BUENA MONEDA
› Por Alfredo Zaiat
Nadie gasta todo su presupuesto anual en lechuga y tampoco en viajar solamente en colectivo. En el primer caso su poder adquisitivo del último año se hubiera pulverizado debido a que la verdurita verde subió 68,2 por ciento, mientras que en el otro se hubiera incrementado en la misma proporción de aumento de sus ingresos porque el boleto no registró variación alguna. Quien mira sólo el alza de la lechuga concluirá que el índice de inflación es mentiroso, que no refleja la realidad y que, en definitiva, es un dibujo del Indec por presión del Gobierno. En cambio, quien analiza exclusivamente que el transporte automotor de pasajeros en la Capital Federal no ajustó las tarifas sentenciará que existe una inflación reprimida por la agresiva intervención estatal. Cualquier persona que quiera entender de qué se trata un indicador estadístico que mide la evolución de los precios de la economía se dará cuenta de que esos ejemplos son absurdos. Nadie come solamente lechuga o se dedica a viajar todo un año en colectivo. Se consume una canasta de bienes y servicios diversos, que el Indec mediante una encuesta nacional trata de establecer en promedio, una típica para un momento determinado. Son absurdas también, entonces, varias de las sentencias que circulan por la mayoría de los medios referidas a la inflación 2006. Se puede coincidir o no con la política oficial de ingresos, siendo una de sus herramientas los acuerdos de precios, pero las ideas de “inflación reprimida” o de que “existen dos, tres inflaciones diferentes” revelan ignorancia sobre cuál es el trabajo del Indec y cómo se construye un índice de precios al consumidor. Y, fundamentalmente, qué representa un indicador estadístico de la economía.
Esa confusión tiene dos orígenes. Uno, la idea de que la canasta de consumo particular o de un determinado sector socioeconómico es la correcta, la que debe ser universal. En línea con los analistas que hablan de “inflación reprimida”, los habitués de Villa Freud denominarían esa interpretación sectorial como “inflación narcisista”, que traducido al lenguaje coloquial sería “inflación ombligo del mundo”. En general, la clase media y media-alta, entre los que se encuentran influyentes comunicadores sociales y economistas de la city, cuestionan el índice oficial porque –dicen– no refleja la realidad. Lo que no muestra es esa realidad, que es parcial, perteneciente a un grupo determinado de habitantes. No es –en promedio– la de todos, que es la que mide el Indec en base a una Encuesta Nacional de Gastos de los Hogares. A lo largo del año pasado los rubros prepagas, comer en restaurantes, y colegios privados, por ejemplo, aumentaron una media del 20 por ciento. Son consumos tradicionales de esa franja social históricamente insatisfecha. Sus presupuestos fueron exigidos en esa proporción, aunque lo más probable es que también se hayan incrementado en esa medida o un poco más, lo que no afectó su poder adquisitivo como se pudo comprobar con el frenesí consumista de las últimas semanas.
La otra raíz de la confusión que se genera con la inflación minorista se debe a la oposición que existe a la estrategia oficial de intervención en la formación de precios. Los más o menos prolijos acuerdos de precios o el proyecto de la ministra de Economía de transformarlos en pactos con el sector privado que definan “senderos de precios” forman parte de una política de ingresos integral. Se puede coincidir o no, evaluar su mayor o menor efectividad en la mejora de la distribución de la riqueza, pero eso no significa que haya una olla a presión de precios a punto de estallar. La actual intervención estatal tuvo varios objetivos simultáneos:
1. Contener las expectativas inflacionarias que en alza, como las dejó el ahora candidato a presidente Roberto Lavagna, hubieran erosionado la base política de sustentación del Gobierno.
2. Evitar que los precios de la canasta básica (7,5 por ciento en el año) se dispararan para proteger a los sectores de ingresos fijos de una pérdida de poder adquisitivo. A la vez, para permitir una mejora en los índices de pobreza e indigencia, ambos indicadores se fijan con el límite que surge del valor monetario de esa cesta de consumo.
3. Alcanzar una inflación de un dígito anual (9,8 por ciento) para orientar la negociación salarial de este año en un marco previsible.
4. Aspirar a moderar las ganancias extraordinarias que está registrando la mayoría de las empresas por posición dominante en sus respectivos mercados, objetivo que, de acuerdo con los balances conocidos, fue bastante esquivo.
Otra de las cuestiones polémicas respecto de la inflación se refiere a las tarifas de los servicios públicos privatizados. El reclamo de ajuste se defiende como paso previo para decidir inversiones. Es la misma lógica de los noventa: la expansión del servicio se realiza con el dinero del usuario con escaso riesgo empresario. De acuerdo con la experiencia pasada y presente no resulta tan evidente –como insisten analistas no independientes– que un incremento de ingresos se traduzca en más inversiones. Lo más probable es que esos ajustes se vean reflejados en el renglón de las utilidades brutas de la compañía. Esto no significa que no haya que ordenar el cuadro tarifario, pero con criterio de eficiencia y equidad, y no en función de la rentabilidad-inversiones de las empresas.
La controversia con el índice de inflación también tiene otro capítulo referido a la observación de que su base de medición está desactualizada porque corresponde a la Encuesta de Gasto y Consumo de los Hogares de 1996/1997. Entonces, la crítica por derecha e izquierda apuntaba a que el indicador que surge del relevamiento no es representativo de la nueva realidad, emergente de la prolongada recesión nacida en 1998, posterior estallido de 2001 con epílogo en una megadevaluación. Según el análisis realizado por el sociólogo Artemio López en su blog rambletamble, de la nueva Encuesta 2004/2005, que se difundió a fin del mes pasado, surge que el 50 por ciento del gasto de los hogares se concentra en tres rubros: Alimentos y bebidas, Transporte y comunicaciones, y Vivienda. A la vez, menciona que sube la incidencia del gasto en Bienes y servicios varios, Indumentaria y calzados y Transporte y comunicaciones, “que en el período de ocho años transcurridos entre las mediciones aumentaron sus participaciones entre 17 y 27 por ciento”, explica López. Esa nueva encuesta encierra una sorpresa: la modificación de la estructura de gasto de los hogares no tiene mayor impacto en el cálculo del IPC general (en el área metropolitana se relevan todos los días hábiles un total mensual de 115.000 precios en alrededor de 8 mil negocios) entre una y otra muestra. Incluso, con la nueva encuesta la inflación acumulada noviembre 2005-noviembre 2006 arroja 13 décimas menos que la contabilizada con la ahora vieja: 10,11 vs. 10,24 por ciento.
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