Domingo, 3 de diciembre de 2006 | Hoy
BUENA MONEDA
Por Alfredo Zaiat
La controversia alrededor de la propiedad y el origen de los capitales que pasarían a controlar la empresa láctea SanCor dejó en evidencia la ausencia de una política consistente para el tratamiento de la inversión extranjera. La reacción inicial de algunos medios sobre el avasallante proceso de extranjerización de la economía instaló la cuestión en una agenda que no tenía ese tema como prioridad. Luego, la aparición de una troika de empresarios locales con llegada a despachos oficiales, que había presentado una oferta no considerada por la cooperativa, provocó una corriente de resistencia a la venta de esa compañía a un grupo liderado por el hijo del financista George Soros. Las luces de alerta recién se encendieron cuando la operación ya había sido anunciada, y ahora está en duda su concreción por la oposición que ha despertado. Sorprende, de todos modos, la inquietud que surge por la venta de una empresa emblemática made in Argentina porque en esa misma semana no se manifestó esa excitación con los también anuncios estruendosos de desembarco de la brasileña Friboi en los frigoríficos Cepa y Consignaciones Rurales o en la compra por parte de la estadounidense Western Union de la totalidad de Pago Fácil, compañía de Franco Macri. SanCor no es más o menos importante que esas otras empresas para definir una política coherente sobre cuál es el lugar que debería ocupar el capital extranjero en la economía doméstica. Esa desorientación, en definitiva, convoca a la discusión sobre qué estrategia debe tener el país en relación con el origen de los capitales que controlan sectores sensibles de la economía.
Ese debate se presentaría desubicado si se hubieran tomado como ciertas las apelaciones alarmistas de gendarmes de buenos modales de que la Argentina le estaba dando la espalda al mundo. Sin embargo, hoy el avance del capital extranjero es una polémica que está instalada con intensidad. Este proceso es la prueba que deja al desnudo la inmensa fábula construida en los últimos años por periodistas y analistas. Puede ser que esa mentira haya sido por una cuota de ignorancia, pero otra mayor tenía como origen la intencionalidad política de responder al lobby de los intereses de multinacionales que buscaban mejorar la ecuación financiera de sus negocios en el país. Pasados los primeros años de la crisis, los flujos de Inversión Extranjera Directa (IED) volvieron a tener importancia, sumando 4051 millones de dólares en promedio en el bienio 2004-2005, mientras que en 1990-2001 la media fue de unos 3000 millones de dólares.
Durante la década pasada, con la convertibilidad como modelo capital externo y de deuda dependiente para poder sostener el 1 a 1, la IED venía a complementar el insuficiente ahorro interno necesario para invertir en el incremento de la capacidad productiva. También el flujo de esos fondos del exterior vino a cubrir la brecha externa, al incorporar las divisas necesarias para saldar el déficit de cuenta corriente por el creciente giro de recursos para hacer frente a un endeudamiento en alza. Ahora, en cambio, con el cambio de modelo sustentado en un dólar alto que genera superávit comercial, y con la renegociación de la deuda en default también con un saldo positivo en la cuenta corriente, la influencia de la IED transita por otro carril. En un reciente documento del Centro de Economía y Finanzas para el Desarrollo de la Argentina (Cefid-Ar), La Inversión Extranjera Directa en la post-Convertibilidad. Principales tendencias en un nuevo patrón de crecimiento, elaborado por Ariana Sacroisky, se resalta ese cambio de contexto. “Ahora se debe analizar el aporte de las inversiones extranjeras en términos micro, evaluando su incidencia en la capacidad productiva doméstica y los derrames en términos de eslabonamientos productivos, difusión de tecnología y canales de distribución creados con los que cuentan las empresas transnacionales”, apunta.
En un aporte muy interesante, alejado de un nacionalismo de barricada y con un inusual sentido común, Sacroisky evalúa que “el elevado grado de extranjerización de la economía argentina torna difícil pensar en un sendero de acumulación ‘al margen’ del desempeño de las empresas transnacionales”. Lo valioso de este análisis es que no se queda en la queja y el disgusto por la extraordinaria desnacionalización de la economía, sino que plantea la necesidad de diseñar una política para poder orientar el rumbo y evitar que éste sea definido por las multi. Propone “reflexionar sobre el carácter y la calidad de la participación de las firmas extranjeras en el incremento de la capacidad productiva local –ya que resulta necesario–, especialmente si consideramos que suelen desempeñarse en áreas clave de la economía, tales como energía, infraestructura e insumos básicos”. Y adelanta que “se presenta la oportunidad para trazar una estrategia en cuanto al ingreso de flujos (de capitales extranjeros) orientados al establecimiento de nuevas unidades productivas, partiendo de una definición nacional sobre el rol que deberían cumplir estos actores en el patrón de crecimiento que comienza a delinearse”.
Esa es la clave para el actual estado de la economía argentina extranjerizada. Definir una política firme y transparente sobre el excesivo régimen liberal de tratamiento del capital del exterior, para no pasar de espasmos nacionalistas cuando se trata de una compañía pretendida por empresarios cercanos al poder a la indiferencia liviana cuando lo que se pone en venta no interesa a grupos locales. En concreto, más allá del origen de los capitales, la intervención estatal tiene que apuntar a ser orientativa sobre ejes centrales de una estrategia nacional de desarrollo. Sin esa herramienta, por caso, pierde un poco de relevancia que SanCor sea cooperativa, extranjera o pasara a formar parte de un grupo de empresarios argentinos.
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