El “beneficio social” de la red ferroviaria, que se puede cuantificar pero no se traduce en billetes en la caja, es clave para abordar la cuestión. Esa utilidad social se contabiliza por la menor contaminación, el menor tiempo de los viajes, el ahorro en combustibles fósiles, el ahorro de vidas y accidentes, la menor infraestructura para movilizar la misma cantidad de pasajeros o unidades de carga por año. En 1983, la entonces administración de Ferrocarriles Argentinos aplicó ese criterio con un resultado asombroso, y también desconocido –o silenciado– para la mayoría. El balance tradicional de doce meses arrojaba un déficit operativo de poco más de 300 millones de dólares. Pero el beneficio público positivo había sido de 600 millones de dólares. Esto implica que la gestión operativa del tren estatal daba pérdida pero ofrecía ganancias a toda la sociedad superior a ese quebranto contable.
La experiencia de las fracasadas privatizaciones de los trenes en Gran Bretaña es un interesante antecedente, puesto que terminó en la reestatización de Railtrack, empresa que fue parte de la famosa y tradicional British Rail. El proceso de Railtrack fue similar al que se está registrando aquí: aspiradora de subsidios y fondos públicos, caída de la calidad del servicio por falta de confort, incumplimiento de los horarios y aumento de la inseguridad. La nueva gestión de Railtrack cambió esa lógica, que conocerla serviría para dejar atrás la nefasta década del 90 que se prolonga en ésta con los trenes. Esa flamante compañía, que se quedó con la propiedad y gestión de la infraestructura y de todos los bienes ferroviarios, no tendrá fines de lucro y en su directorio participarán el Estado, el sindicato, usuarios, compañías operadoras de pasajeros y la industria proveedora. De esa forma se entiende al ferrocarril como un servicio público que debe priorizar, por encima de cualquier otra consideración, el beneficio social. Los Ciriglianos, y antes los Taselli con Trenes Metropolitanos, y los funcionarios que los avalan piensan en otra cosa.
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