Domingo, 29 de febrero de 2004 | Hoy
EL BAúL DE MANUEL
Por Manuel Fernández López
Perder
el tren
La eliminación casi total, en el gobierno de Menem, de la red ferroviaria
argentina, que había sido la red más extensa de América
del Sur, no sirvió acaso más que para la complacencia del Departamento
de Estado, que no ve sino peligros latentes en el desarrollo de los países
rezagados. Tras el tiempo transcurrido, se reconoce como una medida desafortunada.
No sirvió para un país que no llegó a existir, donde camiones
gigantescos surcarían raudos por carreteras interestaduales, deteniéndose
sólo para cargar unos galones de gasolina. Sí sirvió para
desintegrar más a un país que aceleradamente entró en descomposición
social. Innumerables pueblitos, formados alrededor del movimiento que genera
una estación de tren, pronto comenzaron a languidecer, y en no pocos
casos a expulsar a sus habitantes a lugares con más posibilidades económicos.
En sitios como Tafí Viejo, Laguna Paiva, que el ferrocarril había
elegido para talleres de mantenimiento, y que por ello concentraban numerosos
técnicos y trabajadores, donde reinaban el bullicio y las oportunidades,
hoy todo es desempleo, empobrecimiento y crimen. Cierto es que subsisten algunas
líneas de corta distancia, donde empresas privadas atienden a una gigantesca
marea humana que viaja del dormitorio al trabajo, clientes seguros que no tienen
medios de transporte alternativos. Son empresas que no pusieron un peso para
construir esos tendidos, cuya inversión mayor ha sido en sistemas de
cobro de boletos, y que apenas han pintado a los vagones existentes, sin adquirir
ni uno nuevo. Limitada su capacidad expansiva por la extracción de ganancias
de sus titulares, la empresa particular brinda un servicio más reducido
y a tarifa más alta. El Estado puede reinvertir la totalidad de la ganancia,
o privarse de ella, y brindar un servicio más extenso a tarifa más
baja. Eso se sabe desde las clases de Alberto Schneidewind en la Facultad de
Ingeniería, a fines del siglo XIX. Pero todo mal brinda la posibilidad
de remediarlo. Hoy España, Francia, Alemania, Italia son modelos que
la Argentina puede imitar. Que permitirían, por ejemplo, unificar las
trochas de las líneas subsistentes, sustituir el “tercer riel”
por sistemas de electrificación más modernos, conectar las líneas
con terminales aéreas, etcétera. No hay desarrollo económico
si antes no hay nación; ni hay nación si no se repara la desintegración
social.
¿Vivos
o tontos?
Si hay una cualidad de la que nos ufanamos, ésa es la viveza. Viveza
es la rapidez en las respuestas, la capacidad creadora de soluciones eficaces
a problemas engorrosos. Y no es una cualidad característica de alguno
de los muchos pueblos que forman el país de los argentinos. No hay viveza
tucumana, riojana, santiagueña o cuyana. Es un rasgo del argentino, del
habitante autóctono, por eso lo de “viveza criolla”. Admitido
esto en general, correspondería verlo en particular; inquirir, por ejemplo,
si la viveza es un rasgo de todos, de la mayoría o de unos pocos. Por
ejemplo, en el refrán: “El vivo vive del tonto, y el tonto de su
trabajo”. Discutir si “viveza” y “avivada” son
sinónimos. Hubo un personaje de historieta, Avivato, del genial Lino
Palacio, cuyo modo de vida era producir avivadas, más que vivezas. Ver
también si la viveza es un rasgo permanente o un estado de ánimo
transitorio. El ciclotímico Domingo Felipe Cavallo, que tanto lloraba
ante la extinta Norma Plá como enrojecía de furia o ponía
cara de poker, y que jamás se caracterizó por apoyar medidas a
favor del trabajo, en su momento de mayor esplendor se oponía a aumentar
salarios con frases como ésta: “La estabilidad por sí sola
incrementa el salario del trabajador”. Estabilidad es que, si en el momento
1 un chupetín se compra por 1 peso, en los momentos 2, 3, etc., se sigue
comprando por 1 peso. Si uno tiene 100 pesos, puede comprar siempre la misma
cantidad de caramelos. El poder de compra no mejora ni en una microscópica
medida, a menos que se aumente el número de pesos. Si el número
de pesos es siempre igual, y los precios pasan de 1 a 2, luego a 3, etc., la
cantidad de bienque se compra se reduce de 100 a 50 y luego a 33,3. Más
complejo es el caso en que el chupetín se compra primero por 1 peso,
luego por 2; luego por 3, etc.; mientras el salario es de 100, luego 150, 180,
etcétera. El salario en pesos o salario nominal crece, pero menos que
los precios: y en el primer momento compra 100 unidades, luego 75 y después
60. Si el receptor de salarios cree que su ingreso creció, comete “ilusión
monetaria”. El término es del mayor economista de EE.UU., Irving
Fisher. Quien acepta una ilusión es iluso, tonto. Y los trabajadores
han comprado esta fórmula, aceptando la reducción progresiva y
permanente de su salario real. En el fondo, las altas ganancias empresariales
y los pagos de la deuda externa han salido de las mesas de los trabajadores.
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