BUENA MONEDA
El bien común
Por Alfredo Zaiat
Primera aclaración: los ahorristas que quedaron con sus depósitos atrapados en los bancos fueron estafados. Segunda aclaración: no fueron los únicos defraudados en este proceso de destrucción generalizada de riquezas. Hechas esas salvedades, para evitar confusiones e indignaciones, vale la pena reflexionar sobre ese conflicto, alejado un poco de las pasiones y de la tiranía del bolsillo. Primera conclusión: el eventual fallo de la Corte Suprema disponiendo la redolarización es un disparate, no jurídico, sino cuando se lo analiza en función del bien común, su contenido económico y sus implicancias sociales. Segunda conclusión: el desafío de los responsables de administrar una crisis de las proporciones como la que se vive en la Argentina es redistribuir en forma equitativa los costos ineludibles de una debacle. Si se asume como válidas esas aclaraciones y conclusiones, ¿los ahorristas tienen derecho a protestar por lo que consideran una expropiación? La respuesta es sí. A la vez, ¿deben tener una compensación total por el impacto de la devaluación en sus depósitos? La respuesta es no.
La economía argentina no estalló en mil pedazos cuando se abandonó la convertibilidad. Ya había detonado varios meses antes, siendo el ajuste del tipo de cambio, en última instancia, el disparador para el reparto de sus esquirlas. No reconocer esa dinámica de la crisis es, simplemente, eludirla para evitar costos y querer transferirlos al resto de la sociedad. En esa redistribución de costos vale recordar que el Gobierno no abandonó a los ahorristas, como tampoco a los bancos y deudores. A los ahorristas les reconoció un valor inicial de 1,40 peso por dólar depositado ajustado por un índice de actualización atractivo, como el CER, que es la inflación. Así se mantiene el poder adquisitivo de ese capital en el país en el que el ahorrista vive y gasta el dinero. Esa conversión ha sido financiada por el Estado, o sea por la sociedad, al emitir títulos públicos para compensar lo que se denominó pesificación asimétrica.
Con ese 1,40 más CER hoy esas colocaciones equivalen a 2 pesos, todavía lejos de los 3,50 que cotizaba el dólar antes de la amenaza de la Corte, pero con una recuperación mucho más acelerada que, por ejemplo, la capacidad de compra de los salarios. Como se estima, además, que en una economía en vías de normalización los precios avanzarán más rápido que el dólar, esa ecuación riesgo financiero, implícito en una colocación en un banco, resulta bastante favorable para los ahorristas.
La ruptura de contratos fue generalizada. Y no podía ser de otra forma puesto que la profanación principal fue el hundimiento de la convertibilidad. El resto de los contratos no podía otra cosa que violarse, entre ellos los constituidos en plazos fijos entre ahorristas y bancos. Ante esa situación, ineludible ante el desarrollo de una economía ficticia del 1 a 1, aparece la puja de cada parte para minimizar sus quebrantos. Ante un Estado ausente y poder político débil esa lucha de intereses no se pudo resolver con autoridad y celeridad. Si la Corte, en un fallo que sería correcto si se lo separa del caos económico y social, restituyera las condiciones iniciales del contrato de los depósitos, por qué no hacer lo mismo con los contratos de alquileres pactados en dólares, con los créditos, con las tarifas de las privatizadas e incluso con los activos, como inmuebles o autos, que previos a la devaluación tenían valor dólar para su compraventa. Es un absurdo.
Una política de Estado esencial es recuperar la moneda doméstica, meta que debería estar por encima, como bien común, de cualquier otro derecho. Porque es el derecho de los desprotegidos, de los trabajadores, que cobran y gastan lo que tienen con los pesos que reciben. Además, tener moneda propia brinda la oportunidad de poseer herramientas públicas de redistribución y mejora de ingresos para construir una sociedad mejor. El anhelo de la redolarización es querer retornar a la fantasía de la década del 90, que una clase media castigada no debería aspirar sólo observando que más de la mitad de la población ha caído en la pobreza como consecuencia de esa bonanza perversa de la convertibilidad.