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Domingo, 5 de diciembre de 2004

EL BAúL DE MANUEL

El baúl de Manuel

 Por Manuel Fernández López

Fines del impuesto
Son modos de sojuzgar a un pueblo: anular su capacidad de raciocinio, deteriorar su educación y reemplazar la memoria del pasado por historias inventadas. No conviene a ciertos intereses que ciertas realidades se conozcan con precisión. ¿Por qué, desde hace décadas, no conocemos en detalle la pobreza del país o la distribución del ingreso nacional? ¿Qué cosa se perdió en el camino y a alguno le conviene no recordarlo? Por ejemplo: hoy se llenan la boca los funcionarios con el cumplimiento de las metas exigidas por el FMI sobre superávit fiscal, y se guarda el mayor silencio acerca del incesante deterioro de la distribución del ingreso nacional, por la que a las clases bajas les corresponde una parte cada vez más chica y a las clases altas una parte mayor. ¿Nada debe hacer el Estado al respecto? A fines del siglo XIX, cuando Finanzas Públicas comenzó a enseñarse como materia separada de Economía Política, era catedrático el doctor Terry, que sería ministro de Hacienda de tres presidentes. Seguía en sus clases al socialista de Estado Wagner, y ésta era la doctrina que estudiaban los futuros abogados: “Hemos considerado al impuesto como un medio técnico de atender los requerimientos financieros de los entes públicos, o de ayudar a atenderlos junto con otras fuentes de ingresos. Nos preguntamos si este fin puramente financiero es el único fin del impuesto. Además de este fin inmediato y puramente financiero del impuesto, es posible distinguir un segundo fin, que corresponde al terreno de la política social. El impuesto puede convertirse en un elemento regulador de la distribución del ingreso nacional y la riqueza, al modificar la distribución producida por la libre competencia. Más aún, afirmo que este segundo fin regulatorio puede extenderse a fin de interferir en el empleo de ingresos y riquezas individuales. Aceptar este segundo fin lleva a un concepto más amplio del impuesto. Es un concepto de bienestar social, más allá del puramente financiero. El impuesto a menudo ejerce una influencia de bienestar social sobre la distribución del ingreso nacional y la riqueza. Al alterar la distribución, el impuesto a veces favorece a las clases superiores, y a veces a las inferiores. Este efecto del impuesto es a veces no intencional pero tolerado, y a veces intencional y deliberado. En el segundo caso es resultado práctico de un fin de bienestar social”.

Cerditos
No es un problema menor darles un destino a las monedas más chicas. Una vez vi a una señora pagar su boleto de colectivo con un puñado de monedas chicas, y el colectivero, ofendido, arrojarlas a la calle. Tales monedas tienen dos propiedades, una mala y una buena. La mala es que al juntarse cierto número pesan y deforman los bolsillos. La buena es que su valor es aditivo: muchas moneditas pueden sumar unos cuantos pesos. Para evitar la mala y no perder la buena, decidí aprovechar un recuerdo de la época anterior al corralito: unos cerditos de plástico, rosados, con una ranura de 36 x 4 mm, por la que las moneditas desaparecen y a la vez acumulan su valor. La imagen del cerdo tiene su origen en que, en Europa, un cerdito de poca edad se compra por muy poca plata, y alimentándolo un año incrementa enormemente su valor al momento de convertirlo en jamón y chorizos. El valor de un cerdo facturado equivalía a un pasaje en barco de Europa a Buenos Aires, en tiempos de la inmigración. Otras alcancías, los teléfonos públicos, ¿cuánto valor acumulan en un año, al no devolver jamás los vueltos de 0,05, al tragar monedas de 0,25 y no dar ningún servicio? A lo que cabe añadir en estos días no prestar el servicio de cobro revertido, tan importante cuando el teléfono sólo funciona a tarjeta y uno no la tiene, el alto número de teléfonos fuera de servicio, no sólo por agresiones de la gente sino por falta de mantenimiento de parte de la empresa. Cuando al fin uno logra comunicarse, ¿cuál es el precio efectivo que se debió pagar por ello? Agreguemos la prometida equiparación del precio de llamadas de corta y larga distancia, que nunca se cumplió, y donde la frontera entre corta y larga es arbitraria y anacrónica. ¿Cuántos miles de dólares ponemos en un año en tales alcancías sin obtener ninguna contraprestación? Con la diferencia, entre las alcancías cuadradas y mi cerdito, de que las sumas acumuladas se van del país. Hay también alcancías virtuales, como son las garrafas de gas económicas, en las que colocan sus centavos las familias más indigentes del país, que ni siquiera les bastan para higienizarse en invierno, y que podrían venderse a un tercio de su precio si se tuviese en cuenta el costo de producción. Pero el Estado autoriza su venta según el precio del mercado internacional, varias veces superior a dicho costo. Son fugas de divisas que, sumadas, podrían aliviar la carga de la deuda externa.

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