Domingo, 19 de febrero de 2006 | Hoy
EL BAúL DE MANUEL
Por M. Fernández López
El agua ha sido, en la mayoría de las religiones, un elemento purificador. Pero, acaso por su análogo carácter de fluido, se llamen “aguas” a las excretas humanas. En tiempos no tan lejanos, o en pueblos no muy adelantados socioeconómicamente, de cultura anterior al inodoro y las tuberías cloacales, los líquidos excrementicios humanos eran recogidos en orinales y vaciados con fuerza en la calle, al grito de ¡agua va! Aquello que de pronto salía volando de una ventana no era, claro está, agua, como bien lo percibía todo transeúnte distraído que no prestaba atención a la advertencia de viva voz. Por su naturaleza fluida, el agua de un río tan pronto puede estar sobre una ribera, sobre la otra, o en cualquier punto intermedio. Por ello volcar efluentes nocivos en una orilla puede significar volcarlos también en la orilla opuesta. A eso se debe el Tratado del Río Uruguay, por el cual un emprendimiento sobre una orilla debe notificarse antes al país de la orilla opuesta. No haberlo hecho, violar el tratado, no sólo abona la ilegitimidad de las obras sino que se suma a otros elementos que las hacen antisociales. La experiencia de Pontevedra enseña que, una vez instalada la fábrica de pasta, se hace imposible dar marcha atrás. Que su funcionamiento genera un olor nauseabundo, perceptible constantemente y a gran distancia, que ahuyenta el turismo. Los efluentes, tanto líquidos como gaseosos, perjudican la salud de la gente, los cultivos en tierra y la pesca en el agua. Los casos conocidos muestran que este tipo de actividades no son industriales, sino extractivas, en el más puro estilo colonialista. Se implantan allí donde su autorización depende de un intendente o un gobernador, por lo general políticos de segunda línea, sedientos de coimas, y obtienen la facultad de usar agua pura de un curso de agua sin pagar nada por ello, ni tampoco por contaminarlo, y derecho a enfermar la tierra y sus habitantes en un radio mucho más extenso que sus propias instalaciones, también sin pagar nada. El argumento de que “dan trabajo”, tanto en su construcción como en su funcionamiento, se desvanece frente al empobrecimiento general de la calidad de vida. No cabe en ninguna cabeza que políticos progresistas como los que hoy mandan defiendan tozudamente el retorno del país hermano al estatuto colonial. El mero aumento de producción y ganancias no es en sí desarrollo económico.
Me informa la TV que vecinos de Florencio Varela no tienen agua desde hace diez días. Y yo me digo –y que ellos me perdonen– “¡qué suerte tienen! Por aquí, el agua, nunca pasó”. Mis padres compraron este predio del conurbano hace cincuenta y cinco años. Yo era un chico y ahora casi estoy en la tercera edad. Pasaron sucesivos intendentes y el que está ahora lleva varios períodos y el agua no aparece. Pasaron gobernadores de todo el espectro político y el actual ya ha sido reelecto. A ambos les pago impuestos, pero de agua nadie habla. El Señor de Santa Cruz va terminando su ciclo y, de agua, nada. Por supuesto que no estoy careciente de agua desde hace más de medio siglo: primero se instaló una bomba manual, luego una bomba a motor y hoy hay un compresor. Pero ¿será agua buena? La duda es porque todos los terrenos tienen una casa y una familia, y por tanto pozos negros. ¿No habrá en el subsuelo redes capilares que conecten pozos negros y napas de agua? Pensar esta posibilidad espanta y desde hace varios años el agua para beber la compramos –sí, como en la colonia– a un camioncito que nos trae bidones de 12 litros de “agua de mesa envasada” a 7 pesos la unidad. Cuando tomo un vaso de tinto y mi mente navega, pienso en los habitantes de la ciudad de Buenos Aires, y cuán lejos de ellos estamos los de la provincia de Buenos Aires. Un corte de agua de diez días haría que fuesen a golpear cacerolas a la Plaza de Mayo. Acá el agua falta desde los últimos 5000 años o más. Lo que es peor, la TV me muestra arduas negociaciones del Gobierno con la empresa francesa, por lo visto, para seguir abasteciendo a la población de las cacerolas, que es apenas una fracción insignificante de la del país. Así como en el país del trigo y la carne mueren como moscas niños por desnutrición, en el país del río más ancho del mundo se provee agua potable a una parte insignificante, y no adonde está el trabajo, sino el poder económico, financiero y político. Se discrimina geográficamente con la provisión de agua potable, como se discrimina en la atención hospitalaria, la educación y otros servicios. Hay servicios de primera y de segunda, como hay ciudadanos de primera y de segunda. El agua potable es un problema en todo el mundo, pero este país tiene los recursos naturales como proveerla a todos los ciudadanos por igual. Deje el Gobierno de remendar lo que “hizo Menem” y propóngase horizontes más amplios y más solidarios.
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