Domingo, 18 de septiembre de 2005 | Hoy
EL BAúL DE MANUEL
Por Manuel Fernández López
A comienzos del 2002, cuando el peso argentino se devaluó tanto (cerca de cuatro veces) frente al dólar y a otras divisas principales, no ocurrieron ciertas cosas que se esperaba ocurrirían y sí ocurrieron otras que no se esperaba que ocurrieran. Entre las primeras, no toda cosa exportable iba a poder exportarse: la demanda externa de plasma, o de molinos de viento, se mostró ávida por comprarnos, pero los productores locales, no preparados para semejante escala de ventas en el exterior, no pudieron responder de inmediato con su capacidad instalada, y los que lograron hacerlo, no hallaron el respaldo crediticio bancario para efectuar las posibles operaciones. Entre las segundas, artículos de producción local, con insumos locales, casi calificables como exportaciones tradicionales, incrementaron fluidamente sus ventas en el exterior, causando en el mercado interno un alza de la nafta, la carne, la harina y el pan. La gente se enojaba y señalaba que eran productos casi sin insumos importados y que los aumentos eran acciones especulativas de sus vendedores. El resultado era natural y hasta inevitable, dentro del marco en que se realizan las exportaciones argentinas. Hubiera podido no ocurrir si no fuese libre exportar o no hubiese información sobre los mercados externos. Pero en el país siempre estuvo más trabado importar que exportar, y aun en la presidencia de Perón, cuando se buscaba incentivar la exportación agropecuaria devaluando el tipo de cambio, el resultado inmediato era elevar el precio local de los productos exportables. Con mayor razón ello ocurre hoy, tras haberse suprimido las juntas reguladoras, el IAPI, haberse rebajado a un mínimo los aranceles aduaneros y haberse mejorado prodigiosamente los canales informativos. La razón es conocida: en un mercado perfectamente competitivo, con libre entrada y salida, sin monopolios, sin colusión, sin diferenciación del producto, un mismo bien no puede cotizarse a dos precios distintos. Esta verdad práctica fue llamada Ley de indiferencia por uno de los fundadores del neoclasicismo, William S. Jevons, hace 130 años, en El dinero, mecanismo del intercambio, que circuló mucho en la Argentina en una versión francesa. Para una economía abierta como la Argentina, el principio dice que un mismo bien no puede tener un precio como artículo exportable y otro precio para el consumo local.
De no ser por otras diferencias, me declararía partidario de Milton Friedman. Al menos, en lo que respecta a su prédica a favor del imperio de la norma y no de la discrecionalidad. En el mundo de un hombre solo, como Robinson Crusoe, tanto importa andar por un lado como por otro, o evacuar sus esfínteres a pleno sol o gritar a voz en cuello donde más le agrade. Pero en nuestro mundo, con millones de semejantes, conducir un automóvil a cualquier velocidad por cualquier mano sería una acción criminal, no acaso para su ejecutor sino para su receptor. La protección del otro, o la compatibilización de las acciones de uno y otro, es lo que justifica la norma. Este es un país extremadamente individualista, donde las acciones de uno pasan por alto las consecuencias sobre el otro. Se roban tapas de bocas de tormenta, sin mirar que más tarde o más temprano un niño puede ser tragado por ellas, o romperse un auto. Se fuma en lugares públicos, despertando el cáncer en los otros diez, veinte o cien allí reunidos. Se negocia con Brasil, esperando que la viveza criolla derribe al “gigante dormido”. No es que falten normas: hay demasiadas, y en esta materia, a veces, lo que abunda sí daña. Lo que sí falta es cumplirlas, o la acción de quien debe hacerlas cumplir. Lo que hay es el menosprecio a la norma, incluso por los hombres del Estado. Está fresco el recuerdo del doctor Cavallo, quien día tras día cambiaba las normas para adecuarlas a sus fines. El cambio frecuente de las normas que rigen la actividad económica origina un horizonte incierto: nunca se sabe qué norma regirá en el futuro. La acción económica, por esencia, se dirige a la obtención de resultados en el futuro, y un mundo de normas cambiantes es uno carente de seguridad jurídica. La discrecionalidad más notoria de la última década fue el otorgamiento de “superpoderes” a miembros del PEN, y en particular los recientes, para permitir reasignar partidas del Presupuesto, con lo cual la ley de leyes quedó convertida en dibujo, reduciendo a una ficción la tarea de los representantes del pueblo, con el consiguiente deterioro de las instituciones democráticas. Friedman culpó a los responsables de la política económica por haber manejado la crisis de 1929 con discrecionalidad. Entre nosotros, la crisis del 2001 y el corralito mismo tuvieron como antecedente inmediato la superdiscrecionalidad permitida al ministro de Economía.
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