Domingo, 8 de octubre de 2006 | Hoy
BUENA MONEDA › BUENA MONEDA
Por Alfredo Zaiat
Las controversias en materia económica que dominan la agenda tradicional arrastran ese tono de hastío de lo reiterativo. Las dos inflaciones –la del Indec y la de precios “libres”–, el mayor gasto estatal que erosiona en el margen el fabuloso superávit fiscal, la debilidad del crecimiento por la “calidad” de las inversiones y el no ajuste de las tarifas de servicios públicos privatizados que explicarían el actual problema de oferta energética son los temas –no los únicos– que dominan la escena. Muchas veces esos debates parecen ficcionados. Los protagonistas en el escenario van actuando una disputa que saben que no es muy relevante porque son matices lo que los separa, pero con esa obra mantienen cautivos a los espectadores. De esa forma, la discusión sobre qué proyecto de desarrollo –si existiera uno– se aspira a conseguir queda relegado, más allá de las enunciaciones de buena voluntad. En sí, las polémicas son, en esencia, exteriorizaciones de presiones de diversos lobbies, en algunos casos sobre recursos públicos y, en otros, para retener márgenes de rentabilidad extraordinarios. Al Gobierno le resulta difícil escapar de esas pujas porque debe ineludiblemente enfrentar esas batallas en la gestión diaria, pero también, en los hechos, le son útiles en su estrategia de acumulación y consolidación. Los contrapuntos con la ortodoxia siguen entonces prevaleciendo, pese a que esa corriente ha quedado malherida luego del fracaso de los noventa. No podría ser de otra manera esa preeminencia porque pese a que la receta fue fallida, la estructura de poder sigue intacta, reflejada en la mayoría de los medios de comunicación que se autoconvencen de que esos temas son los que le “interesan a la gente”, cuando esas cuestiones, en realidad, les interesan a los integrantes del bloque dominante.
Muchos de quienes aspiran a eludir esa lógica se enfrentan a la autoimpuesta limitación de “no querer hacerle el juego a la ortodoxia”. Todo queda así –también en el terreno de la política– polarizado, perdiendo la oportunidad de encontrar matices y de construir un sendero sin tantos lugares comunes. De esa forma se instalan discusiones superficiales o distractivas. Por caso, la caída de la rentabilidad empresaria se presenta como un tema relevante, proceso que tendría al Estado como responsable por la elevada presión tributaria, por la implementación de acuerdos de precios y por la demora en definir ajuste de tarifas. Definido de esa forma, empiezan a girar argumentos de nunca acabar que terminan condicionando, en la práctica, el verdadero objetivo de ese debate que consiste en seguir manteniendo bajo en términos relativos el ingreso de los trabajadores. Basta con leer las planillas mensuales de recaudación que distribuye la AFIP y detenerse en el capítulo Ganancias para verificar la extraordinaria performance que están registrando las compañías privadas. También son útiles los balances trimestrales que presentan en la Bolsa de Comercio para comprobar que no les va mal. En cualquier evaluación objetiva –no subjetiva en base a encuestas– del recorrido de la rentabilidad empresaria se concluirá que el promedio anual de las utilidades de la industria está por encima de la registrada en las últimas dos décadas. Retrocedió un poco desde el máximo alcanzado en el período post megadevaluación, sin embargo continúa en niveles muy altos. Por lo tanto, en base a las cifras, no debería ser un motivo central de controversia la rentabilidad empresaria –como sí está planteada– y sí en cambio cómo se distribuye esa ganancia extraordinaria. La salida caótica de la convertibilidad supuso una enorme transferencia de ingresos de los trabajadores hacia la industria y el agro exportador. Y si bien mediante puntuales intervenciones del Estado (aumentos salariales por decreto, suba de jubilaciones y ordenamiento de la discusión salarial en los convenios colectivos) no se agudizó esa transferencia, aún sigue siendo muy elevada dado el actual patrón del crecimiento económico. El tipo de cambio alto y tasas bajas en las colocaciones financieras, variables necesarias para mantener un ritmo acelerado de aumento del Producto, no generan por sí solas un importante proceso de redistribución de la fabulosa riqueza –cuatro años subiendo al 9 por ciento– que está generando la economía.
Los integrantes que se definen heterodoxos deberían avanzar en un debate más productivo que enmarañarse con ésos y otros cacareos de la ortodoxia. Corren el riesgo de por querer defender al Gobierno –convencidos y con honestidad intelectual– terminar archivando la demanda de encarar asignaturas pendientes. O justificar esas demoras en devaneos tácticos sobre el momento oportuno de criticar teniendo en cuenta el momento político. En la práctica, conscientes o no, fortalecen el comportamiento de la heterodoxia ortodoxa de la administración en la que depositan sus expectativas. Otros miembros enrolados en la corriente crítica del pensamiento único que navegó las aguas durante los noventa exageran y desconocen los avances y la recuperación del rol del Estado en la economía. Como si nada hubiera cambiado. Así pierden la oportunidad de aportar elementos a un debate que hoy se hace necesario.
Ese debate tiene que escaparse de la trampa que invita a “no hay que hacerle el juego a la ortodoxia” y discutir ya no cuál fue la herencia de la convertibilidad y cómo fue el rebote de la crisis, sino las características del actual patrón de crecimiento y la calidad del desarrollo de la economía. Varios economistas de distintos orígenes y pertenencia institucional hicieron aportes oportunos en la segunda mitad de la década pasada, que pudieron reunirse en el marco del Plan Fénix –en la Facultad de Ciencias Económicas (UBA)–, contribuyendo a un debate superador. Ahora el desafío que aún no han asumido es avanzar en el análisis y en la exposición de controversias sobre qué tipo de crecimiento se está dando el país en el marco de un esquema que no genera derrames significativos de los sustanciales niveles de productividad y ganancias.
Resolver o intentar resolver la desigualdad distributiva no es una cuestión de aspiraciones, porque en esa manifestación no hay desacuerdo. Resulta un poco más complejo –y por ese motivo la necesidad de abrir debates– orientar medidas en ese sentido teniendo en cuenta las restricciones propias del Gobierno y las estructurales que ofrece la economía. En ese sendero se transitará con el riesgo de repetir una nueva frustración consolidando el crecimiento sin equidad o con la oportunidad –no la certeza– de construir un proyecto de desarrollo de país socialmente sustentable.
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