BUENA MONEDA
En agosto de 2002 la Argentina tocó fondo: un tal Svensson nos había helado la sangre en una madrugada más helada que ésta; hacía un mes habían matado a Kosteki y Santillán; el “Almirante Irízar” en un último intento por salvar del fondo del pozo el orgullo nacional no lograba sacar de los hielos al Magdalena Oldendorff, y la actividad económica caía por última vez en nuestra larga crisis del milenio. A partir de allí, la recuperación. Rollo Tomasi, miércoles 1º de agosto 2007, en el blog La ciencia maldita.
› Por Alfredo Zaiat
El economista Lucas Llach fue el único o, al menos, el más visible que tuvo la capacidad de señalar un acontecimiento que en un país relativamente normal no pasaría inadvertido: cumplir cinco años seguidos de crecimiento a tasas elevadas. Se trata del ciclo de aumento del Producto Interno Bruto más importante de los últimos 100 años. Llach, Rollo para la cofradía que habita el mundo blog, aplica punzantes críticas a la política económica del Gobierno, pero en ese post transcripto arriba recuerda ese agosto de 2002 como el punto de inflexión luego de la también más profunda recesión económica. Este aniversario revela, entonces, tanto el desastre pasado como los desafíos futuros para evitar caer en los traumáticos movimientos violentos de la economía. También refleja la incapacidad de los principales actores sociales (Gobierno y oposición; agro e industria) para alcanzar consensos a partir de un sendero económico que ha probado éxito en el proceso de acumulación y relativa mora en el de distribución de esa riqueza producida.
Aunque parece que consensos mínimos están alcanzados (tipo de cambio competitivo, superávit fiscal y comercial, lucha contra el empleo en negro, entre otras cuestiones), no es un aspecto menor definir a qué ritmo de crecimiento avanzar, con el supuesto de que continuará el actual ciclo de bonanza internacional. Y resulta relevante porque los postulados de un dólar alto y excedentes en las cuentas públicas fueron impuestos por las dramáticas crisis padecidas en las décadas del ’80 y ’90. En cambio, cuánto crecimiento exigirle a la economía, cómo distribuir la mayor renta nacional y cómo crear empleo de calidad con salarios altos son objetivos que no reúnen tantos acuerdos sobre cómo alcanzarlos. Es comprensible que así sea porque antes no había condiciones para empezar a discutirlos.
En ese debate sobre perspectivas futuras ha empezado a manifestarse cierta tensión entre la visión de economistas profesionales y la de la política, más específicamente con la de Néstor Kirchner que consiste en apostar a un crecimiento al límite e incluso por encima del potencial de corto plazo. El motor con las revoluciones al máximo. Cómo se vaya a definir esa tensión marcará la gestión del próximo gobierno. Kirchner terminará su mandato con cifras del Producto de un piso del 8 por ciento en cada uno de los años. En realidad, esos números serían más elevados aun cuando se termine la revisión de la serie del PIB, actualizada de la de 1993, base que no muestra los cambios de la estructura productiva de los últimos años. Más allá de las estadísticas –que hoy no transcurren por un momento agradable–, las del período 2002-2007 han sido extraordinarias y ahora se presenta el escenario de cuál debería ser la marcha del crecimiento de aquí en adelante.
La mayoría de los economistas con exposición mediática plantea que el actual ritmo provoca inflación y lleva a transitar a la economía por zonas riesgosas. Por lo tanto, aconsejan reducir la intensidad de la expansión pues sostienen que la inversión no es suficiente. Se contentarían con una velocidad de marcha del 4 al 5 por ciento anual, entre ellos se encuentra Rollo/Lucas Tomasi/Llach. Esa postura conservadora, realista u optimista, según la percepción que se tenga del pasado reciente y del futuro inmediato, entra en colisión con todas las experiencias exitosas de desarrollo de los países, desde las actuales potencias hasta las que están emergiendo en Asia. Es un dilema que no es tan sencillo de resolver porque el camino que se escoja marcará a la próxima generación. Apostar a un “país chico” con promesa de estabilidad, pero con mucha dificultad de cambiar con cierta celeridad una matriz distributiva inequitativa por, precisamente, la desaceleración del ritmo de acumulación. O jugar a un “país grande” con la tensión de avanzar sobre una estructura económica sobreexigida que permitiría disminuir a mayor velocidad la pobreza y la indigencia. El primero ofrece el crecimiento “posible” con baja inflación. Y el otro, el crecimiento al “mayor ritmo posible” con una inflación en un escalón superior, siempre al límite de lo tolerable socialmente.
La exteriorización de esas posiciones sólo es posible en un territorio que se denomina Argentina debido a sus variadas historias de descalabros y esperanzas frustradas. El resto, o sea todos los otros países del planeta, trabajan para desarrollarse lo más rápido posible y que sus habitantes tengan mejores condiciones de vida. Por ejemplo, la tasa anual promedio de crecimiento del PIB de Corea del Sur en el período 1970-1979 fue de 9,3 por ciento; de Malasia, 8,0; de Singapur, 9,4 y de China, 7,5. Para el ciclo 1980-1989, Corea creció 8,0 promedio anual; Malasia, 5,7; Singapur 7,2 y China, 9,3. En la década pasada, hasta la crisis financiera, y luego de la recuperación hasta la actualidad, esos países continuaron con esa performance. La primera potencia asiática, Japón, creció de 9 a 10 por ciento por año entre 1959 y 1980.
Es cierto que la enorme volatilidad macroeconómica de las últimas décadas en Argentina ha dejado a los agentes económicos y políticos sin una clara percepción de las tendencias de mediano y largo plazo. En ese contexto, no está claro que el sendero de crecimiento tenga que ser del 4 al 5, y no del 7 al 8 por ciento anual, o viceversa. Definir a priori la primera opción, por el temor de lo vivido en el pasado o por supuestos conservadores de cómo responderá la inversión a futuro, implica resignar generación de riquezas adicional sólo por prevención. O elegir la segunda alternativa sólo por pálpito y escasa planificación significa una peligrosa audacia. Al respecto, en un interesante documento publicado por el Instituto de Estudios Fiscales y Económicos, La visión ortodoxa en Argentina. De Pangloss al pesimismo extremo (Informe IEFE, número 127, diciembre 2003), se destacaba que “Argentina tiene varios motores reales y sectoriales para crecer en el mediano plazo. Para este fin necesita buenas instituciones macroeconómicas, buenas instituciones políticas, respetar los derechos de todos incorporando como verdaderos ciudadanos a los excluidos, y también requiere avanzar en la construcción de nuevos consensos, más democráticos, menos dogmáticos y altisonantes, y más autocríticos que el de Washington”.
En definitiva, ante esos desafíos, la cuestión en los próximos años remite a definir: ¿a cuántas revoluciones debería funcionar el motor del crecimiento?
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